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Книга «Оливер Твист» (Oliver Twist) на испанском языке – читать онлайн

Роман «Оливер Твист» (Oliver Twist) на испанском языке – читать онлайн, автор книги – Чарльз Диккенс. Это второй по счёту, и один из самых известных романов Чарльза Диккенса. Книга впоследствии была переведена на многие самые распространённые языки мира, в том числе и на испанский. Кроме того, по сюжету этой книге мыло снято много фильмов и мультфильмов в разных странах.

Остальные произведения, которые написал Чарльз Диккенс и многие другие известные писатели, можно читать онлайн в разделе «Книги на испанском».

Для тех, кто самостоятельно изучает испанский язык по фильмам, будет интересен раздел «Фильмы и мультфильмы на испанском языке».

Для тех, кто хочет учить испанский не только самостоятельно по фильмам, но и с преподавателем или носителем языка, есть информация на странице «Испанский по скайпу».

 

Теперь переходим к чтению книги «Оливер Твист» (Oliver Twist) на испанском языке. На этой странице выложены первые 4 главы романа, в конце страницы будет ссылка на продолжение книги.

 

Oliver Twist

 

Capítulo uno

Los primeros años de Oliver Twist

Una fría noche de invierno, en una pequeña ciudad de Inglaterra, unos transeúntes hallaron a una joven y bella mujer tirada en la calle. Estaba muy enferma y pronto daría a luz un bebé. Como no tenía dinero, la llevaron al hospicio, una institución regentada por la junta parroquial de la ciudad que daba cobijo a los necesitados. AE día siguiente nació su hijo y, poco después, murió ella sin que nadie supiera quién era ni de dónde venía. Al niño lo llamaron Oliver Twist.

En aquel hospicio pasó Oliver los diez primeros meses de su vida. Transcurrido este tiempo, la junta parroquial lo envió a otro centro situado fuera de la ciudad donde vivían veinte o treinta huérfanos más. Los pobrecillos estaban sometidos a la crueldad de la señora Mann, una mujer cuya avaricia la llevaba a apropiarse del dinero que la parroquia destinaba a cada niño para su manutención. De modo, que aquellas indefensas criaturas pasaban mucha hambre, y la mayoría enfermaba de privación y frío.

El día de su noveno cumpleaños, Oliver se encontraba encerrado en la carbonera con otros dos compañeros. Los tres habían sido castigados por haber cometido el imperdonable pecado de decir que tenían hambre. El señor Blumble, celador de la parroquia, se presentó de forma imprevista, hecho que sobresaltó a la señora Mann.

El hombre tenía por costumbre anunciar su visita con antelación, tiempo que la señora Mann aprovechaba para limpiar la casa y asear a los niños, ocultando así las malas condiciones en las que vivían los pobres muchachos.

-¡Dios mio! ¿Es usted, señor Bumble? - exclamó horrorizada la señora Mann.

Y, dirigién se en voz baja a la criada, ordenó:

-Susan, sube a esos tres mocosos de la carbonera y lávalos inmediatamente.

-Vengo a llevarme a Oliver Twist, - dijo el celador. -Hoy cumple nueve años y ya es mayor para permanecer aquí.

-Ahora mismo lo traigo, - dijo la señora Mann saliendo de la habitación.

Oliver llegó ante el señor Bumble limpio y peinado; nadie hubiera dicho que era el mismo muchacho que poco antes estaba cubierto de suciedad. Al poco rato, el celador y el niño abandonaban juntos el miserable lugar Oliver miró por última vez hacia atrás; a pesar de que allí nunca había recibido un gesto cariñoso ni una palabra bondadosa, una fuerte congoja se apoderó de él.

“¿Cuándo volveré a ver a los únicos amigos que he tenido nunca?”, - se preguntó. Y, por primera vez en su vida, sintió el niño la sensación de su soledad.

Nada más llegar al nuevo hospicio, Oliver fue llevado ante la junta parroquial y allí, el señor Limbkins, que era el director, se dirigió a él.

-¿Cómo te llamas, muchacho?

Oliver, asustado, no contestó; de repente, sintió un fuerte pescozón que le hizo echarse a llorar, había sido el celador que se encontraba detrás de él.

-Este chico es tonto, - dijo un señor de chaleco blanco.

-¡Chist! - ordenó el primero. Y, dirigiéndose a Oliver, dijo:

-Hasta ahora, la parroquia te ha criado y mantenido, ¿verdad? Bien, pues ya es hora de que hagas algo útil. Estás aquí para aprender un oficio. ¿Entendido?

-Sí. Sí, señor, - contestó Oliver entre sollozos.

En el hospicio, el hambre seguía atormentando a Oliver y a sus compañeros: sólo les daban un cacillo de gachas al día, excepto los días de fiesta en que recibían, además de las gachas, un trocito de pan. Al cabo de tres meses, los chicos

decidieron cometer la osadía de pedir más comida y, tras echarlo a suertes, le tocó a Oliver hacerlo. Aquella noche, después de cenar, Oliver se levantó de la mesa, se acercó al director y dijo:

-Por favor, señor, quiero un poco más.

-¿Qué? - preguntó el señor Limbkins muy enfadado.

-Por favor, señor, quiero un poco más, - repitió el muchacho.

El chico fue encerrado durante una semana en un cuarto frío y oscuro; allí pasó los días y las noches llorando amargamente. Sólo se le permitía salir para ser azotado en el comedor delante de todos sus compañeros. El caso del “insolente muchacho” fue llevado a la junta parroquial; ésta decidió poner un cartel en la puerta del hospicio ofreciend c¡nco libras a quien aceptara hacerse cargo de Oliver.

El señor Gamfield era un hombre de rasgos groseros y gestos rudos, deshollinador de profesión. Una mañana iba paseando por la calle, pensaba cómo podría pagar sus deudas; al pasar frente al hospicio, sus ojos se clavaron en el cartel recién colocado.

-¡Sooo! - ordenó el señor Gamfield azotando a su burro.

El hombre del chaleco blanco estaba en la puerta, y al momento entendió que Gamfield era el tipo de amo que le hacía falta a Oliver; de modo que fue a llamar al señor Limb kins. Éste salió inmediatamente y, al ver el interés que manifestaba el deshollinador por el muchacho, se frotó las manos y dijo con aire apesadumbrado:

-Usted quiere al chico para realizar un oficio peligroso; así que cinco libras nos parece mucho dinero.

-Entonces, ¿cuánto me darán si me lo quedo? - preguntó Gamfield.

-Tres libras y diez chelines, - contestó el director.

-No seas tonto, - dijo el señor del chaleco blanco, -llévatelo. Es exactamente el muchacho que necesitas. Unos cuant os palos le vendrán bien y no te preocupes por su manutención: no está acostumbrado a llenar su estómago, ¡ja, ja, ja!

El trato quedó inmediatamente cerrado. A continuación, se ordenó al señor Bumble que llevara aquella misma tarde a OI¡ver ante el juez para que aprobara y firmara el contrato. El magistrado se encontraba en una estancia enorme sentado detrás de un escitorio. Bumble colocó a Oliver frente a él y dijo:

-Éste es el muchacho, señoría.

El anciano se puso las gafas y sus ojos toparon con el rostro pálido y aterrorizado de Oliver.

-¡Muchachito! - dijo el anciano. -¿Por qué estás asustado?

Oliver, desconcertado por el tono suave y benévolo del juez, cayó de rodillas y, juntando las manos, suplicó:

-¡Por favor, señor! Mándeme al cuarto oscuro... máteme de hambre si quiere...; pero no me obligue a it con este hombre.

Tras unos instantes de silencio, el juez dijo en tono solemne:

-Me niego a firmar este contrato. Llévese al muchacho de nuevo al hospicio, y trátelo bien. Creo que lo necesita.

A la mañana siguiente, el cartel en el que se ofrecían cinco libras a quien quisiera llevarse a Oliver, estaba otra vez colocado en la puerta del hospicio. El primero en interesarse por el negocio fue el señor Sowerberry, encargado de la funeraria parroquial. Era un hombre escuálido que siempre vestía un traje negro y raído.

Después de revisar minuciosamente al muchacho, decidió quedárselo. La junta parroquial decidió que Oliver se fuera con él aquella misma noche. Pero de camino a casa de su nuevo amo, el chico no pudo reprimir las lágrimas.

-Eres el muchacho más desagradecido que he visto en mi vida, - le dijo el señor Bumble.

-No, no señor No soy desagradecido; pero es que me sien to tan solo, - contestó Oliver entre sollozos. -Por favor, señor, no se enfade conmigo.

Cuando llegaron a la funeraria del señor Sowerberry, Bumble ordenó a Oliver que se secara las lágrimas.

-Aquí estoy con el muchacho.

-¡Dios mío! - exclamó la señora Sowerberry, -es muy pequeño.

-Sí, es bastante pequeño, pero no se preocupe, señora, - dijo el señor Bumble, -ya crecerá.

-¡Claro que crecerá! - contestó la mujer malhumorada. -¿Y quién lo va a pagar?

Mantener a los niños de la parroquia cuesta más de lo que se obtiene de ellos.

-¡Menudo ahorro!

Y dirigiéndose a Oliver añadió:

-¡Venga, talego de huesos.

La mujer del dueño de la funeraria abrió una pequeña puerta y empujó a Oliver por una empinada escalera. Al final de ella, se encontraba la cocina, que era un sótano de piedra húmeda y oscura. Allí sentada estaba una muchacha sucia y desastrada.

-Charlotte, - ordenó la señora Sowerberry, -dale a este muchacho algunas de las sobras que hemos apartado para Trip.

Los ojos de Oliver se iluminaron al ver llegar el cuenco de comida y se lanzó sobre unos restos que hasta el perro habná desdeñado, Cuando hubo acabado de comer, la señora Sowerberry llevó a Oliver hasta la tienda bajo cuyo mostrador había puesto un viejo colchón.

-Dormirás aquí. Supongo que no te molestará estar entre ataúdes. Y si te molesta, te aguantas. No hay otro sitio.

Solo ya en la funeraria, Oliver sintió un escalofrío, el hueco donde estaba el colchón también parecía un sepulcro. Oliver lo miró y, por un momento, deseó que aquélla fuera de verdad su tumba; así podría dormir eternamente y descansar en el camposanto, con la hierba acariciando su cabeza.

 

Capítulo dos

En la funeraria

 Por la mañana, unas violentas patadas en la puerta de la tienda despertaron a Oliver

-¡Abre de una vez! - gritó una voz detrás de la puerta.

-Ya voy, señor, - contestó Oliver vistiéndose a toda prisa.

-Supongo que eres el mocoso del hospicio, - siguió la voz. -¿Cuántos años tienes?

-Tengo diez, señor.

Oliver abrió la puerta con manos temblorosas, pero sólo vio a un muchacho de la inclusa que estaba sentado en un mojón comiendo una rebanada de pan con mantequilla.

-Perdone, - dijo sliver, -¿es usted el que ha llamado?

-Soy el que ha dado patadas, - rectificó el muchacho. -Veo que no sabes con quién estás hablando. Soy el señor Noah Claypole, y tú eres mi subordinado.

Diciendo esto, propinó a Oliver una patada, y entró en la tienda pavoneándose. Y es que, Noah era un acogido de la inclusa, pero tenía padre y madre conocidos.

Llevaba años aguantando sin replicar los insultos de los muchachos del barrio, y ahora que la fortuna había puesto en su camino a un huérfano sin nombre, pensaba tomarse la revancha.

Llevaba Oliver casi un mes en la funeraria, cuando al señor Sowerberry se le ocurrió una idea:

-Querida, - le dijo a su mujer, -he pensado que Oliver sería perfecto para acompañar los entierros de los niños. Con la edad aproximada del muerto, causará una gran sensación.

A la mañana siguiente, el señor Bumble entró en la tienda.

Vengo a encargar un ataúd y un funeral para una pobre mujer de la parroquia.

Aquí tiene la dirección.

-Ahora mismo voy, - contestó el de la funeraria. -Oliver, ponte la gorra y ven conmigo.

Caminaron por calles sucias y miserables. Cuando llegaron a la casa indicada, subieron hasta el primer piso y el señor Sowerberry llamó con los nudillos. Una muchacha de unos trece años abrió la puerta y ambos entraron. Dentro de la casa, el espectáculo era estremecedor: agachado frente a una chimenea sin lumbre, había un hombre flaco y pálido; a su lado, una vieja sentada en un taburete; más allá, unos niños harapientos mirando hacia el cadáver que yacía en el suelo cubierto con una manta. Cuando el señor Sowerberry hizo intención de acercarse al cuerpo sin vida para realizar su trabajo, el hombre flaco se levantó como una centella gritando:

-¡Que nadie se acerque a mi esposa!

No obstante, el encargado de la funeraria sacó de su bolsillo una cinta métrica y se arrodilló junto al cuerpo sin vida.

-¡Ah! - gimió el hombre hincándose de rodillas junto a la difunta. -¡La han matado de hambre! Fui a mendigar para ella y me metieron en la cárcel.

Al día siguiente, se celebró el entierro. Cuando el señor Sowerberry y Oliver, volvían a la funeraria, el hombre preguntó:

-Bueno, muchacho, ¿te gusta este oficio?

-La verdad es que no mucho, señor, - contestó.

-Ya verás, todo es cuestión de acostumbrarse.

Transcurrido el mes de prueba, Oliver pasó a ser aprendiz oficialmente. A Noah le corroía la envidia de ver ascendido al pequeño Oliver y desde entonces, se propuso hacerle la vida imposible. Cierto día en que ambos se encontraban en la cocina, el jovenzuelo empezó a tirarle del pelo y, al no conseguir sacarle una sola lágrima, recurrió al insulto.

-Hospiciano, - dijo Noah, -¿y tu madre?

-Murió, - contestó Oliver un poco crispado. -Preferiná que no hablaras de ella delante. de mí.

-¿De qué murió?

-De pena -respondió Oliver con los ojos cargados de lágrimas-. No me hables más de ella, será mejor para ti.

-¿Mejor para m? Seguro que tu madre era una cualquiera.

Rojo de furia, Oliver agarró a Noah por el cuello, lo zarandeó violentamente y le asestó un puñetazo con tanta fuerza que lo derribó al suelo.

-¡Charlotte! ¡Ama! -se puso a gritar Noah-. ¡El nuevo me está matando! ¡Socorro!

Las dos mujeres acudieron inmediatamente a la cocina. Entre los tres propinaron a Oliver una buena paliza: Noah lo inmmovilizó, la criada lo golpeó y el ama le arañó la cara. Luego lo encerraron en el sotanillo de la basura.

-Noah, - ordenó la señora Sowerberry, -corre a buscar al señor Bumble y dile que venga de inmediato.

Obedeciendo las órdenes de su ama, Noah echó a correr y no paró hasta llegar a la puerta del hospicio.

-¡Señor Bumble! ¡De prisa, venga a la tienda! Oliver Twist se ha vuelto loco. Intentó matarme, y luego intentó matar a Charlotte y también a la señora Sowerberry.

-Me ocuparé de ello, - dijo el señor Bumble.

Cuando él y Noah llegaron a la funeraria, Oliv er seguía dando patadas a la puerta del sotanillo.

-¡Oliver! - llamó el celador en voz baja.

-¡Sáquenme de aquiil - gritó Oliver.

-Soy el señor Bumble. ¿Es que no tiemblas al oír mi voz?

-No, - respondió Oliver valientemente.

-Debe haberse vuelto loco, - intervino la señora Sowerberry. -Ningún muchacho en su sano juicio se atrevená a contestarle de ese modo.

-No es locura, señora, - dijo el celador, -es comida.

-¿Cómo? - exclamó la señora Sowerberry.

-Comida, señora, comida. Usted le ha dado demasiado de comer, y ahora tiene fuerza y energía.

-Esto me pasa por ser tan generosa, - dijo hipócritamente.

Cuando llegó el señor Sowerberry, le contaron lo ocurrido con tantas exageraciones, que el hombre, indignado, abrió la puerta del sotanillo y sacó a rastras a su rebelde aprendiz aga rrándole por el cuello de la camisa. Oliver tenía las ropas desgarradas, el pelo revuelto y la cara amoratada y arañada. Pero, a pesar de todo, seguía mostrando indignación en su rostro, y miró valientemente a Noah.

-Dijo cosas de mi madre, - explicó Oliver a su amo.

-¿Y qué, si lo que dijo es cierto? - repuso la señora Sowerberry.

-No lo es, - contestó Oliver rabioso.

-Sí, sí lo es.

El niño pasó todo el día arrinconado, sin más comida que una rebanada de pan. Al llegar la noche, lo mandaron subir a su cama; entonces Oliver rompió a llorar. Cuando se calmó, envolvió lo poco que poseía en un pañuelo y se sentó a espe rar el amanecer. Con los primeros rayos de sol, escapó calle arriba. Pasó por delante del hospicio y vio a uno de sus antiguos compañero s trabajando en el jardín.

-¡Hola, Dick! - susurró Oliver. -¿Hay alguien levantado?

-Sólo yo, - contestó el niño.

-No digas que me has visto. Me he escapado porque me odian y me maltratan. ¡Y tú qué pálido estás, amigo!

-He oído decir al médico que me voy a morir, Oliver, - dijo el niño con una leve sonrisa. -Estoy muy contento de verte, pero no te entretengas. ¡Vete ya!

-Quería decirte adiós, Dick. ¡Deseo que seas feliz!

-Cuando muera, lo seré. Dame un beso -pidió el niño trepando sobre la puerta y echando a Oliver los brazos alrededor del cuello-. ¡Que Dios te bendiga!

 

Capítulo tres

Fagin y compañía

Oliver decidió ir Londres, aunque la gran ciudad se encontraba a más de setenta millas. Anduvo una semana sin comer apenas, al cabo de la cual, llegó al pequeño pueblo de Barnet, cubierto de polvo y con los pies ensangrentados. Agotado, se sentó a descansar en un portal, y allí permaneció inmó vil y silencioso. De pronto se fijó en muchacho de su misma edad, sucio y desaseado, que no paraba de mirarle desde el otro lado de la calle. El desconocido, con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón, cruzó y, plantándose delante de Oliver, le dijo:

-¿Qué haces aquí, coleguilla? ¿Tienes problemas?

-Tengo hambre y estoy muy cansado, - contestó Oliver sin poder contener el llanto. -Llevo siete días andando.

-¡Siete días o pata! - exclamó el jovencito. -¡Madre mía! Tú lo que necesitas es una buena jola. Yo también ando pelao pero algo conseguiré.

El muchacho compró jamón y pan en una tienducha y Oliver hizo una larga y abundante comida.

-Me llamo Jack Dawkins, pero todos me llaman et P¡llastre. Seguro que vas a Londres, ¿a que sí?

-Eso pretendo, - contestó Oliver, -pero no tengo dinero, ni sé dónde me podré alojar.

-No te comas el coco con eso, sé dónde te darán alojamiento gratis. Si te parece, haremos el resto del camino juntos.

-¡Sería estupendo! - exclamó Oliver sorprendido. -Llevo sin dormir bajo techo desde que salí de la casa de mi amo.

Jack y Oliver llegaron a Londres avanzada la noche. Camina ron por calles sucias y miserables hasta una casa donde el Pillastre entró con decisión..

-¿Quién es? - gritó una voz desde el interior.

Jack dijo algo parecido a una contraseña. En ese momento, la cabeza de un hombre asomó por la barandilla.

-Vengo con un nuevo compinche, - anunció.

-¡Sube, anda! Dime, ¿de dónde lo has sacado?

-De la inopia, - contestó Jack mientras subían la escalera.

Los dos entraron en una habitación de paredes negras y sucias donde un viejo judío de aspecto repugnante estaba friendo salchichas. Alrededor de la mesa estaban sentados varios muchachos que tendrían más o menos la edad del Pіllastre. Todos fumaban en pipa y bebían cerveza.

-Este es Fagin, - dijo Jack Dawkins señalando al anciano; -y éste, mi amigo Oliver Twist.

-Espero que seamos amigos, - dijo el hombre estrechándole la mano. -Siéntate a cenar con nosotros.

Oliver no salió de aquella habitación durante varios días. Observaba lo que sucedía a su alrededor con gran extrañeza y, por más que lo intentaba, no lograba comprender cómo se ganaban la vida aquellos chicos; por qué salían por la mañana y regresaban por la noche con carteras, pañuelos de seda o joyas que entregaban a su protector. Tampoco entendía por qué Fagin los mandaba a la cama sin cenar cuando volvían a casa con las manos vacías. Ni se podía explicar el motivo por el cual vivía en aquel antro sucio y desolado un hombre tan rico.

Un día, el señor Fagin reunió al Pillastre, a uno de los chicos llamado Charley Bates y a Oliver, y les dijo:

-Este jovencito saldrá hoy a trabajar con vosotros. Es hora de que vaya aprendiendo el oficio.

Iban los tres caminando por la calle cuando, de pronto, el P¡llastre se paró en seco y dijo en voz baja:

-¿Veis al viejo que está en el puesto de libros? ¡A por él!

Oliver observó horrorizado cómo sus compañeros se colocaban detrás del respetable anciano; luego, el P¡llastre le metía la mano en el bolsillo y le robaba un pañuelo, para desaparecer finalmente, en un abrir y cerrar de ojos. Fue entonces cuando Oliver entendió que había estado viviendo con una pandilla de ladrones. El terror y la confusión se apoderaron de él y no supo hacer otra cosa que echar a correr. La mala suerte quiso que, en aquel momento, el anciano se diera cuenta del hurto y, al ver a Oliver corriendo, lo tomó por el ratero. Así es que salió en su persecución gritando: “¡Al ladrón! ¡Al ladrón!” Pronto, decenas de personas empezaron a perseguirlo y, aunque OI¡ver corrió y corrió, finalmente lograron alcanzarlo.

-¿Es éste el muchacho? - preguntaron al caballero.

-Sí, me temo que sí, - contestó el anciano.

En aquel momento, llegó un agente y agarró a Oliver por e¡ cuello de la camisa.

-¡No he sido yo! ¡Se lo prometo! - dijo Oliver juntando las manos en tono suplicante.

-¡Levántate de una vez, demonio! - ordenó el agente.

Oliver se incorporó a duras penas a inmediatamente se vio arrastrado por el policía.

-Aquí traigo a un joven cazapañuelos, - dijo el agente al entrar a la comisaría.

-Señores, - dijo el caballero víctima del robo, -no estoy seguro de que este muchacho haya sido el ladrón. Yo prefiriría dejar este asunto...

Sin hacer caso de sus argumentos, el anciano fue conducido a una sala donde se encontraba el juez Fang. Tenía aspecto de hombre autoritario y estaba sentado detrás de una mesa situada sobre un estrado. Al lado de la puerta, había una jaula

de madera y, en ella, estaba encerrado Oliver.

-¿Quién es usted? - preguntó el señor Fang.

-Mi nombre es Brownlow, señor, - contestó el anciano. -Y antes de prestarjuramento roganá a su señoná que me permitiera decir algo...

-¡Cállese! - ordenó bruscamente el juez.

-¿Cómo? - preguntó el señor Brownlow rojo de ira. Pero comprendió que se tenía que dominar para no perjudicar al pobre Oliver. Cuando llegó su turno, expuso su caso y concluyó diciendo:

-Ruego a su señoría que traten a este muchacho con indulgencia. Me temo que se encuentra muy mal.

-¿Cómo te llamas, pequeño ratero? - preguntó el juez Fang.

Oliver se sentía incapaz de responder porque todo le daba vueltas y más vueltas.

Entonces, Fang se dirigió a un anciano que estaba de pie junto al estrado y preguntó:

-Oficial, ¿cómo se llama este pilluelo?

Éste, al ver que iba a ser imposible sacarle una palabra al muchacho, improvisó un nombre:

-Se llama Tom White.

En aquel punto del interrogatorio, Oliver, con un hilo de voz, suplicó que le dieran un poco de agua.

-¡Cuidado, se va a caer! - gritó el señor Brownlow al ver a Olivertambalearse. Al instante, Oliver cayó al suelo.

-Ya se levantará cuando se canse, - dijo el juez. -Queda condenado a tres meses de trabajos forzados. ¡Despejen la sala!

De repente, un anciano, de digna aunque pobre apariencia, irrumpió en la sala y avanzó hasta el estrado.

-¡No se lleven al muchacho! - gritó. -Yo soy el dueño del puesto de libros donde sucedió el robo. Lo vi todo y juro que él no es el ladrón.

El juez miró con cara de desconfianza a todos los que se encontraban en la sala y dijo con indiferencia:

-El muchacho queda absuelto.

El señor Brownlow, ayudado por el librero, montó a Oliver en su coche y lo llevó a su casa; allí, por primera vez, el muchaco fue cuidado con cariño y bondad.

 

Capítulo cuatro

En la casa del señor Brownlow

Mientras Oliver era llevado a casa del señor Brownlow, el Pillastre y Charley Bates regresaban a casa de Fagin.

-¿Dónde está Oliver? - preguntó el hombre.

Como no recibió respuesta, cogió al P¡llastre por el cuello de la camisa y, zarandeándolo, gritó:

-¡Habla o te ahorco!

-La pasmo lo ha trincao -contestó el Pillastre asustado.

En aquel momento, entró gruñendo un hombre corpulento, mal vestido y de sucia apariencia, llamado Bill Sikes.

-¿Qué mosca te ha picado? - gritó dirigiéndose a Fagin. -¿Qué es eso de maltratar a los muchachos, bellaco avaricioso?

Los chicos le contaron el relato de la captura de Oliver Entonces, Sikes dijo con aire preocupado:

-Alguien debería averiguar lo que ha pasado en esa comi saría.

Entre todos decidieron encargarle la misión a Nancy, una de las muchachas que vivía también bajo la “protección” de Fagin.

Nancy salió de la casa y, al rato, regresó diciendo:

-Se lo ha llevado un viejales a su queli de Petonville.

-Hay que encontrarlo como sea, - dijo Fagin preocupado.

Mientras tanto, en otra zona de la ciudad, Oliver se reponía al cuidado de una viejecita maternal y muy dulce, la señora Bedwin, que era el ama de llaves del señor Brownlow. A los tres días, Oliver, aunque seguía muy débil, pudo levantarse de la cama y pasar un rato en un sillón junto al fuego. Fue entonces cuando los ojos del chico se clavaron en un retrato que estaba colgado en la pared.

-¡Qué cara más bonita y más dulce tiene esa señora! - exclamó el muchacho! -¿Quién es?

-No lo sé, querido, - contestó la viejecita. -Nadie que tú y yo conozcamos.

-¡Es tan hermosa! Parece que me está mirando. Al mirarla, siento cómo mi corazón palpita más rápido.

-¡Dios mío! No hables así, querido. Deja que le dé la vuelta al sillón para que no la veas. No te conviene nada alterarte en tu estado.

En aquel momento, entró el señor Brownlow.

-¡Pobre muchachito! - dijo mirando a Oliver con ternura. -¿Cómo te encuentras hoy?

-Muy feliz, señor, - contestó Oliver. -Nunca nadie me había tratado tan bien. Le estoy de veras muy agradecido, señor

-¡Buen chico, Tom!

-No me llamo Tom, señor, me llamo Oliver, Oliver Twist.

-¿Por qué dijiste entonces que te llamabas Tom White?

-Yo nunca dije tal cosa, señor, - contestó Oliver perplejo.

-Bueno, habrá sido algún error... ¡Dios mío! ¡Mire eso, señora Bedwin! - exclamó muy agitado el señor Brownlow señalando el retrato y luego, la cara del muchacho.

Y es que, el parecido entre la señora del retrato y Oliver era impresionante. Pero Oliver no llegó a saber la causa de aquella súbita exclamación porque, segundos antes, se había desmayado.

A la mañana siguiente, el muchacho se despertó, restablecido de su desvanecimiento. Después de desayunar, se sentó de nuevo en el sillón y vio, decepcionado, que se habían llevado el cuadro.

-¿Dónde está el retrato? - preguntó a la señora Bedwin.

-El señor Brownlow se lo llevó para que no te alteraras, Pero te prometo que en cuanto te pongas bien lo volveremos a colgar.

Los días de su recuperación fueron para Oliver los más felices de su vida. Se encontraba rodeado de atenciones, dulzura y buenas palabras. Aquella casa le parecía el paraíso. Una tarde, el señor Brownlow lo llamó a su despacho.

-Acércate a la mesa y siéntate, - pidió el caballero. -Quiero que prestes mucha atención a lo que te voy a decir.

-¡Por favor, señor Brownlow! - exclamó horrorizado Oliver. -No me diga que me va a echar de su casa. Le suplico que no me envíe de nuevo a vagabundear por las calles. Déjeme ser su criado.

-¡Querido chiquillo! - dijo el señor Brownlow enternec ido por el pánico que advertía en el muchacho. -No te vamos a abandonar; sólo quiero que me cuentes la verdadera historia de tu vida; te aseguro que no te faltará mi amistad.

Cuando el chico estaba a punto de empezar su relato, llegó el señor Grimwig, un viejo amigo del señor Brownlow. Era un anciano de gestos duros pero de corazón muy noble.

-¿Quién es este jovencito? - preguntó mirando a Oliver.

-Es Oliver Twist, el muchacho del que estuvimos hablando, - contestó el señor Brownlow. -Es muy guapo, ¿no te parece?

-¿Qué sabes tú de él? ¿De dónde ha salido? ¿Quién es?

El señor Grimwig estaba dispuesto a admitir que la aparien cia y las maneras de Oliver eran enormemente atractivas, pero a él le gustaba llevar la contraria, y había decidido desde un principio no dar la razón a su amigo.

La fortuna quiso que la señora Bedwin apareciera en aquel momento. Traía un paquetito de libros encargados por el señor Brownlow al librero que había salvado a Oliver de tres meses de trabajos forzados.

-¡Llame al chico que ha traído los libros! - ordenó el señor Brownlow. -Hay que pagarle éstos y devolverle los que nos dejó la semana pasada.

-¡Oh! Ya se ha marchado, - contestó la señora Bedwin.

-Si usted quiere, - intervino Oliver, -se los puedo llevar yo mismo. Iré corriendo, señor Me gustaría mucho ser útil.

-Está bien, amiguito. Tienes que devolverle estos libros, - contestó el señor Brownlow tendiéndole un paquete, -y pagarle las cuatro libras y diez chelines que le debo. Aquí tienes cinco libras.

-Confíe en mí. No tardaré ni diez minutos, se lo prometo.

Mientras tanto, en un tugurio llamado Los Tres Patacones, que estaba en la zona más sucia de la ciudad, Fagin entregaba a Bill Sikes un puñado de monedas envuettas en un viejo pañuelo.

-Esto es más de lo que te debo, - le dijo, -pero sé que me devolverás el favor en otra ocasión...

-Corto el rollo, - replicó el ladrón, -y llama al camarero.

Fagin obedeció la orden de Sikes, a inmediatamente apareció el tabernero, un judío llamado Barney, más joven que Fagin pero con un aspecto igual de repugnante y ruin. Sikes se limitó a señalar su jarra vacía, y el joven la llenó de inmediato. Al poco rato, Nancy llegó a la taberna, se sentó con los dos hombres y los tres bebieron unos tragos. Después, Nancy salió a la calle acompañada de Sikes. Muy cerca de allí, Oliver caminaba sin imaginar que se encontraba a dos pasos de toda aquella gente. De pronto, a pocos metros, escuchó unos gritos que lo sobresaltaron:

-¡Ay, hermanito mío! ¡Por fin te encuentro!

Inmediatamente dos brazos lo agarraron por el cuello.

-¿Qué ocurre? - preguntó Oliver. -¿Por qué me detienen?

-¡Bendito sea Dios! - siguió diciendo la joven entre lágrimas. -¿Dónde te habías metido, granuja?

-No sé quién es usted. Yo no tengo hermanas, ni padre, ni madre, - gritaba Oliver debatiéndose torpemente.

Entonces, reconoció a Nancy, y vio cómo Sikes intervenía en su secuestro.

-¡Socorro! ¡Ayúdenme! - gritaba Oliver haciendo grandes esfuerzos por soltarse de las poderosas garras de aquel hombre.

-¡Yo sí que te voy a ayudar! - dijo Sikes. -¿Qué son estos libros? ¡Dámelos! -ordenó, arrancándoselos y pegándole un fuerte golpe en la cabeza.

Débil por la reciente enfermedad y atontado por los golpes, Oliver comprendió que era inútil resistirse, y un momento después se vio arrastrado por un laberinto de callejuelas estrechas y oscuras.

 

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