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Книга «Доктор Живаго» (El doctor Zhivago) на испанском языке – читать онлайн, Борис Пастернак

Роман «Доктор Живаго» (El doctor Zhivago) на испанском языке – читать онлайн, автор книги – Борис Пастернак. Своё самое известное произведение в прозе Борис Пастернак начал писать в 1945-м и закончил в 1955-м году, однако опубликовать в СССР его не удалось по идеологическим причинам. В итоге первая публикация романа «Доктор Живаго» состоялась два года спустя, в 1957-м, в Италии. Причём первая публикация книги была на итальянском языке, а на русском роман вышел в Нидерландах, в 1958-м; основой книги послужила невычитанная рукопись Пастернака. В этом же 1958-м году Пастернаку присудили Нобелевскую премию за его роман «Доктор Живаго». В СССР поднялся вой, начиная от партийных идеологов и заканчивая литературными неудачниками. Даже не так – на литературных неудачниках вой не заканчивался: были организованы массовые собрания на предприятиях, в колхозах и т.д., где «народ выражал всеобщее негодование» и всё в таком духе. Что самое интересное, все эти негодующие и воющие сами роман не читали – он был запрещён в СССР. Более того – они даже не знали о существовании Пастернака. Но дружно осуждали… Именно с тех событий пошла фраза «Не читал, но осуждаю», ставшая впоследствии крылатой. После всей этой травли Пастернак вынужден был написать письмо в Нобелевский комитет с так называемым «добровольным отказом» от премии. Но травля после этого не прекратилась, и через 2 года Борис Пастернак умер. Но написанный им роман «Доктор Живаго» остался жить, был переведён на разные языки Европы, было снято несколько фильмов по этой книге в разных странах.

 

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Теперь переходим к чтению книги «Доктор Живаго» (El doctor Zhivago) на испанском языке. На этой странице выложена первая часть книги (8 глав), ссылка на продолжение будет в конце страницы.

 

El doctor Zhivago

 

Libro primero

 

Primera parte

El rápido de las cinco

 

1

Andaban, y al andar cantaban Eterna memoria. Los pies, los caballos y el soplo del viento parecían continuar el cántico cuando se detenían. Los transeúntes abrían paso al cortejo, contaban las coronas y se santiguaban. Los curiosos, metiéndose entre las filas, preguntaban:

—¿Quién es el muerto?

Y les respondían:

—Zhivago.

–¡Ah! Entonces se comprende.

—Pero no él. Ella.

—Lo mismo da. ¡Dios la haya perdonado! Lujoso entierro.

Transcurrieron los últimos minutos, contados e irreversibles.

El sacerdote, con el ademán de la bendición, arrojó un puñado de tierra sobre María Nikoláievna. Se entonó «Por el alma de los justos». Después comenzó una terrible carrera. Cerraron el ataúd, lo clavaron y lo bajaron a la fosa. Tamborileó sobre la caja la lluvia de las paletadas de tierra arrojada apresuradamente con cuatro palas, hasta que se formó un pequeño túmulo. Sobre él se encaramó un niño de diez años.

Sólo en ese estado de necia insensibilidad que suele producirse en los entierros solemnes puede parecer plausible que un chiquillo quiera pronunciar unas palabras sobre la tumba de su propia madre.

Levantó la cabeza y desde el túmulo abarcó con mirada ausente los desiertos campos otoñales y las cúpulas del monasterio. Contrajo levemente el achatado rostro y alargó el cuello. Si hubiese sido un lobezno el que levantara la cabeza con aquel ceño, hubiérase dicho que estaba a punto de aullar. El chiquillo se tapó la cara con las manos y prorrumpió en sollozos. Una nube que acudía hacia él comenzó a golpearlo sobre las manos y la cara con los líquidos azotes de un helado chubasco. Un hombre se acercó a la tumba; vestía de negro, y las mangas estrechas y ceñidas formaban pliegues en sus brazos. Era el hermano de la difunta y tío del chiquillo que lloraba, el sacerdote Nikolái Nikoláevich Vedeniapin, fuera de su ministerio a petición propia. Se acercó al chiquillo y se lo llevó.

 

2

Pasarían la noche en una celda que había sido destinada a su tío, antiguo conocido del monasterio. Era la víspera de la Intercesión de la Virgen1. Al día siguiente partirían hacia el sur, a una ciudad cabeza de partido de la provincia del Volga, donde el padre Nikolái estaba empleado en una casa editorial que publicaba el diario avanzado de la región. Había adquirido ya los billetes para el tren y reunido en la celda su equipaje. Traídos por el viento llegaban desde la estación vecina los quejumbrosos silbidos de las locomotoras que hacían maniobras en las lejanas vías.

Al atardecer refrescó mucho. Dos ventanas al nivel del suelo daban al desolado rincón de un huerto lleno de amarillos arbustos de acacia, a las heladas charcas de la carretera y a ese lugar del cementerio donde por la mañana habían enterrado a María Nikoláevna. Excepto algunos cuadros de coles azuladas por el frío, el huerto estaba vacío. Cuando arreciaba el viento, las desnudas ramas de las acacias agitábanse como poseídos, curvándose sobre la carretera.

Un golpe dado en la puerta despertó a Yura durante la noche. La oscura celda se había iluminado extrañamente por una inmóvil luz blanca. Yura corrió en camisa hasta la ventana y pegó la cara al cristal helado.

Afuera no existían ya carretera, ni cementerio, ni huerto. En el patio arreciaba la nevasca y el aire era un humo de nieve. Como si se hubiese dado cuenta de su presencia y, sabiendo que le causaba espanto, gozaba con la impresión que le producía. La tormenta silbaba y ululaba, buscando por todos los medios atraer su atención. Como una urdimbre que se desenrollara sin fin, una espesa trama blanca caía del cielo sobre la tierra, cubriéndola de fúnebres lienzos. Solamente la tormenta permanecía en el mundo, sin rival alguno.

La primera intención de Yura al apartarse del alféizar fue vestirse y salir para hacer algo. A veces le asaltaba la idea de que las coles del monasterio no se podrían arrancar antes de que la nieve las sepultase, y otras veces experimentaba el temor de que la nieve cubriese en el cementerio el cuerpo de su madre y que, sin que pudiera defenderse ya, fuese hundiendo se bajo tierra, cada vez más profundamente y más lejos de él.

Volvió a llorar. Su tío se despertó, le habló de Cristo y lo consoló. Luego se acercó bostezando a la ventana y se puso a mirar afuera, pensativo. Comenzaron a vestirse. Amanecía ya.

 

3

Mientras su madre vivió, Yura ignoró que su padre les había abandonado hacía mucho tiempo. Viajaba por las ciudades de Siberia y por el extranjero, llevando una vida disipada, y no tardó en malbaratar un patrimonio de millones. A Yura le habían dicho unas veces que estaba en Petersburgo, y otras en una feria, casi siempre en la feria de Irbitsk.

Más tarde, a su madre, que nunca estuvo muy bien de salud, se le declaró la tuberculosis. Para curarse comenzó entonces a viajar por el sur de Francia e Italia septentrional, adonde Yura la acompañó en dos ocasiones. Así había transcurrido su infancia, en medio del desorden y de continuos misterios, confiado a menudo a personas extrañas, siempre distintas. Pero se había acostumbrado a tales cambios y, en una situación de constante interinidad, no le sorprendía la ausencia de su padre.

Era todavía muy niño cuando el nombre que llevaba designaba un gran número de cosas, cada una distinta de las demás.

Era la manufactura Zhivago, la banca Zhivago, las casas Zhivago, la manera de anudarse la corbata y prendérsela con el alfiler Zhivago, incluso un pastel de forma redonda, una especie de bizcocho al ron, también llamado Zhivago. Y en Moscú, durante algún tiempo gritar a un cochero: «¡A Zhivago!», equivalía ni más ni menos decirle: «¡A casa del diablo!» Y, efectivamente, el cochero os habría llevado en su trineo a un solitario lugar de ensueño. Os hubiese acogido un parque silencioso. En las ramas de los abetos, haciendo caer la escarcha, se posaban los cuervos. Oíanse en torno sus graznidos ásperos y secos como el crepitar de un tronco. Desde la mansión recién construida y atravesando la carretera que cortaba el bosque, acudían los perros de caza. Allá abajo se encendían las luces, y empezaba a anochecer.

Luego todo esto se esfumó de repente. Se habían empobrecido.

 

4

En el verano de 1903, Yura y su tío, en un coche de dos caballos, dirigíanse a través de los campos a Duplianka, la finca de Kologrívov, propietario de hilaturas de seda y mecenas, para hacer una visita a Iván Ivánovich Voskobóinikov, profesor y autor de obras de divulgación.

Era el día de la Virgen de Kazán2, momento culminante de la recolección. Como era la hora del almuerzo, o acaso por ser día festivo, no había un alma en los campos. Ardía el sol sobre las zonas no segadas todavía, como cogotes de presos a medio afeitar. Revoloteaban por los campos los pajarillos. Curvábanse las espigas, mientras el trigo permanecía rígido en el aire inmóvil, o, lejos de la carretera, levantábanse en gavillas que, miradas fijamente, parecían adquirir el aspecto de figuras en movimiento, de agrimensores que caminaran por la línea del horizonte anotando algo.

—¿Y aquéllas?—preguntó Nikolái Nikoláevich a Pável, peón y guarda de la editorial, que estaba sentado de lado en el pescante, encorvado y con las piernas cruzadas, como para demostrar que no era el cochero y que guiaba excepcionalmente el coche—. ¿Son de los señores o de los campesinos?

—De los señores —respondió Pável, y siguió fumando—. En cambio, ésas... —y tras una larga pausa señaló, con el extremo de la fusta, en la dirección opuesta, deteniéndose un instante para encender—, ésas son las nuestras. ¡Arre! ¿Estáis dormidos?—gritó, como hacía de vez en cuando, a los caballos, de cuyas colas y grupas no apartaba un momento los ojos, lo mismo que un maquinista observa los manómetros.

Pero los caballos tiraban como todos los caballos del mundo. Es decir, el delantero corría con la innata honestidad de un carácter escrupuloso, mientras que, para un observador superficial, el otro podía parecer un haragán redomado que, curvando el cuello como un cisne, aparentase no saber otra cosa que bailar al tintineo de los cascabeles sacudidos por los saltos de la carrera.

Nikolái Nikoláevich llevaba a Voskobóinikov las pruebas de un libro suyo sobre la cuestión agraria, que la casa editorial le había rogado revisara para precaverse contra la creciente severidad de la censura.

—El pueblo se agita en nuestro distrito —dijo Nikolái Nikoláevich—. En el vólost3 de Pankovo han degollado a un comerciante y al zemski4 le han incendiado el acaballadero. ¿Qué piensas tú de todo esto? ¿Qué se dice entre vosotros en el pueblo?

Pero Pável veía las cosas aún más negras que el censor encargado de moderar las pasiones agrarias de Voskobóinikov.

—¿Que qué dicen? que se han aflojado las riendas al pueblo. Dicen que son travesuras. ¿Qué queréis hacer con gente corno nosotros? Da la libertad a los campesinos y se matarán entre ellos, como hay Dios. ¡Arre! ¿Estáis dormidos?

Era el segundo viaje del tío y el sobrino a Duplianka. Yura creía recordar el camino y cada vez que los campos huían a su espalda engullidos por los bosques, le parecía reconocer el lugar, pasado el cual la carretera torcería a la derecha y se mostraría en la curva, para desaparecer, al cabo de un minuto, el panorama de Kologrívovka, en unas diez verstas, con el río que brillaba a lo lejos y la línea del ferrocarril que lo atravesaba. Pero se engañaba a cada vuelta. Sucedíanse los campos unos a otros, y de nuevo eran engullidos por los bosques. La sucesión de tales extensiones ensanchaba el ánimo. Experimentábase el deseo de soñar, de perderse en el porvenir.

Ninguno de los libros que consagrarían a Nikolái Nikoláevich había sido escrito aún. Pero sus ideas estaban ya definidas. No sabían cuán cercana se hallaba su hora.

Muy pronto, entre los representantes de la literatura de entonces, los profesores de universidades y los filósofos de la revolución, descollaría este hombre que meditaba los mismos problemas y que, sin embargo, salvo la terminología, no tenía nada de común con ellos. Todos los demás, en su dogmatismo, se contentaban con frases y apariencias. Pero el padre Nikolái, que había pasado por el tolstoísmo y la revolución, era un hombre que avanzaba hacia el futuro. Tenía puestas sus miras en un pensamiento elevado y, al mismo tiempo, concreto, que pudiera señalar un camino preciso e inequívoco en su proceder, que mejorase el mundo y fuese tan claro para un niño como para un ignorante, con esa misma evidencia del relampagueo de un rayo o el retumbar del trueno que se aleja. Era un hombre que anhelaba un cambio de las cosas.

Yura se sentía a gusto con su tío, tan parecido a su madre, libre como ella, despojado de prevenciones contra todo lo que no es común. Como ella, tenía profunda conciencia de la igualdad que existe entre toda cosa viva. Y lo mismo que ella, también él lo comprendía todo a la primera mirada y sabía expresar los pensamientos de la misma forma en que surgen en la mente cuando están llenos de vida y no se hallan vacíos de contenido.

Yura estaba contento de que su tío se lo hubiese llevado a Duplianka. Allí todo era hermoso y hasta la pintoresca belleza del paisaje le recordaba a su madre, que amaba la naturaleza y solía llevárselo en sus paseos. Además, a Yura le gustaba encontrarse de nuevo con Nika Dúdorov, un estudiante que vivía cerca de Voskobóinikov, aunque tenía dos años más que él y realmente lo despreciaba. Al saludar, bajaba con tal fuerza la mano que estrechaba e inclinaba la cabeza de tal manera que los cabellos le caían sobre la frente y le ocultaban la mitad del rostro.

 

5

—«El nervio vital del problema del pauperismo» —leía Nikolái Nikoláevich en el manuscrito corregido.

—Creo que será mejor tachar eso —dijo Iván Ivánovich, y efectuó la oportuna corrección en las pruebas.

Trabajaban en la penumbra de la terraza con vidrieras. Abandonadas en desorden veíanse las regaderas y los útiles de jardinería. Había un impermeable sobre el respaldo de una silla rota. En un rincón, un par de botas de agua cubiertas de barro endurecido, cuyas cañas caían hasta el suelo.

—«Además, la estadística de muertes y nacimientos demuestra...» —dictaba Nikolái Nikoláevich.

—Convendría añadir: «para el año en cuestión» —interrumpió Iván Ivánovich, anotándolo en las pruebas.

Soplaba en la terraza una brisa leve. Con unas piedras sujetaron las páginas del opúsculo para evitar que volasen.

Cuando hubieron terminado, Nikolái Nikoláevich quiso regresar enseguida a casa.

—Está amenazando tormenta, y es cosa de ponerse en camino.

—No se le ocurra pensarlo. No voy a dejarlo. Ahora vamos a tomar el té.

—Esta noche he de estar sin falta en la ciudad.

—Nada. No quiero oír hablar de ello.

Desde el jardín llegaba el olor del fuego del samovar, que sofocaba los del tabaco y el heliotropo. De la casa habían traído crema de leche, fresas y pastelillos de requesón. Cuando llegó la noticia de que Pável había ido a bañarse al río, y se había llevado también los caballos, Nikolái Nikoláevich hubo de resignarse a quedarse.

—Mientras preparan la mesa del té, vamos a sentarnos en el banco que está al borde del barranco —propuso Iván Ivánovich.

Por un derecho derivado de la amistad, Iván Ivánovich ocupaba en la propiedad del opulento Kologrívov dos habitaciones en el ala de la casa destinada al administrador. El pabellón con el jardinillo contiguo estaba situado en una parte oscura y abandonada del parque. La antigua avenida de entrada formaba un semicírculo y estaba enteramente cubierta de hierba desde que había dejado de ser transitada. Por ella se transportaba sólo la tierra, los escombros y detritos, para arrojarlos por el barranco que hacía las veces de vertedero. Hombre de ideas avanzadas y muy rico, simpatizante con la revolución, Kologrívov hallábase entonces en el extranjero con su mujer, y en la finca se encontraban sólo sus hijas Nadia y Lipa con la institutriz y algunos criados.

El jardinillo del administrador estaba separado del parque propiamente dicho, con sus estanques, sus claros y la casa señorial, por un espeso y fuerte seto de viburno. Iván Ivánovich y Nikolái Nikoláevich dieron una vuelta por el exterior del parque y, mientras paseaban, los gorriones, que bullían en la espesura, alzaban el vuelo en bandadas iguales y a iguales intervalos. Al acercarse Iván Ivánovich y Nikolái Nikoláevich llenaban los matorrales de un rumor monótono, como de agua que circula por una cañería.

Dejaron atrás el invernadero, la vivienda del jardinero y los restos de piedra de una construcción desconocida. Discurrían sobre los jóvenes valores de la literatura y la ciencia.

—También hay gente de talento —dijo Nikolái Nikoláevich—. Pero hoy se han puesto muy en boga círculos y asociaciones de toda clase y cualquier gregarismo es el refugio de la mediocridad, aunque se trate de guardar fidelidad a Soloviov5, Kant o Marx. Solamente los solitarios buscan la verdad y rompen con quien no la ame lo bastante. ¿Cuáles son en el mundo las cosas que merecen fidelidad? Bien pocas. Yo creo que hay que ser fieles a la inmortalidad, ese otro nombre de la vida más rico de sentido. ¡Ser fieles a la inmortalidad, fieles a Cristo! ¡Ah, le estoy poniendo de mal humor! ¡Pobrecillo! Tampoco esta vez ha comprendido usted nada.

—Ya —refunfuñó Iván Ivánovich, escurridizo hombrecillo rubio con una barbita maliciosa que lo asemejaba a un americano de los tiempos de Lincoln, barba que apretaba continuamente en el hueco de la mano y cuya punta aferraba con los labios—. Yo, naturalmente, no contesto. Usted mismo puede comprender que veo estas cosas de un modo profundamente distinto. A propósito, dígame cómo se hizo usted seglar. Hace tiempo que deseaba preguntárselo. ¿Tuvo miedo? Le lanzaron el anatema, ¿eh?

—¿Por qué cambiar de conversación? Pero, en fin, ¡qué más da! ¿El anatema? No, ahora ya no maldicen. Te ponen por delante una montaña de impedimentos y has de soportar las consecuencias. Por ejemplo: en mucho tiempo uno no puede desempeñar cargos públicos ni vivir en las capitales. Pero eso son tonterías. Volvamos al tema de nuestra conversación. Decía que hay que ser fieles a Cristo. Me explicaré mejor. Usted no comprende que se pueda ser ateo, no saber si Dios existe ni por qué, y al mismo tiempo saber que el hombre no vive en la naturaleza, sino en la historia, y que, en el concepto que se tiene hoy de ella, ha sido fundada por Cristo, que el Evangelio es su fundamento. Pero ¿qué es la historia? Es dar principio a trabajos seculares para llegar poco a poco a resolver el misterio de la muerte y superarla en el porvenir. Por esto se descubren el infinito matemático y las ondas electromagnéticas, y por eso se componen sinfonías. Pero sin cierto impulso no se puede progresar en tal dirección. Para descubrimientos de esta clase es preciso tener una preparación espiritual y, en este sentido, ya se hallan todos los datos en el Evangelio. Ahí están. En primer lugar, el amor al prójimo, esa suprema forma de energía viva que llena el corazón del hombre y exige expansionarse y ser gastada. Luego, las razones esenciales del hombre de hoy, sin las cuales el hombre no puede ser imaginado, es decir, el ideal de la libre individualidad y de la vida como sacrificio. Tenga usted en cuenta que todo esto es hoy sumamente nuevo. En este sentido los antiguos no tenían historia. Había entonces una infamia sanguinaria de crueles Calígulas picados de viruela, que ni siquiera sospechaban cuán mediocre es todo acto de sometimiento. Era la pomposa y muerta eternidad de los monumentos de bronce y de las columnas de mármol. Solamente después de Cristo los siglos y las generaciones han respirado con libertad. Sólo después de El ha comenzado la vida en la posteridad y el hombre no muere ya por la calle al pie de un muro cualquiera, sino en su casa, en la historia, en el ápice de una actividad dirigida a la superación de la muerte; el hombre muere dedicado por entero a esta búsqueda. ¡Uf! ¡Estoy sudando a chorros! Bueno, esto era lo que quería decir. Pero es predicar en el desierto.

—Metafísica, amigo mío. Los médicos me la han prohibido: mi estómago no la digiere.

—No insisto. Dejémoslo. ¡Dichoso usted! Realmente no tiene usted muy buen aspecto. ¡Y pensar que ni siquiera se da cuenta!

Hacía daño a los ojos mirar el río. Cambiaba al sol, haciéndose unas veces cóncavo y otras convexo, como una lámina de hierro. De pronto se enrizó. Desde la orilla opuesta avanzaba una pesada zatara con caballos, carros, mujeres y campesinos.

—Fíjese, sólo son las cinco —dijo Iván lvánovich—. El rápido de Syzran. Pasa por aquí a las cinco y minutos.

Lejos, en la llanura, corría de derecha a izquierda un resplandeciente tren amarillo y turquí, empequeñecido por la distancia. Poco después observaron que se detenía. De la locomotora brotaron blancas nubes de vapor y luego se oyeron jadeantes silbidos.

—Es raro —dijo Voskobóinikov—. Hay algo que no marcha. No hay razón para que se detenga en la zona pantanosa. Algo ha ocurrido. Vayamos a tomar el té.

 

6

Nika no estaba en el jardín ni en la casa. Yura adivinó que se escondía porque se aburría con ellos y no gustaba de su compañía. Su tío e Iván Ivánovich habían ido a la terraza a trabajar, dejándolo vagar sin objeto en torno a la casa.

El lugar era encantador. Cada minuto oíase en tres tonos el puro gorjeo de las oropéndolas, y con pausas de espera para que sus penetrantes notas, que parecían emitidas por un pífano, empapasen enteramente la atmósfera. El perfume de las flores, persistente y suspenso en el aire, lo inmovilizaba el bochorno contra los macizos. ¡Cómo le recordaba todo esto a Antibes y Bordighera! Yura miraba a su alrededor. Como una alucinación del oído, parecía alentar sobre los prados la sombra de la voz materna, que él creía reconocer en los melodiosos trinos de los pájaros y en el zumbido de las abejas. Estremecíase: a veces parecía que su madre lo llamaba y le hacía señas para que la siguiera.

Llegó hasta el barranco y, desde el bosque ralo y luminoso que se eleva sobre la colina, comenzó a descender hacia el pequeño alisar que cubría el fondo.

Reinaba allí una oscuridad húmeda: ramas caídas, esqueletos de animales, algunas flores; los tallos articulados de la cola de caballo parecían cetros y mazas con decoraciones egipcias, como en las ilustraciones de su Historia Sagrada.

Sentíase cada vez más triste y tenía deseos de llorar. Por último, cayó de rodillas y prorrumpió en sollozos.

—Ángel de Dios, santo custodio mío —imploró—, confirma mi entendimiento en el camino recto y dile a mamá que estoy bien aquí y que no se preocupe. Señor, si hay una vida más allá de la muerte, lleva a mamá al cielo, donde brillan como astros las caras de los santos y los justos. Mamita era tan buena que no puede haber sido una pecadora. Sálvala, Señor, haz que no sufra. ¡Mamita! —llamó con desesperación, como queriendo arrancarla del cielo adonde hacía poco que había subido, nueva santa, y de pronto le faltaron las fuerzas, cayó de bruces y perdió el sentido.

No permaneció mucho rato así. Cuando se recobró, oyó a su tío que lo llamaba desde arriba. Respondió y comenzó a subir. De improviso recordó que no había rezado, tal como le enseñó María Nikoláevna, por su padre desaparecido.

Pero sentíase tan bien después del desvanecimiento que no quería perder esa sensación de ligereza, temiendo no volver a encontrarla nunca más. Por eso pensó que no sucedería nada terrible si rezaba por su padre en otra ocasión.

Fue como si pensara:

«Esperará. Que tenga paciencia.»

No conservaba de él ningún recuerdo.

 

7

En un compartimiento de segunda clase viajaba con su padre, el abogado de Orenburgo Gordón, el estudiante Misha Gordón, un chiquillo de once años, de semblante pensativo y grandes ojos negros. Su padre trasladábase a Moscú por necesidades de su profesión y el niño frecuentaría un liceo de la capital. Su madre y sus hermanas estaban allí hacía tiempo, atareadas en la instalación de la nueva casa.

El chiquillo y su padre llevaban ya tres días de viaje.

A uno y otro lado, en calientes nubes de polvo, blanqueada por el sol, como calcinada, volaba Rusia, campos y estepas, aldeas y ciudades. Por los caminos arrastrábanse convoyes de carros que se desviaban torpemente de la carretera hacia los pasos a nivel. Desde el tren, que avanzaba a gran velocidad, parecía como si estuvieran inmóviles y los caballos levantasen y bajasen las patas sin caminar.

En las paradas importantes, los pasajeros se lanzaban como locos hacia la cantina, y el sol del crepúsculo, a través de los árboles de las estaciones, iluminaba sus piernas y relucía bajo las ruedas de los vagones.

Todos los movimientos de las cosas, considerados en sí mismos, estaban lúcidamente calculados. En cambio, en conjunto resultaban como impulsados por la corriente general de la vida. Agitábanse los hombres y se afanaban movidos por el mecanismo de sus respectivas preocupaciones. Pero ningún mecanismo habría funcionado si su regulador principal no hubiera sido un sentimiento de suprema y fundamental indiferencia. Esa indiferencia dada por el sentimiento de la relación que une las existencias humanas, por la certidumbre de su comunicación recíproca, por la sensación de felicidad que nace de la idea de que todo cuanto ocurre no se cumple sólo sobre la tierra donde se sepultan los muertos, sino también en otro lugar, en ése que algunos llaman reino de Dios, otros historia y otros de un modo distinto.

El chiquillo constituía una clara y amarga excepción de la regla. Su principal resorte era la conciencia de su obligación de obrar. No le sonreía la idea de vivir por vivir, más bien lo mortificaba. Sabía que había heredado este carácter y con inquieta aprensión reconocía en sí mismo sus señales, y por ello sentíase amargado y humillado.

Desde donde alcanzaban sus más lejanos recuerdos no había dejado de maravillarse de que, a pesar de tener brazos y piernas, y la misma lengua y las mismas costumbres que los demás, no pudiera ser igual que ellos, y más bien ser de tal manera como para agradar sólo a pocos y no lograr hacerse querer. No podía comprender por qué si alguien es peor que los otros no puede tratar de corregirse y hacerse mejor. ¿Qué significa ser judío? ¿Por qué eso es posible? ¿Con qué se compensa o justifica este reto sin armas que no proporciona otra cosa que dolor?

Cuando interrogaba a su padre, éste le respondía que sus ideas eran absurdas y que ése no era modo de razonar. Sin embargo, no replicaba con nada inteligente y profundo que convenciera a Misha y lo obligase a callar ante la evidencia.

A excepción de su padre y su madre, llegó poco a poco a concebir desprecio por los adultos, que tantas castañas habían puesto al fuego y ya no sabían cómo sacarlas de él. Estaba convencido de que, cuando fuera mayor, sabría resolverlo todo.

Incluso en esos momentos nadie habría dicho que su padre había obrado equivocadamente saliendo en persecución de aquel loco que se precipitó a la plataforma, y que no debió detener el tren cuando aquel hombre, rechazando con violencia a Grigori Ósipovich, abrió la puerta del vagón y se lanzó de cabeza sobre el terraplén, como quien se lanza al agua desde un trampolín.

Pero puesto que no había sido cualquiera, sino precisamente Grigori Ósipovich quien había accionado el freno de alarma estaba claro que ésa era la causa de que el tren continuase tanto tiempo inexplicablemente detenido.

Nadie sabía exactamente las razones de esa detención. Algunos decían que la repentina parada había estropeado los frenos de aire comprimido; otros, que el tren se encontraba en una cuesta demasiado pronunciada y que no podría superarla si la locomotora no tomaba impulso. También circuló el rumor de que, siendo el suicida un personaje importante, el abogado que viajaba con él había pedido a la vecina estación de Kologrívovka que le enviasen testigos para redactar el atestado. Esto explicaba que el ayudante del maquinista hubiese trepado por el poste de la línea telefónica. Ya debía de estar en camino la vagoneta automóvil.

Los retretes trascendían un tufo que se trataba de sofocar con agua de colonia. Percibíase también un intenso olor a pollo asado envuelto en papel grasiento. En el vagón, unas ancianas damas de San Petersburgo, a quienes el humo de la locomotora, combinándose con sus cosméticos, había convertido, enteramente, en morenas gitanas, continuaban empolvándose, enjugándose las manos con sus pañuelos y conversando con voces estridentes. Cuando pasaban ante el compartimiento de los Gordón, envolviendo con los chales sus angulosos hombros y convirtiendo la estrechez del pasillo en un nuevo motivo de coquetería, a Misha le pareció que gruñían, o que, a juzgar por sus labios apretados, debían de gruñir:

«¡Oh, por favor! ¡Qué tremenda sensibilidad! ¡Nosotras somos muy distintas! ¡Somos intelectuales! ¡No podemos soportarlo!»

El cadáver del suicida yacía sobre la hierba, junto al terraplén. Una línea de sangre coagulada destacábase negra, como un limpio trazo que cruzaba la frente y el ojo, marcando el rostro como una tachadura. La sangre no parecía suya, derramada por él, sino algo extraño que se le hubiese aplicado en el rostro, un emplasto, una salpicadura de barro o una húmeda hoja de abedul.

El grupo de curiosos y de personas que ofrecían sus servicios cambiaba continuamente en torno al cadáver. Inclinado sobre él, sin ninguna expresión en el semblante, estaba su amigo y compañero de viaje, un hombre robusto y altanero, un animal de raza preso en una camisa empapada de sudor. A todas las preguntas respondía entre dientes, encogiéndose de hombros y sin volverse siquiera:

—Un alcoholizado. Pero ¿es posible que no se den cuenta? La más típica consecuencia del delirium tremens.

Dos o tres veces se acercó al cadáver una mujer flaca vestida con un traje de lana y pañoleta bordada. Era una viuda, la madre de los dos maquinistas, la vieja Tiviérzina, que con billete especial viajaba gratuitamente en tercera clase, junto con dos jóvenes que, silenciosas, envueltas casi hasta los pies en sus chales, la seguían como dos monjas a la superiora. El grupo infundía respeto y la gente les cedía el paso.

El marido de Tiviérzina había muerto abrasado vivo en un accidente ferroviario. La mujer se detuvo a algunos pasos del cadáver, de manera que se destacaba más allá del grupo, y, suspirando, parecía hacer comparaciones:

—Para unos es el destino —parecía decir—. Para otros es la voluntad de Dios. Este se la ha buscado... por su riqueza y su locura.

Todos los pasajeros se detenían un momento junto al cadáver, luego regresaban a sus vagones con el temor de que les robasen el equipaje.

Cuando saltaban al terraplén se desentumecían, cogían flores y estiraban un poco las piernas. Se tenía casi la impresión de que aquel lugar había surgido por arte de birlibirloque, gracias sólo a la parada, y que, si no hubiese ocurrido la desgracia, aquel prado cenagoso rodeado de pequeñas colinas, el ancho río y la hermosa casa y la iglesia en la orilla opuesta, no hubieran existido en el mundo.

Hasta el sol, que parecía también un atributo del lugar, iluminaba la escena con crepuscular moderación, acercándose casi temeroso, como hubiera podido llegarse a la vía y observar a la gente una vaca del rebaño que pastoreaba no lejos de allí.

Misha sintióse trastornado por todo lo que había sucedido y los primeros minutos lloró de compasión y espanto. Durante el largo viaje, el suicida había estado varias veces en su compartimiento y hablado extensamente con su padre. Dijo que se sentía apaciguado en aquel silencio tranquilo y puro, cerca de su mundo, e hizo a Grigori Ósipovich numerosas preguntas acerca de rentas, donaciones, quiebras y falsificaciones.

—¡Ah! ¿De manera que es así?—había dicho, asombrado, ante las explicaciones de Gordón—. Los argumentos de usted son mucho más humanos. Mi abogado piensa de otro modo: ve las cosas bajo un aspecto mucho más pesimista.

Cuando parecía haber hallado un poco de calma, su abogado y compañero de viaje venía a buscarlo desde primera clase y se lo llevaba al coche restaurante a beber champaña. El abogado era aquel hombre robusto, seguro de sí mismo, perfectamente afeitado y acicalado, que se inclinaba ahora sobre el cadáver, sin demostrar la menor sorpresa. Era inevitable pensar que la morbosa excitación de su cliente debió de convenirle por la razón que fuera.

El padre de Misha dijo que se trataba de una persona muy conocida por su riqueza, un hombre honrado, pero malgastador y ya medio irresponsable. Sin preocuparse de la presencia de Misha, le había hablado de su hijo, un chiquillo de la edad de aquél, y de su esposa difunta. Le habló después de su segunda familia, a la que también había abandonado. Al llegar a este punto, recordó algo, palideció y comenzó a divagar y rehuir las preguntas.

Demostró a Misha una extraña ternura, probablemente refleja y acaso no destinada a él. Constantemente le regalaba alguna cosa, y en las estaciones más importantes se dirigía a las salas de espera de primera clase, donde había quioscos de libros, se vendían juguetes y productos característicos de la comarca.

Bebía continuamente y se lamentaba de no poder dormir desde hacía tres meses, mientras, en los raros momentos de lucidez, pasaba por sufrimientos de los que una persona normal no podía tener idea.

Un minuto antes de morir estaba recostado en su butaca y de pronto agarró a Grigori Ósipovich de un brazo, como si quisiera decirle algo, pero no dijo nada y de nuevo corrió hacia la plataforma, pero esta vez para lanzarse del tren.

Ahora Misha examinaba la pequeña colección de minerales de los Urales, ordenados en una cajita de madera, último regalo del muerto, cuando de improviso algo llamó su atención. Una vagoneta automóvil se acercaba al tren por la otra vía. De ella se apearon el juez instructor, tocado con un birrete de escarapela, un médico y dos policías. Oyéronse frías voces apresuradas. Empezaron a hacer preguntas y tomar notas. Arriba, sobre el terraplén, los conductores y los policías transportaban fatigosamente el cadáver, deteniéndose continuamente y resbalando sobre la arena. Se rogó a los viajeros que subiera cada uno a su vagón, se dio la señal de partida y el tren se puso en marcha.

 

8

«¡Otra vez ese piojo chinchoso!», pensó Nika con rabia, moviéndose por la habitación.

Acercábanse las voces de los huéspedes. Estaba cortada la retirada. En la habitación había dos camas, la de Voskobóinikov y la suya. Sin vacilar, Nika se metió debajo de la segunda.

Oyó que lo buscaban, que lo estaban llamando en las demás habitaciones, sorprendidos de su desaparición. Luego entraron en la alcoba.

—Bueno, ten paciencia —dijo Vedeniapin—. Entra, Yura. Tal vez más tarde encuentres a tu compañero y jugarás con él.

Se pusieron a hablar de las agitaciones universitarias de San Petersburgo y Moscú, con lo cual sitiaron a Nika, durante unos veinte minutos, en su estúpido y humillante escondrijo. Por último, salieron a la terraza. Nika abrió despacio la ventana, saltó por ella y desapareció en el parque.

Aquel día se sentía raro. No había dormido por la noche. Tenía catorce años y estaba cansado de ser un niño. No pegó el ojo en toda la noche y al alba salió de casa. Estaba amaneciendo y el suelo del parque lo cubría la recortada sombra de los árboles, húmeda de rocío. La sombra no era negra, sino gris oscura, como un fieltro empapado de agua. Parecía como si el perfume embriagador de la mañana emanase precisamente de aquella sombra húmeda extendida sobre la tierra, salpicada de sutiles hojas de luz, semejantes a los dedos de una niña.

De pronto una cinta plateada de azogue, del mismo color que las gotas de rocío sobre la hierba, serpenteó a pocos pasos de él. Serpenteaba y serpenteaba sin que la tierra la absorbiese. Repentinamente, con un súbito movimiento, se echó a un lado y desapareció. Era un lución. Nika se estremeció.

Era un muchacho extraño. Cuando estaba agitado hablaba consigo mismo y en voz alta, y, como su madre, prefería los temas elevados y paradójicos.

«¡Qué bello es el mundo! —se dijo—. Pero ¿por qué está siempre lleno de dolor? Dios existe, es cierto. Pero, si existe, soy yo. Sí; yo mando —pensó, volviendo la miraba a un chopo sacudido por un estremecimiento, cuyas húmedas hojas cambiantes parecían recortadas en hojalata—. Sí; yo ordeno —y con una desesperada tensión de sus propias fuerzas no dijo, sino que con todo su ser, con toda su carne y su sangre, deseó e imaginó: «¡Inmovilízate!»

Inmediatamente el árbol se sumió, obediente, en la inmovilidad. Nika se echó a reír de alegría y corrió a bañarse en el río.

Su padre, el terrorista Demienti Dúdorov, estaba en presidio: por gracia soberana le había sido conmutada la pena de morir en la horca por la de cárcel. Su madre, una princesa georgiana, Nina Galaktiónovna, de la familia Éristov, era una mujer muy hermosa, aturdida y joven aún, siempre llena de entusiasmo por algo: por las luchas de los rebeldes, por las teorías extremistas, los artistas célebres y los pobres fracasados.

Adoraba a Nika, y de su nombre, Innokienti, había sacado numerosos diminutivos tontos y absurdamente tiernos como «Inóchek» o «Nóchenka»6, y se lo llevaba a Tiflis para que lo vieran los parientes. Lo que más había sorprendido allí a Nika fue el gigantesco árbol del patio de la casa donde pararon. Con sus hojas, que parecían orejas de elefante, protegía el patio del abrasador sol meridional, y él no podía hacerse a la idea de que era una planta y no un animal.

Para el chiquillo resultaba peligroso llevar el infamante nombre de su padre, e Iván Ivánovich, con el consentimiento de Nina Galaktiónovna, tenía la intención de presentar al soberano una solicitud pidiendo que se le permitiese a Nika adoptar el apellido de su madre.

Mientras se hallaba bajo la cama, indignado por la marcha de las cosas del mundo, pensaba también en esto: «¿Quién era el tal Voskobóinikov para inmiscuirse en sus cosas? ¡Ya le ajustaría las cuentas!»

¡Ah! Y por si fuera poco, Nadia. La circunstancia de tener quince años, ¿le daba derecho a fruncir la nariz y hablarle como a un niño? ¡La tendría buena con ella!

«¡La odio! —repitió varias veces para sí—. ¡La mataré! La invitaré a ir en mi barca y la ahogaré.»

¡Gran tipo también la madre! La verdad es que, al marcharse, le había engañado a él y a Voskobóinikov. No había ido al Cáucaso: en la primera estación había cambiado de rumbo, dirigiéndose simplemente hacia el norte y en aquellos momentos estaba disparando contra la policía al lado de los estudiantes de San Petersburgo. El tenía que pudrirse vivo en aquella estúpida fosa. Pero sería más astuto que todos ellos. Haría que Nadia se ahogase, abandonaría el liceo y se largaría para provocar una insurrección en Siberia, donde estaba su padre.

Las orillas del estanque estaban cubiertas de nenúfares. La barca hendía la densa superficie levantando un seco murmullo. Entre las hojas se transparentaba el agua como la pulpa de una sandía en el triángulo de la incisión.

El chiquillo y la muchacha comenzaron a arrancar nenúfares. Agarraban los dos la misma planta, dura y elástica como la goma, y esto les hacía encontrarse uno junto al otro y que sus cabezas chocasen. La barca parecía tirada por una cuerda hacia la orilla. Las plantas se entrelazaban encogiéndose, y las flores blancas de claros tallos, como yemas con sangre, desaparecían bajo el agua y de nuevo afloraban chorreantes.

Nadia y Nika continuaban arrancándolas, haciendo que la barca se inclinase cada vez más, tendidos uno junto a otro sobre el borde ladeado.

—Estoy cansado de estudiar —dijo Nika—. Es hora de empezar a vivir, a ganar dinero e independizarme.

—Y yo que precisamente quería pedirte que me explicaras las ecuaciones de segundo grado... Ando tan pez en álgebra que voy a perder el curso.

A Nika le pareció que las palabras de ella encerraban una alusión. Sí, era verdad: ella le tapaba la boca recordándole que era todavía un niño. ¡Las ecuaciones de segundo grado! En su clase ni siquiera se había mentado el nombre de álgebra.

Disimuló su desagrado y con estudiada indiferencia, comprendiendo al mismo tiempo la estupidez de lo que decía, le preguntó:

—¿Con quién te casarás cuando seas mayor?

—¡Oh, está todavía muy lejos eso! Probablemente con nadie. Aún no he pensado en eso.

—¡Bah! No vayas a creer que me interesa mucho.

—Entonces ¿por qué lo preguntas?

—Eres una estúpida.

Comenzaron a discutir. Nika volvió a recordar el odio que por la mañana había concebido contra las mujeres. Amenazó a Nadia con ahogarla si no dejaba de decir insolencias.

—Prueba —dijo ella.

La agarró por la cintura. Lucharon hasta que perdieron el equilibrio y cayeron al agua.

Los dos sabían nadar, pero los lirios acuáticos se les enredaban en los brazos y las piernas e impedían que tocasen el fondo. Por último, con los pies hundidos en el limo, avanzaron hacia la orilla. De los zapatos y los bolsillos les caía el agua a chorros. Nika estaba más cansado que ella.

Si algún tiempo antes, a principio de la primavera, se hubiesen visto en esta situación, sentados ambos y calados hasta los huesos después del baño, ciertamente lo habrían tomado a broma, se hubieran insultado o se hubiesen reído alegremente.

Pero ahora callaban y respiraban apenas, afligidos por la absurdidad de lo ocurrido. Nadia estaba indignada y lo demostraba con su silencio. A Nika le dolía todo el cuerpo, como si le hubiesen aplastado las costillas y apaleado las piernas y los brazos.

Por último, Nadia dijo suavemente, como una adulta:

—¡Loco!

No menos en persona mayor le respondió Nika:

—Perdóname.

Emprendieron el regreso a casa, dejando detrás una huella húmeda, como dos cubas que transportaran agua. El camino se empinaba en una cuesta polvorienta en la que abundaban las serpientes, no lejos del lugar donde Nika había encontrado el lución.

Recordó entonces la mágica exaltación de la noche, el alba y la omnipotencia de aquella mañana, cuando a su capricho daba órdenes a la naturaleza. Pensó qué podía ordenarle ahora. ¿Cuál era su mayor deseo? Le parecía que, más que cualquier otra cosa deseaba volver a caer con Nadia en el estanque. Y hubiese dado lo que fuera por saber si aquello volvería a ocurrir un día.

 

1 1 de octubre.

2 8 de julio.

3 Distrito rural de la Rusia Zarista.

4 Comisario de los distritos rurales. Elegido entre la nobleza local, gozaba de poderes administrativos y judiciales.

5 Soloviov V.S. (1853-1900), filósofo, poeta y publicista religioso ruso. Ejerció gran influencia en el idealismo y simbolismo rusos.

6 «Frailecito» o «Nochecita».

 

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