Книга «Три товарища» (Tres camaradas) на испанском языке – читать онлайн |
Роман «Три товарища» (Tres camaradas) на испанском языке – читать онлайн, автор – Эрих Мария Ремарк. «Три товарища» – одно из самых известных произведений писателя; книга была написана в 1936-м году (в это время Ремарк стал уже известным писателем по своему наиболее значимому произведению – «На Западном фронте без перемен»). Многие романы, которые написал Ремарк, позже были переведены на самые распространённые языки мира (в том числе и на испанский). Кроме того, по некоторым из них были сняты фильмы в разных странах. На этой странице предлагаем к чтению книгу «Три товарища» (Tres camaradas) на испанском языке. Другие книги самых различных жанров и направлений от известных писателей всего мира можно читать онлайн или скачать бесплатно в разделе «Книги на испанском». Для тех, кто любит слушать книги, есть раздел «Аудиокниги на испанском языке» - в нём есть аудиокниги с текстом для начинающих и аудиосказки для детей. Тем, кто изучает испанский язык по фильмам или просто любит смотреть кино Испании и стран Латинской Америки, будет интересен раздел «Фильмы и мультфильмы на испанском языке». Если вы хотите изучать испанский с преподавателем или носителем языка, то вас заинтересует информация на странице «Испанский по скайпу».
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Tres camaradas
I. El cielo era amarillento, como de latón; no lo ennegrecían aún las humaredas de las fábricas tras cuyos tejados brillaba con gran luminosidad. Pronto saldría el sol. Miré la hora. No eran aún las ocho. Había llegado con quince minutos de anticipación. Abrí el portón y preparé el surtidor de gasolina, porque a aquella temprana hora se detenían siempre algunos vehículos para repostar. De improviso oí a mis espaldas broncos chirridos, como si alguien enroscara bajo tierra una herrumbrosa tuerca. Me detuve unos instantes y tendí el oído. Luego desanduve el camino hacia el taller, crucé de nuevo el patio y abrí la puerta con gran cautela. Efectivamente, en aquel penumbroso recinto vagaba un espectro. Iba cubierto con una mugrienta pañoleta blanca, llevaba delantal azul y felpudas zapatillas, balanceaba una escoba y pesaba sus buenos noventa kilos: era nuestra asistenta, Matilde Stoss. Me detuve un momento para contemplarla. La rolliza figura zigzagueaba entre los radiadores con la gracia de un hipopótamo; mientras tarareaba el himno de los leales húsares. Sobre la mesa junto al ventanal había dos botellas de coñac. Una estaba casi vacía. La tarde anterior la vi llena, y, por cierto, olvidé de guardarla bajo llave. —Pero…, ¡señora Stoss! —exclamé. El canto se interrumpió. La escoba cayó al suelo. Esfumóse su sonrisa de bienaventuranza. Entonces el espectro fui yo. —¡Jesu… cristo! —balbuceó Matilde mirándome estupefacta, con ojos enrojecidos—. No lo esperaba tan pronto… —Es comprensible. ¿Le ha gustado? —¡Ah, eso si! Pero me siento muy confusa —murmuró restregándose los labios—. Francamente aplastada… —Vamos, no exagere. Sólo está repleta. ¡Repleta como una cuba! Matilde se enderezó con visible esfuerzo. Su mostacho temblequeó, y sus párpados trepidaron cual los de una añosa lechuza. No obstante, la mujer logró rehacerse poco a poco y, por fin, dio resueltamente un paso. —Señor Lohkamp —dijo, muy digna—, todos los humanos tenemos nuestras flaquezas. Primero lo olfateé tan sólo…, luego tomé un sorbito… porque padezco constantemente flojera de estómago, ¿sabe?, y entonces Satán debió de incitarme. ¡Es injusto dejar botellas por ahí para tentar a una pobre mujer! No era la primera vez que la encontraba así. Venía dos horas cada mañana para limpiar el taller; uno podía dejar tanto dinero como quisiera a su alcance con la certeza absoluta de que no lo tocaría…, pero la buena mujer husmeaba el licor cual una rata el tocino. Levanté la botella y la examiné al trasluz. —Naturalmente, no ha probado el coñac reservado para los clientes — comenté—. Ha preferido consumir el bueno, el del señor Koester. Una socarrona mueca transfiguró fugazmente las marchitas facciones de Matilde. —Soy conocedora de todo lo bueno. Pero…, no me delatará, ¿verdad, señor Lohkamp? Soy una viuda indefensa. Moví negativamente la cabeza. —Hoy no. —Entonces me largo sin tardanza. Si apareciese ahora el señor Koester…, ¡caracoles, Dios me libre! —Aguarde un instante, Matilde —le dije mientras me encaminaba a la alacena y la abría. Ella se me acercó presurosa, con pesado contoneo. Enarbolé ante sus ojos una botella cuadrangular de color pardusco. Matilde alzó ambas manos en señal de protesta. —¡Eso no lo he hecho yo, palabra de honor! ¡No la he tocado siquiera! —Lo sé, lo sé —dije. Y le llené un vaso hasta el borde. —¿Conoce usted esto? —¡Cómo no! —contestó relamiéndose—. ¡«Ron Jamaica»! ¡Y de lo más añejo! —Magnífico. Entonces…, ¡adentro con el vaso! —¿Quién, yo? —Matilde dio un salto atrás—. ¡Eso es demasiado señor Lohkamp! ¡Me siento como en ascuas! La vieja Stoss apura furtivamente su coñac…, ¡y encima la invita usted a un ron! ¡Es un verdadero santo…, no cabe duda! ¡Prefiero morir antes que aceptarlo! —Bueno, siendo así… —murmuré, haciendo ademán de retirar el vaso. —Pero…, ¡si insiste! —exclamó ella agarrándolo diligentemente—. Una debe aprovechar lo bueno cuando se le ofrece…, aunque no lo entienda. ¡A su salud! ¿Acaso celebra hoy su cumpleaños…? —Exacto, Matilde. Ha acertado. —¡Cómo! ¿De verdad? —exclamó cogiéndome la mano y sacudiéndola con entusiasmo—. ¡Muchas felicidades! ¡Y también mucho dinero, señor Lohkamp! —Seguidamente se frotó los labios. —Estoy tan conmovida… que necesito por fuerza otro trago. Máxime cuando lo quiero como a un hijo. —Está bien. Le serví un segundo vaso. Ella lo vació de golpe y abandonó el taller cubriéndome de alabanzas.
Devolví la botella a su escondite y tomé asiento ante la mesa. Un pálido sol penetró por la ventana y me iluminó las manos. ¡Vaya cumpleaños! Era para mí una sensación extraña aun cuando no quisiera darle importancia. ¡Treinta años ya…! En otros tiempos —me dije— no esperaba llegar a cumplir jamás los veinte. ¡Cuán distante parecía todo aquello! Y ahora… Saqué una cuartilla del cajón y empecé a hacer cálculos. La infancia, el colegio…, vivencias perdidas en fechas tan remotas, que ya no parecían ni siquiera reales. La verdadera vida no se inició hasta 1916. Por aquellos entonces yo era un recluta de dieciocho años, enteco y larguirucho; hacía instrucción a las órdenes de un mostachudo oficial en los eriales detrás del cuartel. ¡Cuerpo a tierra y carrera, mar…! Una de aquellas tardes se presentó mi madre en el cuartel para visitarme; pero hubo de esperar una hora larga. Yo no había preparado mi mochila como disponía el reglamento y, por tanto, se me había castigado a limpiar las letrinas durante el paseo. Ella quiso ayudarme pero no se lo permitieron. Mi madre lloró amargamente, y yo sentí tanto cansancio que me quedé dormido a su lado. 1917: Flandes. Middendorf y yo Habíamos comprado una botella de tinto en la cantina. Queríamos celebrarlo. Sin embargo, no nos dio tiempo. Hacia el alba, los ingleses desencadenaron un intenso cañoneo. Al mediodía, Koester cayó herido; Meyer y Deters murieron por la tarde. Hacia el anochecer, cuando creímos tener ya la suficiente tranquilidad como para descorchar la botella, llegó el gas y se filtró entre los refugios subterráneos. Tuvimos el tiempo justo para ponemos las máscaras, pero la de Middendorf estaba averiada. Cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde. Mientras se la quitaba y buscaba una nueva, aspiró tanto gas que no tardó mucho en vomitar sangre. Murió a la mañana siguiente: tenía el rostro verdinegro y la garganta lacerada, pues había intentado abrírsela con las uñas para aspirar aire. 1918: estancia en el hospital de sangre. Dos o tres días antes había llegado un nuevo convoy. Vendas de papel. Heridas atroces. Los quirófanos ambulantes se pasaron yendo y viniendo todo el día. Y regresaron vacíos muchas veces. Junto a mí yacía Josef Stoll. Le faltaba una pierna, pero él no lo sabía aún. Además, no podía verlo porque la manta descansaba sobre un armazón de alambre. Y tampoco lo habría creído si se lo hubiesen dicho, pues sentía mucho dolor en un pie inexistente. Por la noche expiraron dos heridos en nuestra sala. Uno lo hizo con extremada lentitud y laboriosidad. 1919: vuelta a casa. Revolución. Hambre. Afuera, el incesante tableteo de las ametralladoras. Soldados contra soldados. Camaradas contra camaradas. 1920: insurrección. Fusilamiento de Karl Broeger. Arresto de Koester y Lenz. Mi madre, hospitalizada. Ultima fase del cáncer. 1921… Me detuve a reflexionar. No saqué nada en limpio. Sencillamente, aquel año se había esfumado de mi memoria. Fui ferroviario en Turingia durante 1922 y jefe de publicidad en una fábrica de caucho durante 1923. Esto último coincidió con la inflación. Allí gané mensualmente doscientos billones de marcos. Entonces cobrábamos dos veces cada día, y a renglón seguido se nos concedía media hora de permiso para que corriéramos hacia las tiendas y compráramos todo lo posible antes de que apareciese la nueva cotización del dólar, porque si nos retrasábamos unos minutos, nuestro dinero valdría sólo la mitad. ¿Qué aconteció después…, en los años siguientes? Dejé caer el lápiz. Era inútil calcular. No recordaba a ciencia cierta nada de lo ocurrido. Todo resultaba demasiado confuso. Celebré mi último cumpleaños en el «Café Internacional». Allí fui pianista animador durante un año largo. Por aquellas fechas me encontré nuevamente con Koester y Lenz. Y ahora sentado aquí, en el Aurewe: «Auto-Reparatur-Werkstatt Koester & Co». Aunque este Co éramos Lenz y yo, el taller pertenecía exclusivamente a Koester, quien otrora había sido condiscípulo y, más tarde, jefe de nuestra Compañía; luego se hizo piloto aviador, seguidamente estudió durante algún tiempo, a continuación fue piloto de carreras… y, por último, compró esta covachuela. Primero llegó aquí Lenz, quien había pasado años en Sudamérica; después, yo. Saqué un pitillo del bolsillo. Verdaderamente debería sentirme satisfecho. No me iba mal, tenía trabajo, poseía fortaleza, no me derrengaba fácilmente, era un hombre sano tal como se entiende este concepto. Sin embargo, parecía preferible no cavilar demasiado sobre la cuestión. Particularmente si se sentía uno solo. Y menos todavía por las noches…, porque entonces solían surgir apariciones del pasado para mirarte de hito en hito con ojos mortecinos. Ahora bien, contra eso había un gran remedio: el aguardiente. Se oyó chirriar el portón. Me apresuré a romper la cuartilla que encuadraba aquellas fechas memorables de mi vida y arrojé los fragmentos a la papelera. La puerta se abrió de golpe. En su marco apareció Gottfried Lenz…, enjuto, larguirucho, con melena de color pajizo y una nariz que parecía haber sido destinada a un hombre completamente distinto. —¡Robby! —rugió—. ¡Viejo truhán! ¡Incorpórate y despabílate! ¡Tus superiores quieren hablar contigo! —¡Dios todopoderoso! —exclamé levantándome—. ¡Tuve la esperanza de que no os acordaseis! ¡Tened misericordia, bergantes! —¡Tal vez te siente bien esto! —Gottfried dejó caer sobre la mesa un paquete en cuyo interior tintineó algo. Koester llegó pisándole los talones. Lenz se irguió ante mí y preguntó: —Dime, Robby, ¿quién ha sido la primera persona a la que encontraste esta mañana? Tras breve cavilación, repuse: —Una mujer vieja y danzante. —¡San Moisés! ¡Es un pésimo presagio! Pero escucha tu horóscopo. Lo compuse ayer mismo. Eres un nativo de Sagitario, un individuo poco fiable, una paja al viento con sospechosos trígonos en Saturno y un Júpiter sumamente deteriorado este año. Puesto que Otto y yo representamos el papel de tus padres, te entrego primeramente algo a modo de protección. ¡Toma este amuleto! Antaño me lo traspasó una descendiente de los incas. Tenía sangre azul, pies planos, piojos y un don especial para adivinar el porvenir. «Extranjero de piel blancuzca —me dijo—, esto lo han llevado muchos reyes, tiene el poder del Sol, la Luna y la Tierra…, por no mencionar los planetas menores. Será tuyo si me das un dólar de plata para comprar aguardiente». Ahora te lo transfiero; así se prolongará esa cadena de la fortuna. Él te protegerá y pondrá en vergonzosa fuga a tu adverso Júpiter. —Diciendo esto, me colgó del cuello una sutil cadena con una figurilla negruzca—. ¡Eso es! Y aquí hay otra cosa para combatir un engorro todavía peor: la faena cotidiana. ¡Otto te obsequia con seis botellas de ron… dos veces más viejas que tú! Mientras hablaba, deshizo el paquete y alineó las botellas bajo el sol matinal. Despidieron cálidos destellos, como si fueran de ámbar. —Tienen un aspecto formidable —dije—. ¿Dónde las conseguiste, Otto? Koester contestó riendo: —Es una cuestión algo complicada. Demasiado largo para explicarla. Pero dime, ¿cómo te sientes con tus treinta años? Hice un gesto despectivo. —Como si tuviera quince y cincuenta a un tiempo. Nada especial. —¿Y a eso le llamas nada especial? —terció Lenz—. Es lo más sublime que pueda ocurrirte. Has triunfado soberanamente del tiempo y vives por duplicado. Koester me examinó escrutador. —Déjalo en paz, Gottfried —dijo al fin—. Los cumpleaños ejercen una enorme presión sobre la dignidad personal. Particularmente, temprano por la mañana. Ya se recobrará más tarde. Lenz entornó los ojos. —Cuanta menos dignidad personal tiene un hombre, tanto más vale, Robby. ¿No te consuela eso un poco? —No —repliqué—. Absolutamente, no. Cuando un ser humano acaba valiendo algo, sigue siendo todavía su propio símbolo. Ello me resulta ímprobo y tedioso. —Ahora está filosofando el hombre, Otto —exclamó Lenz—. ¡Se ha salvado! ¡Ha superado el momento crítico! Ese momento del cumpleaños cuando uno se mira fijamente las pupilas y descubre que es un lamentable desecho. Ya podemos emprender sin resquemor la tarea cotidiana. Engrasemos las entrañas del viejo «Cadillac».
Trabajamos afanosamente hasta el crepúsculo. Luego nos lavamos y cambiamos de ropa. Lenz lanzó una codiciosa mirada a la hilera de botellas. —¿Le rompemos el cuello a una? —Eso debe decidirlo Robby —dijo Koester—. No es elegante abrumar al festejado con indirectas tan obvias. Compréndelo, Gottfried. —Todavía es menos elegante dejar morir de sed a los festejadores — gruñó Lenz mientras descorchaba una botella. El aroma se difundió inmediatamente por todo el taller. —¡San Moisés! —gritó Gottfried. Todos olfateamos con ansia. —Fantástico, Otto. Sería preciso recurrir a la gran poesía lírica para encontrar un símil digno. —¡Lástima que estemos en este tenebroso tenducho! —murmuró Lenz. Y de pronto exclamó—: ¡Se me ocurre algo! Hagamos una pequeña excursión, cenemos en cualquier parte y llevemos las botellas con nosotros. ¡En la naturaleza abierta del buen Dios las consumiremos hasta las heces! —Formidable. Así pues, apartamos a un lado el «Cadillac» cuya reparación nos había ocupado toda la tarde; tras él apareció un singular objeto sobre ruedas. Era el «bólido» de Otto Koester y el orgullo del taller. Tiempo atrás, Koester había adquirido en cierta subasta el vehículo —una vieja cafetera de alta borda— por un mendrugo o poco menos. Los expertos que procedieron entonces a su examen lo encasillaron, sin titubear, como una pieza interesante para cualquier museo de automovilismo. El comerciante Bollwies —quien poseía una fábrica de confecciones para señora y era piloto aficionado—, aconsejó a Otto que lo transformara en una máquina de coser. Pero Koester no se arredró. Desmontó el automóvil como si fuera un reloj de bolsillo y trabajó durante meses hasta altas horas de la noche en su reconstrucción. Un buen día por la tarde se presentó con el carricoche ante el bar donde solíamos reunirnos. Bollwies casi se cayó de la risa cuando lo vio por segunda vez, pue verdaderamente el vehículo había conservado todo su cómico aspecto. Queriendo gastarle una broma a Otto, le propuso una apuesta. Doscientos marcos contra veinte si Koester aceptaba una carrera con su nuevo automóvil deportivo: recorrido de diez kilómetros, y mil metros de ventaja para el coche de Otto. Koester aceptó la apuesta, y todo el mundo soltó grandes risotadas previendo un divertido espectáculo. Pero él hizo algo más: adoptando una expresión inescrutable, rechazó la ventaja ofrecida y aumentó la postura a mil marcos contra otros mil. Atónito, Bollwies le preguntó si no querría que lo acompañase hasta el manicomio más próximo. En respuesta, Koester puso en marcha su motor. Ambos arrancaron inmediatamente para dilucidar la cuestión. Media hora después, Bollwies regresó pasmado, como si hubiese visto la serpiente de mar. Extendió el cheque sin decir palabra y luego rellenó otro. Quiso comprar sobre la marcha aquel artefacto. Pero Koester lo desengañó con una carcajada burlona: él no vendería su obra aunque le ofreciesen todo el dinero del mundo. Pero el coche seguía teniendo una línea calamitosa, por muy impecable que fuera su interior. Para el uso diario le habíamos agenciado una carrocería singularmente anticuada, que le venía al pelo: barniz deslustrado, guardabarros con grietas y una capota cuya antigüedad se cifraba en diez años bien contados. Desde luego podríamos haberlo hecho algo mejor; pero tuvimos una razón bien fundada para no hacerlo. El coche se llamaba «Carlos». «Carlos», el fantasma de las calzadas.
«Carlos» rodaba jadeante a lo largo de la calzada. —Otto —dije—. Ahí llega una victima. Detrás de nosotros se oyeron los impacientes bocinazos de un macizo «Buick». El vehículo nos alcanzó velozmente. Pronto estuvieron ambos radiadores a la misma altura. El hombre ante el volante nos miró con indiferencia. Luego escudriñó de arriba abajo al lastimoso «Carlos» y, por fin, miró de nuevo hacia el frente, olvidándonos por completo. Pocos segundos después comprobó qué «Carlos» seguía emparejado con su soberbio coche. Entonces se enderezó un poco sobre el asiento, nos lanzó una mirada irónica y dio más gas. Pero «Carlos» no cejó. Pequeño y vivaz, se mantuvo junto a la rutilante locomotora de níquel y laca, cual un terrier junto a un dogo. El hombre asió con más fuerza el volante y frunció burlonamente los labios sin sospechar nada. Ahora se proponía a todas luces demostramos la formidable capacidad de su «carro». Pisó con tal energía el acelerador, que el escape «trinó» cual un campo repleto de alondras en pleno estío. Sin embargo, le sirvió de poco; no nos adelantó ni un centímetro. Cual un alucinado, «Carlos» se mantuvo en su flanco con una facilidad detestable. El hombre nos contempló consternado. Le pareció inconcebible que no pudiera desembarazarse de aquel armatoste a cien kilómetros y pico por hora. Luego miró receloso el cuentakilómetros como si temiese una avería. Y entonces pisó a fondo el acelerador. Los dos coches se lanzaron emparejados por la larga recta. Apenas recorridos doscientos metros apareció un camión en dirección contraria, y el «Buick» hubo de colocarse a nuestras espaldas para evitar el topetazo. No bien se hubo nivelado otra vez con «Carlos», se le aproximó de frente una carroza funeraria con coronas al viento y tuvo que ceder nuevamente el paso. Por fin, el horizonte quedó despejado. Entretanto, el conductor había perdido toda su arrogancia, parecía encolerizado, apretaba los labios encorvándose sobre el volante…, le dominaba la fiebre de la competición. Repentinamente, su honor dependía de una sola cosa: no dejarse humillar a ningún precio por aquel pegajoso gozquillo. Nosotros, por el contrario, fingíamos absoluta indiferencia en nuestros asientos. El «Buick» no parecía existir para ninguno de los tres. Koester miraba plácidamente la carretera, yo husmeaba el viento con gesto indolente, y Lenz, aunque por dentro un verdadero manojo de nervios, ojeaba su periódico como si la lectura de aquellas líneas fuera lo más importante del mundo. Pocos minutos después Koester nos guiñó. «Carlos» perdió imperceptiblemente velocidad y el «Buick» nos adelantó poco a poco. Por fin, sus anchos y relucientes guardabarros desfilaron ante nuestra vista. El escape nos lanzó azuladas humaredas al rostro. Cuando ya había conseguido distanciarse de nosotros unos veinte metros, surgió el rostro del conductor por la ventanilla —como ya lo habíamos supuesto— y nos sonrió con expresión de triunfo. El hombre creyó habernos vencido. Pero no quiso dejarlo ahí. Le fue imposible resistir la tentación de ofrecemos un desquite. Hizo señas invitándonos a pasarle. Se permitió incluso adoptar una actitud entre condescendiente y triunfalista. —¡Otto! —exclamó Lenz en tono admonitorio. Pero tal indicación fue innecesaria. En ese mismo instante, «Carlos» dio un gran salto adelante. Su compresor silbó iracundo…, y súbitamente la mano invitadora desapareció de la ventanilla, pues «Carlos» había aceptado el reto y se le aproximaba a toda marcha. Es más, parecía incontenible y estaba recuperando sin demora el terreno perdido. Entonces fue cuando nos fijamos por vez primera en el coche vecino. Lanzamos miradas interrogantes e inocentes al hombre del volante: queríamos saber por qué nos hacía señas. Pero como él desviara rígidamente la vista hacia el lado opuesto, «Carlos» recibió todo el gas. Unos instantes después, cubierto de barro y con alerones flotantes, se despegó cual un victorioso verraco. —Bien hecho, Otto —dijo Lenz—. A ese individuo se le indigestará hoy la cena. Tales cacerías eran nuestra bien fundada razón para no cambiar la carrocería de «Carlos». Le bastaba dejarse ver en la carretera para que todo el mundo intentara inmediatamente darle caza. Los demás automóviles reaccionaban en su presencia como lo haría una manada de gatos hambrientos ante una corneja aliquebrada. «Carlos» incitaba a la persecución incluso entre los pacíficos coches de familia, y hasta los barbudos más comodones se dejaban arrebatar por el espíritu de competición cuando veían danzar ante sus ojos el trepidante chasis. ¿Quién hubiera sospechado que bajo esa ridícula cubierta latía el noble corazón de un motor de carreras? Según aseveraba Lenz, «Carlos» surtía efectos educativos entre las gentes. Los enseñaba a comportarse respetuosamente ante el genio creador que suele anidar en muchas envolturas anodinas. Eso decía Lenz, quien afirmaba ser asimismo el último romántico. Hicimos alto ante una pequeña hostería y saltamos del coche. Era un tranquilo y hermoso atardecer. Los surcos de los sembrados irradiaban resplandores violáceos. Las aristas despedían reflejos dorados y pardos. En el cielo de color verde manzana navegaban, cual inmensos flamencos, unas rotundas nubes dando escolta a la afilada hoz de la Luna creciente. Un avellano acunaba al crepúsculo en sus brazos de conmovedora desnudez, aunque cargados ya con prometedores brotes. Desde la sencilla hostería llegaba hasta nosotros el aroma de hígado asado. También había cebollas. Y eso ensanchaba el corazón. Lenz se precipitó hacia la casa en pos del olor. Pronto regresó transfigurado. —¡Deberíais ver esas patatas asadas! ¡Apresurémonos…, no sea que desaparezca lo mejor! En ese momento se oyó el ronroneo de otro motor. Quedamos petrificados. ¡Era el «Buick»! Se detuvo, con gran rechinamiento de frenos, junto a «Carlos». —¡Atiza! —exclamó Lenz. Esta cuestión y otras similares nos habían acarreado ya frecuentes pendencias. El conductor descendió. Era un individuo fornido, de gran estatura, llevaba un holgado raglán pardo de piel de camello. Con evidente mal humor lanzó una mirada oblicua a «Carlos»; luego se quitó unos gruesos guantes amarillos y se nos acercó. —¿Qué extraño modelo es ese coche suyo? —preguntó con expresión avinagrada a Koester, que era el más próximo. Durante un rato, los tres lo miramos en silencio. Seguramente nos tomaba por mecánicos endomingados corriéndose la juerga con un vehículo de propiedad ajena. —¿Se dirige a mi? —inquirió, por fin, Otto fingiendo incertidumbre, como si quisiera sugerirle la conveniencia de emplear modales más corteses. El hombre enrojeció. —Le hecho una pregunta acerca de ese coche —masculló sin cambiar de tono. Lenz se irguió. Su protuberante nariz tembló levemente. Él concedía enorme importancia a la cortesía del prójimo. Pero cuando se disponía a dar una cumplida réplica, abrióse inopinadamente la segunda portezuela del «Buick» como si la empujara una mano espectral; luego se deslizó afuera un esbelto pie, lo siguió una rodilla no menos esbelta y, finalmente, apareció una muchacha, que avanzó parsimoniosamente hacia nosotros. La miramos alelados. Durante la reciente pugna automovilística no habíamos percibido que hubiese un segundo ocupante en aquel coche. Lenz cambió de actitud al instante. Una ancha sonrisa iluminó su pecoso rostro. Los tres sonreímos a la vez…, ¡quién sabe por qué diablos lo haríamos! El gordinflón nos miró perplejo. Perdió aplomo a todas luces; aparentemente, no supo cómo solucionar la cuestión. —Me llamo Binding —dijo, por fin, haciendo una leve inclinación, como si buscara apoyo en su apellido. Entretanto, la muchacha se había detenido muy cerca de nosotros. Nuestra afabilidad se acrecentó. —Enséñale el coche, Otto —dijo Lenz a Koester con una mirada elocuente. —¿Por qué no? —exclamó Otto devolviéndole, regocijado, la mirada. —A decir verdad me gustaría mucho examinarlo —dijo Binding mostrándose ya más conciliador—. Debe de ser endiabladamente rápido para borrarme así del mapa. Ambos se encaminaron hacia el aparcamiento, y Koester descubrió el motor de «Carlos». La muchacha no los acompañó. Esbelta y silenciosa en el crepúsculo vespertino, permaneció junto a nosotros dos. Yo esperé que Gottfried aprovechara la feliz oportunidad para dispararse como una bomba. Él siempre sabía sacar partido de semejantes situaciones. Y, sin embargo, esta vez parecía haber perdido el habla. Usualmente se pavoneaba como un grigallo, pero ahora semejaba un monje carmelita de vacaciones. No se atrevía siquiera a pestañear. Por último decidí hablar yo. —Discúlpenos —dije—. No la vimos en el coche. De lo contrario nos habríamos guardado mucho de hacer semejante estupidez. La muchacha me miró. —¿Por qué? —repuso sosegada, con una voz de timbre asombrosamente bajo—. Al fin y al cabo, la cosa no fue tan grave. —No, grave no, pero tampoco demasiado decente. Ese coche puede correr a doscientos kilómetros por hora. Ella se inclinó un poco hacia delante, metiendo ambas manos en los bolsillos del abrigo. —¿Doscientos kilómetros? —Para ser exactos —puntualizó enorgulleciéndose Lenz disparando las palabras como pistoletazos—, ciento noventa y ocho coma dos, según el cronometraje oficial. La joven soltó una carcajada. —¡Y nosotros calculábamos sesenta o setenta a lo sumo! —¿Lo ve…? —dije—. Eso no podían saberlo ustedes. —No —repuso ella pensativa—. Realmente no podíamos suponerlo. Según creímos, el «Buick» debía de ser dos veces más rápido que su coche. —Claro —murmuré apartando con el pie una rama seca—. Pero nosotros teníamos una gran ventaja sobre ustedes. Tal vez eso haya enfurecido algo al señor Binding. Ella se rió. —Así fue durante un buen rato. Pero uno debe saber perder también. De lo contrario… ¿cómo se podría vivir? —Cierto… Luego se hizo un gran silencio. Miré de reojo a Lenz. Sin embargo, el último romántico me dejó en la estacada; limitóse a gesticular entre contorsiones de su apéndice nasal. Los abedules murmuraron algo. Una gallina cacareó detrás de la casa. —Hace un tiempo magnifico —dije, por fin para romper el silencio. —Sí, estupendo —convino la muchacha. —¡Y tan templado…! —agregó Lenz. —Casi demasiado templado para esta época —murmuré como un eco. Hubo otra larga pausa. Probablemente la muchacha nos estaría tomando por dos imbéciles; pero a pesar de mi empeño no se me ocurrió nada. Lenz olfateó los aromas circundantes. —Manzanas asadas —dijo emocionado—. Al parecer hay manzanas asadas, además del hígado. Exquisito bocado. —Sin duda —gruñí profiriendo algunas maldiciones inaudibles contra ambos, él y yo. Por fin regresaron Koester y Binding. A éste le habían bastado esos breves minutos para convertirse en un hombre distinto. Parecía ser uno de eso automovilistas maníacos que sólo se sienten felices cuando encuentran un experto con quien discutir. —¿Cenamos juntos? —preguntó el hombre. —¡De acuerdo! —le contestó Lenz. Pasamos al interior. Bajo el dintel, Gottfried me hizo un guiño y señaló con la cabeza hacia la chica. —Oye, esa moza te compensa diez veces como mínimo por la mujer vieja y danzante de esta mañana. Me encogí de hombros. —Tal vez… Pero ¿por qué me has dejado decir tantas idioteces? Él respondió riendo: —¡Tarde o temprano debes aprender, chiquito! —Ya no tengo ninguna gana de aprender nada —le repliqué. Luego seguimos el camino de los otros. Mientras tanto, ellos ya se habían sentado a la mesa. Precisamente llegaba entonces la hostelera con el hígado y las patatas asadas. Traía, además como aperitivo, una enorme botella de aguardiente de trigo. Binding se mostró como un orador de elocuencia verdaderamente torrencial. Fue sorprendente todo cuanto conocía y quería decir sobre automóviles. Su afectuoso entusiasmo no reconoció límites apenas supo que Otto había participado también en algunas carreras. Lo observé con más atención. Era un sujeto robusto, voluminoso, de rostro apoplético encuadrado por espesas cejas; algo jactancioso, algo turbulento y, probablemente, bonachón como casi todos los que triunfan en la vida. No me fue difícil imaginar que el hombre se contemplaría cada noche con seriedad, dignidad y respeto en un espejo antes de irse a dormir. La muchacha estaba sentada entre Lenz y yo. Se había quitado el abrigo; debajo llevaba un vestido gris de tela inglesa. Se protegía el cuello con un pañuelo blanco, anudado como una corbata de amazona. Su cabello castaño y sedoso tenía un brillo ambarino bajo el resplandor de las lámparas. Aunque su espalda era muy esbelta, estaba algo encorvada; sus manos eran delgadas, de dedos excepcionalmente afilados y más bien huesudos. El rostro era cenceño y pálido, pero los inmensos ojos le comunicaban una energía casi pasional. Opiné para mis adentros que la chica tenía excelente aspecto, pero no forjé ningún proyecto acerca de ello. Por el contrario, Lenz, exteriorizó ahora una inopinada fogosidad. Se transformó totalmente, en comparación con su actitud anterior. Su pajiza pelambrera se agitó resplandeciente como el penacho de una abubilla. Disparó infinitas ingeniosidades cual fuegos de artificio: en suma, dominó la tertulia junto con Binding. Yo me mantuve callado e hice poca cosa para hacerme notar; a lo sumo, pasar alguna fuente u ofrecer cigarrillos. Y discutir con Binding. Esto sí lo hice a menudo. Lenz se golpeo de improviso la frente: —¡El ron! ¡Robby, ve a buscar nuestro ron del cumpleaños! —¿Cumpleaños? —inquirió la muchacha—. ¿Celebra alguien su cumpleaños? —Yo —dije—. Se me está persiguiendo todo el día con ese endiablado cumpleaños. —¿Persiguiendo? Entonces, ¿no le gusta que le feliciten? —Sí, ¡cómo no! —repuse—. Las felicitaciones son otra cosa. —Bueno…, pues ¡muchas felicidades! Durante un instante estreché la mano de ella y sentí su presión cálida, pero mesurada. Luego, marché en busca del ron. Alrededor del pequeño hostal se extendía, inmensa y silenciosa, la noche. Me acerqué a nuestro coche; sus asientos de cuero estaban húmedos. Permanecí inmóvil un buen rato contemplando el horizonte, allá donde los rojizos resplandores de la ciudad iluminaban el cielo. Me hubiera gustado quedarme allí más tiempo, pero pronto se dejaron oír las llamadas de Lenz. Binding no aguantó bien el ron. Todo el mundo pudo comprobarlo después del segundo vaso. Por fin salió tambaleándose al jardín. Entonces, yo me levanté y acompañé a Lenz hasta el mostrador. Pidió una botella de ginebra. —Estupenda chica ¿verdad? —dijo. —No lo sé exactamente, Gottfried —contesté—. No me he fijado mucho. Me escudriñó largamente con sus ojos de un azul irisado y, por fin, sacudió la rutilante cabeza. —Dime, chiquito, ¿cuál es tu finalidad en la vida? —Eso es algo que yo quisiera saber también. Lenz soltó una carcajada. —¡Lo creo! Uno no resuelve tan fácilmente esas cosas. Mas por lo pronto intentaré averiguar cuál es la relación entre esa chica y el orondo catálogo automovilístico que está ahí fuera. Diciendo esto, se encaminó hacia el jardín en busca de Binding. Poco tiempo después regresaron ambos al mostrador. Indudablemente, la reseña debió de haber sido satisfactoria, pues Gottfried, quien al parecer había visto ya vía libre, trabó amistad con Binding, dando muestras de un entusiasmo arrollador. Entre ambos vaciaron la botella de ginebra, y una hora después se tuteaban alegremente. Cuando Lenz estaba de buen humor, ejercía siempre una atracción difícilmente resistible. Ni él mismo podía resistirla. Catequizó literalmente a Binding, y poco después ambos estaban entonando canciones guerreras bajo la fronda. El último romántico se había olvidado por completo de la muchacha. Nosotros tres nos quedamos en el comedor. Repentinamente, todo quedó en silencio. El reloj de la Selva Negra dejó oír su tictac. La hostelera retiró el servicio mirándonos con expresión maternal. Ante la chimenea se desperezó un lebrel pardo; en su sueño lanzó algunos ladridos sordos, agudos y lastimeros. Afuera, el viento desfiló ante las vidrieras. Jirones de las tonadas soldadescas lo acompañaron en su vuelo, y entonces tuve la impresión de que el pequeño recinto se remontaba en la noche y nos transportaba a través de los años, haciéndonos evocar muchos recuerdos. Aquélla fue una atmósfera extraña. El tiempo pareció quedar en suspenso, ya no fue una corriente que llegaba de la oscuridad y marchaba hacia la oscuridad sino un mar donde se reflejara quedamente la vida. Levanté mi vaso. El ron centelleó. Recordé aquellas anotaciones que había hecho por la mañana en el taller y sentí cierta tristeza, pues yo no representaba ya aquello. Todo es igual… mientras se vive. Miré a Koester. Le oí hablar con la muchacha, pero no atendí a su conversación. Noté el efecto de la incipiente embriaguez, ese ardor aterciopelado que te reconforta y que siempre me ha encantado porque presta una apariencia de aventura a lo incierto. Fuera, Lenz y Binding entonaban ahora la canción del Argonnerwald. Junto a mí hablaba la joven desconocida, con aquella voz tan peculiar…, opaca, excitante y algo ronca. Vacié el vaso. Los otros dos entraron de nuevo. El aire fresco los había despejado bastante. Nos dispusimos para la partida. La muchacha hizo ademán de ponerse el abrigo y yo la ayudé. Se me acercó mucho, distendiendo los hombros con flexibilidad, la cabeza echada hacia atrás y algo ladeada, la boca ligeramente entreabierta y sonriendo hacia el techo…, una sonrisa que no parecía destinada a nadie. Dejé caer un momento el abrigo. ¿Dónde había puesto yo los ojos durante toda la velada? ¿Acaso me habría dormido? Súbitamente comprendí el entusiasmo de Lenz. Ella se volvió a medias con expresión interrogadora. Levanté rápidamente el abrigo y lancé una ojeada hacia Binding, quien, rojo como una guinda y con mirada todavía algo vidriosa, se mantenía de pie junto a la mesa. —¿Cree que está en condiciones de conducir? —pregunté. —Así me parece… Continué mirándola sin pestañear. —Si no se siente muy seguro, uno de nosotros puede coger el volante. Ella sacó su polvera y la abrió. —No hay cuidado —dijo—. Conduce mucho mejor cuando está bebido. —Mucho mejor y probablemente con más imprudencia —repuse. Ella me observó por el borde de su pequeño espejo. —Esperemos que todo vaya bien —dije—, lo cual fue una pequeña exageración, porque Binding se sostenía con bastante firmeza sobre sus piernas. Pero yo quise hacer algo para no dejarla escapar así de mi vida. —¿Puedo telefonearle mañana? Me gustaría saber cómo ha ido todo — dije. Ella no respondió inmediatamente. —Nosotros hemos contraído cierta responsabilidad con nuestras repetidas rondas —agregué—. Y, sobre todo yo, con mi ron de cumpleaños. La chica se rió. —Está bien…, si lo desea. Westen 2796. Apenas salimos, anoté el número. Presenciamos la marcha de Binding y bebimos todavía una última copa. Luego «Carlos» salió disparado a través de la ligera niebla marceña. Respiramos aprisa; la ciudad nos salió al encuentro centelleante y fluctuante en la neblina; entre sus vapores surgió, cual un barco luminoso y abigarrado el «Bar Freddy». Echamos allí el ancla con «Carlos». El coñac manó como un dorado riachuelo, la ginebra tuvo reflejos de aguamarina y el ron fue la vida misma. Nos sentamos, inalterables, en los altos taburetes; la música se dejó oír con cadencias murmurantes, la existencia ganó fortaleza y luminosidad, fluyendo con creciente poder por nuestro pecho; pasaron al olvido la desolación de los solitarios cuartos amueblados que esperaban nuestro regreso, y la desesperación de lo cotidiano. Aquel mostrador fue el puente de mando de la vida y nosotros pusimos proa impetuosamente al futuro.
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