Детективный роман «Крёстный отец» (El Padrino) на испанском языке |
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El Padrino *** Hagen estaba sentado en la mesa del despacho, tomando notas. El Don exhaló un suspiro y preguntó si había alguna cosa más. – Lo de Sollozzo no puede demorarse más. Tendrá usted que verle esta semana –dijo Hagen, señalando al calendario con la pluma. – Ahora que la boda ya ha terminado, haré lo que quieras –asintió el Don, encogiéndose de hombros. Esta respuesta aclaró a Hagen dos puntos. El primero y más importante: que la respuesta a Virgil Sollozzo sería un no. Segundo, que Don Corleone, dado que no quería responder a Sollozzo antes del casamiento de su hija, esperaba que su negativa causara problemas. Teniendo todo ello en cuenta, Hagen preguntó: – ¿Digo a Clemenza que algunos de sus hombres vengan a vivir aquí? – ¿Por qué? –dijo el Don con impaciencia–. No quise responder antes de la boda porque en un día tan importante no podía haber ninguna nube, ni siquiera en la distancia. También quería saber lo que Sollozzo tiene que decirme. Ahora ya lo sé, y lo que quiere proponerme es una infamia. – Entonces ¿va usted a negarse? –preguntó Hagen. El Don asintió. – Creo que sería conveniente discutir el asunto entre toda la Familia, antes de dar una respuesta –manifestó Tom Hagen. – ¿Tú crees? Bien –dijo el Don, sonriendo–, pues lo discutiremos cuando regreses de California. Quiero que vayas allí mañana y arregles el asunto de Johnny. Entrevístate con ese pezzonovante del cine y di a Sollozzo que le veré a tu regreso de California. ¿Algo más? – Han llamado del hospital –dijo Hagen, con voz grave–. El consigliere Abbandando se está muriendo; no creen que pase de esta noche. Su familia debe presentarse en el hospital para aguardar el momento del fatal desenlace.
Hagen había ocupado el puesto del consigliere durante el último año, desde que el cáncer postró a Genco Abbandando en una cama del hospital. Ahora esperaba que Don Corleone le dijera que la plaza era definitivamente suya, aunque no era probable que le confirmara en el puesto. Una posición tan alta sólo se concedía a un hombre cuyos padres fueran ambos italianos. El mero hecho de haber actuado como consigliere interino ya había provocado algunos problemas. Además, tenía sólo treinta y cinco años; insuficientes, según la opinión general, para haber adquirido la experiencia y la astucia que todo buen consigliere necesitaba. Pese a todo ello, el Don no hizo referencia al asunto que tanto preocupaba a Hagen. – ¿Cuándo se marchan mi hija y su marido? –se limitó a preguntar. – Dentro de pocos minutos cortarán el pastel –respondió Hagen después de consultar su reloj–, y luego supongo que no tardarán más de media hora – eso le recordó otra cuestión–. En lo que se refiere a su nuevo yerno ¿tendrá algún cargo importante dentro de la Familia? La vehemencia de la respuesta del Don le sorprendió. – Nunca. El Don golpeó la mesa con la palma de la mano y añadió: – Nunca. Dale algo para que pueda ganarse bien la vida, pero no quiero que le dejes meter las narices en los negocios de la Familia. Díselo también a los otros. Me refiero a Sonny, Fredo y Clemenza. Don Corleone hizo una pequeña pausa, antes de seguir hablando: – Di a mis hijos, a los tres, que deben acompañarme al hospital a ver al pobre Genco. Quiero que le presenten sus respetos por última vez. Pídele a Freddie que saque el coche grande y pregunta a Johnny si quiere venir con nosotros. Hazle saber que se lo pido como un favor personal. “Quiero que vayas a California esta misma noche –continuó el Don, al ver que Hagen le dirigía una mirada interrogativa–. No tendrás tiempo de ver a Genco, pero no te marches antes de que yo regrese del hospital y hable contigo. ¿Entendido? – Entendido –asintió Hagen–. ¿A qué hora debe tener Fred el automóvil a punto? – Cuando se hayan marchado los invitados. Genco me esperará. – El senador ha llamado por teléfono –dijo Hagen–. Se disculpó por no haber venido personalmente, pero dijo que usted lo comprendería. Supongo que se refería a los dos agentes del FBI que estaban anotando las matrículas de los automóviles de los invitados. De todas formas, mandó un regalo. El Don asintió. No consideró necesario mencionar que había sido él mismo quien había avisado al senador para que no hiciera acto de presencia. – ¿Un buen regalo? Hagen hizo un exagerado gesto de aprobación, que resultó extrañamente italiano en sus rasgos germano irlandeses. – Plata antigua y muy valiosa. Los chicos pueden sacar mil dólares, por lo menos. Según parece, el senador empleó mucho tiempo en decidir qué sería más apropiado. Para esa clase de gente, eso es más importante que el precio. Don Corleone no disimuló lo mucho que le complacía que un hombre como el senador le hubiese mostrado tanto respeto. El senador, lo mismo que Luca Brasi, era uno de los grandes pilares en que se apoyaba el poder del Don, y también él, con su regalo, había reafirmado su lealtad.
Cuando Johnny Fontane apareció en el jardín, Kay Adams lo reconoció de inmediato. Estaba realmente sorprendida. – No me habías dicho que tu familia conocía a Johnny Fontane. Ahora estoy segura de que me casaré contigo. – ¿Quieres que te lo presente? –preguntó Michael. – Ahora no –respondió Kay–. Durante tres años estuve enamorada de él. Cuando venía a Nueva York a cantar en el Capitol, no me perdía ninguna de las galas. ¡Era maravilloso! – Lo veremos más tarde –dijo Michael. Cuando Johnny terminó de cantar y se adentró en la casa con Don Corleone, Kay dijo a Michael, mitad en broma, mitad en serio: – No me digas que una estrella del cine como Johnny Fontane tiene que pedir favores a tu padre. – Es el ahijado de mi padre. De no ser por él, tal vez no hubiese alcanzado la fama. Kay Adams empezaba a interesarse. – Debe de ser una historia apasionante –observó. Michael hizo un gesto negativo con la cabeza. – Lo es, sí, pero no puedo contártela. – Vamos ¿es que no confías en mí? –insistió Kay. Michael le contó la historia llanamente, sin darle importancia alguna. Se la relató sin adornos y se limitó a explicarle que ocho años atrás su padre había sido un hombre más impetuoso y que, dado que el asunto concernía a su ahijado, el Don lo había considerado un asunto personal. Michael narró la historia en pocos minutos. Ocho años atrás, Johnny Fontane había conseguido un éxito extraordinario como cantante de una orquesta de baile. Se había convertido en uno de los cantantes más solicitados por las emisoras de radio. Desgraciadamente, el director de la orquesta, un hombre muy conocido en el mundillo artístico, había hecho firmar a Johnny un contrato por cinco años, algo por otra parte bastante corriente. Les Halley, el director, podía prestar a Johnny a otras orquestas, clubes, etc., y él se embolsaba la mayor parte del dinero. Don Corleone se encargó personalmente de las negociaciones. Ofreció a Les Halley veinte mil dólares para que anulara el contrato que Johnny Fontane tenía con él. Cuando Halley ofreció quedarse sólo el cincuenta por ciento de las ganancias de Johnny, Don Corleone estuvo a punto de echarse a reír y bajó su oferta de veinte mil a diez mil. El director de orquesta, que evidentemente no conocía otro mundo que el de las variedades, confundió completamente el significado de la segunda oferta. No quiso aceptarla. Al día siguiente, Don Corleone fue a ver de nuevo a Les Halley, esta vez con sus dos mejores amigos: Genco Abbandando, su consigliere, y Luca Brasi. Sin ningún otro testigo, Don Corleone persuadió al director de orquesta de la conveniencia de firmar un documento por el que renunciaba a todos sus derechos en relación con Johnny Fontane, contra pago de un cheque garantizado por valor de diez mil dólares. Don Corleone convenció a Halley poniéndole una pistola en la frente y asegurándole que, al cabo de un minuto justo, en el documento estaría estampada su firma, o bien sus sesos. Les Halley firmó. Don Corleone guardó su pistola y entregó el cheque al director de orquesta. El resto era historia. Johnny Fontane se convirtió en el cantante– actor más cotizado del país. Hizo algunas películas musicales, que dieron a ganar verdaderas fortunas a los estudios. Sus discos produjeron millones de dólares. Después se divorció de su primera esposa, a la que había conocido cuando ambos eran todavía niños, y dejó a sus dos hijos, para casarse con la estrella rubia más seductora de Hollywood. No tardó en comprobar que era una verdadera arpía, y entonces se aficionó a la bebida, al juego y a las mujeres. Perdió la voz. Sus discos dejaron de venderse. El estudio no le renovó el contrato. Debido a todo ello, acudía ahora a su padrino. – ¿Seguro que no estás celoso de tu padre? –dijo Kay, meditativamente–. Por lo que me has contado de él, siempre ha ayudado a los demás. Debe de ser un hombre de muy buen corazón –sonrió astutamente y añadió–: Aunque sus métodos no parecen ser muy ortodoxos. – Supongo que eso es lo que parece –suspiró Michael–, pero deja que te lo explique de otro modo. Habrás oído hablar de que los exploradores del Ártico esconden cajas de víveres a lo largo de la ruta hacia el Polo Norte. ¿Sabes por qué lo hacen? Para tener comida en el caso de que la necesiten. Pues bien, mi padre hace lo mismo con los favores. Llegará un día en que todos y cada uno de los que han recibido su ayuda tendrán que hacer algo por él. ¡Y pobres de ellos si no lo hacen!
Anochecía casi cuando hizo su aparición el pastel de bodas. Realizado por Nazorine, estaba bellamente decorado con bolitas de crema, tan deliciosas que la novia no pudo resistir la tentación de comérselas todas, antes de partir con su rubio marido para la luna de miel. El Don se despidió cortésmente de sus invitados, fijándose, mientras lo hacía, en que el sedán negro de los hombres del FBI había desaparecido ya. Por fin, el único coche visible en la zona de aparcamiento era el largo Cadillac negro con Freddie en el asiento del conductor. El Don se acomodó en la parte delantera, moviéndose con insospechada agilidad, teniendo en cuenta su edad y corpulencia. Sonny, Michael y Johnny Fontane se sentaron detrás. – ¿Tu amiga va a regresar sola a la ciudad? –dijo Don Corleone, dirigiéndose a su hijo Michael. – Tom dijo que se ocuparía de ella –replicó Michael. Don Corleone no pudo reprimir un gesto de satisfacción ante la eficiencia de Hagen.
Dado que el racionamiento de la gasolina estaba todavía en vigor, no encontraron mucho tráfico en su camino hacia Manhattan. Durante el trayecto, Don Corleone preguntó al menor de sus hijos qué tal iban sus estudios. Michael dijo que bien. Luego, Sonny, desde el asiento posterior, preguntó a su padre: – Johnny dice que vas a preocuparte de arreglarle lo de su asunto de Hollywood. ¿Quieres que vaya allá, para ayudar en lo que haga falta? – Tom se marcha para allá esta noche –respondió el Don, lacónico–. No va a necesitar ayuda alguna. El asunto es muy sencillo. – Johnny cree que no podrás solucionarlo –dijo Sonny, riendo–. Por ello había pensado que tal vez yo podría ser de utilidad. – ¿Por qué dudas de mí? –preguntó el Don a Johnny, moviendo la cabeza–. ¿No ha cumplido siempre tu padrino su palabra? ¿Es que me he puesto alguna vez en ridículo? – Padrino –se disculpó Johnny con nerviosismo–, el hombre que está detrás de todo este asunto es un verdadero pezzonovante. No podrá usted comprarlo, ni aun con dinero. Está muy bien relacionado. Y me odia. No alcanzo a comprender cómo podrá usted doblegarlo. – Escucha bien: el papel será tuyo –se limitó a responder el Don en tono amistoso. Volviéndose a Michael, añadió, haciendo un guiño de complicidad–: No vamos a decepcionar a mi ahijado ¿verdad, Michael? Michael, que tenía ciega confianza en la palabra de su padre, hizo un gesto de asentimiento.
Mientras se dirigían a la entrada del hospital, Don Corleone se quedó un poco atrás, con su hijo menor. Le apoyó la mano en el hombro, y sin que los otros pudieran oír sus palabras, le dijo: – Cuando termines los estudios, ven a verme; quiero hablar contigo. Tengo algunos planes que te gustarán. Michael no contestó. – Sé cómo eres, hijo –gruñó el Don, exasperado–. No te voy a pedir que hagas nada que no te guste. Esto es algo especial. Ahora, muchacho, ve a lo tuyo. Pero ven a verme cuando hayas terminado tus estudios.
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