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Книга «24 часа из жизни женщины» (Veinticuatro horas en la vida de una mujer) на испанском языке

Новелла «Двадцать четыре часа из жизни женщины» (Veinticuatro horas en la vida de una mujer) на испанском языке – читать онлайн, автор книги – Стефан Цвейг. Новеллу «24 часа из жизни женщины» Стефан Цвейг написал в 1927-м году, когда жил в Австрии, а спустя всего 4 года в Германии вышла первая экранизация книги. Позже эта и многие другие новеллы Стефана Цвейга были переведены на многие самые распространённые языки мира. По книге «Двадцать четыре часа из жизни женщины» в 2002 году был снят ещё один фильм, но уже во Франции. Кроме того, по мотивам новеллы «24 часа из жизни женщины» и некоторых других произведений Стефана Цвейга был снят фильм «Отель «Гранд Будапешт».

Много новелл Стефана Цвейга, а также различные произведения других писателей можно читать онлайн в разделе «Книги на испанском».

Для любителей испанского кино создан раздел «Фильмы и мультфильмы на испанском языке».

Для тех, кто планирует изучать испанский с преподавателем или носителем языка, есть информация на странице «Испанский по скайпу».

 

Теперь переходим к чтению новеллы Стефана Цвейга «Двадцать четыре часа из жизни женщины» (Veinticuatro horas en la vida de una mujer) на испанском языке. На этой странице выложена часть книги, а ссылка на продолжение будет в конце страницы.

 

Veinticuatro horas en la vida de una mujer

 

"Podrá ser una ilusión, mas quien

piensa resueltamente por encima

de lo existente y lo preexistente,

por lo menos se procura una

liber­tad personal frente a nuestra

época insensata.”

 

Stefan Zweig

En Florencia, 1932

 

En una modesta pensión de la Rivie­ra, donde residía, diez años antes de la guerra, estalló en la mesa una violenta discusión, que, exacerbando de pronto los ánimos, estuvo a punto de degenerar en reyerta furiosa.

La mayoría de los hombres tiene escasa imaginación. Todo lo que no los afecta de inmediato y directamente, no hiere sus sentidos, cual dura y afilada cuña, casi no logra excitarlos; mas si un día ante sus ojos acontece algo insignificante, inmedia­tamente estallan apasionados. Entonces la apatía se convierte en frenética vehemen­cia.

Esto ocurrió entre las personas abur­guesadas que se sentaron a nuestra me­sa, donde por lo común entregábamonos a pequeñas charlas insubstanciales, para separarnos en cuanto terminaba la comi­da. El matrimonio alemán tornaba a sus paseos y a sus fotografías, el danés apacible a su aburrida pesca, la respetable dama inglesa a sus libros, el matrimonio italiano escapaba a Montecarlo y yo pe­rezosamente me hundía en una silla del jardín o volvía a mis trabajos.

Aquel día, en cambio, nos sentíamos todos poseídos de viva irritación, y cuan­do alguno se levantaba repentinamente de la silla no lo hacía con la acostumbrada cortesía, sino con acalorados ademanes que, como dije, pronto adquirieron violen­tas formas.

El caso que así alteró la placidez de nuestra pequeña mesa redonda era, fue­ra de duda, muy singular. La pensión en que habitábamos ofrecía, exteriormente, el aspecto de una villa aislada. ¡Ah, cuán maravillosa era la perspectiva que se abría a nuestras miradas a través de las venta­nas que daban sobre la playa pequeña! Pero, en realidad, sólo se trataba de una dependencia económica del gran Palace Hotel, con el que inmediatamente se co­municaba por el jardín, de manera que vivíamos en constante relación con sus huéspedes. El día anterior se había pro­ducido en el hotel un tremendo escándalo. En el tren de mediodía, a las doce y veinte minutos (cito exactamente la hora, pues se trata de un detalle importante para la explicación de esta historia), había llegado un joven francés, quien alquiló una habita­ción que daba al mar; esto, de su parte, revelaba ya una desahogada posición eco­nómica. Mas este joven no sólo resultaba atrayente por su elegancia, sino también, y muy en particular, por su belleza llena de simpatía: en su delicado y femenino rostro, el bigote rubio y sedoso acaricia­ba los sensuales y cálidos labios; sobre la frente los cabellos obscuros, suaves y ondulados, se ensortijaban; y sus dul­ces ojos cautivaban con la mirada. . . To­do en él era delicado. Amable, seductor, pero sin que hubiera ni afecto ni artificio. En el 1 er. momento, observado de lejos, parecía uno de esos maniquíes de cera, rosados, echados hacia atrás, que vemos en las vidrieras de las grandes tiendas de modas; los que, empuñando un bastón de fantasía, parecen representar el ideal de la belleza masculina. Visto de cerca, des­aparece esta primera impresión, pues -¡caso raro!- su atractivo era sencilla­mente natural, innato, como si emanara de su propio organismo. Al pasar, a todos saludaba de manera sencilla y cordial. Resultaba, en efecto, agradable compro­bar cómo su gracia espontánea manifes­tábase en todo momento con naturalidad. Al encaminarse una señora al guardarro­pa, acudía solícito a recogerle el abrigo; para cada niño tenía una mirada cariñosa, una frase amable; mostrábase como per­sona accesible y a la vez discreta; en re­sumen, resultaba uno de esos afortunados mortales que, conscientes de que son sim­páticos con la clara expresión de su faz y su gracia juvenil, convierten esa seguri­dad en una nueva gracia. Entre los hués­pedes del hotel, que en su mayoría eran personas viejas y achacosas, su presencia ejercía un saludable efecto, y con ese ím­petu propio de la juventud, con esa agili­dad y esa ansia de vivir de que suelen estar maravillosamente dotadas ciertas perso­nas, captábase en forma irresistible la sim­patía de todos. A las dos horas de su lle­gada ya jugaba al tenis con las dos hijas del voluminoso y acaudalado fabricante de Lyon, Annette y Blanche, de doce y trece años respectivamente, mientras la madre, madame Henriette, exquisita, fina, por lo general muy retraída, contemplaba con plácida sonrisa a sus dos inexpertas hijas, tan niñas aún, en tren de flirtear inconscientemente con el desconocido. Por la noche, durante una hora, jugó con nosotros al ajedrez; nos refirió inciden­talmente y de modo discreto unas gracio­sas anécdotas; luego, reuniéndose otra vez con madame Henriette, la acompañó en su paseo por la terraza, ejercicio al que ella se entregaba todas las noches, mien­tras el esposo hacía su partida de dominó con unos corresponsales. Ya tarde lo ob­servé aún en la penumbra de la oficina con la secretaria del hotel, en una charla íntima, bastante sospechosa. A la mañana siguiente acompañó a la pesca a nuestro compañero el danés, demostrando gran conocimiento sobre la materia; más tarde habló de política con el comerciante de Lyon, demostrando ser muy divertido, pues a menudo oíanse resonar las carcajadas del grueso señor. Después de la comida -es en absoluto indispensable, para la exacta comprensión del asunto, dejar consignada con exactitud su distribución del tiempo estuvo sentado en el jardín aún durante una hora con madame Henriette, con la que tomó el café; a continuación jugó otra vez al tenis con las niñas, y char­ló con el matrimonio alemán unos instan­tes en el "hall". Hacia las seis me encon­tré con él en la estación, cuando iba yo a dejar una carta. Vino presurosamente a mi encuentro, diciéndome, con aire de disculpa, que había sido llamado de im­proviso, pero que volvería dentro de un par de días. A la hora de la cena realmente se le echó de menos, aunque sólo en lo referente a su persona, pues en todas las mesas no se hablaba sino de él, encomian­do su manera de ser, tan simpática y ale­gre. A eso de las once de la noche hallá­bame sentado en mi habitación terminando la lectura de un libro, cuando de pronto, por la ventana abierta, en el jardín, escuché gritos y llamadas inquietas. En el ho­tel observé desusada agitación. Alarmado, más que curioso, salvé corriendo los quin­ce pasos que me separaban del hotel y encontré a los huéspedes y al personal de servicio presas de la mayor nerviosidad. Madame Henriette, mientras con la acos­tumbrada puntualidad su marido jugaba al dominó con los amigos de Ramur, ha­bía salido a dar su paseo habitual por la térraza de ¡a playa y no había vuelto aún. Se temía que hubiese sido víctima de al­gún desagradable accidente. Y el esposo, habitualmente tan reposado y lento, co­rría ahora cual una fiera por la playa, clamando: "iHenriette! íHenriette!". Su voz, desgarrada por la emoción, tenía al­go de primitivo, corno si friera el aullido de una bestia herida de muerte. Los mo­zos y grooms subían y bajaban las escale­ras sin atinar a nada; se despertó a todos los huéspedes; se telefoneó a la policía. En medio de todo aquel bullicio tropezá­base con el grueso comerciante que iba de aquí para allá, con el chaleco desabro­chado, gritando, sollozando, clamando co­mo un insensato: "iHenriette! ¡Henriette!". Entretanto, allá arriba, las niñas se habían despertado y, asomadas a la ventana, en camisones, llamaban desoladamente a su madre, hasta que el consternado padre corrió hacia ellas para tranquilizarlas. Luego ocurrió algo tan terrible que casi no puede describirse, porque la naturaleza, en momento de violenta tensión, in­funde a los individuos actitudes de una expresión tan trágica que ni la imagen ni la palabra pueden reproducirla con sufi­ciente intensidad. De pronto, el adiposo y pesado comerciante descendió los cru­jientes peldaños de la escalera con aspec­to completamente fatigado pero a la vez colérico. En la mano tenía una carta.

-¡Llame otra vez a todos! - dijo con pa­labras comprensibles al mayordomo. -¡Or­dene que se retiren! ¡Es inútil buscar! ¡Mi mujer me ha abandonado!

En aquel hombre mortalmente herido observábase un esfuerzo para reprimirse, un esfuerzo de sobrehumana tensión ante todos los que lo rodeaban y se empujaban para poder contemplarlo y que luego, de súbito, sintiéndose atemorizados, avergon­zados, turbados, fueron alejándose. Con­servó todavía fuerzas suficientes para pa­sar tambaleándose por delante de nos­otros, sin mirar a nadie, y luego apagar la luz del salón de lectura; después se oyó su voluminoso cuerpo desplomarse pesa­damente en un sillón; escuchándose un so­llozo salvaje, brutal, única forma en que puede llorar un hombre que no ha llorado nunca. Esa congoja, ese dolor elemental ejercía sobre nosotros, aún sobre los más superficiales, un aturdidor efecto. Ninguno de los camareros, ninguno de los huéspedes a quienes acuciara la curiosidad, arriesgaba la menor sonrisa o, al contra­rio, una palabra de consuelo. Silenciosos, avergonzados por aquella brutal expresión de sentimiento, todos, uno después del otro, nos retirarnos a nuestras habitacio­nes, mientras allá, en el oscuro salón, continuaba gimiendo y agitándose con­vulso y completamente solo aquel hom­bre dolorido. El hotel mientras tanto, fue apagando sus luces, entre ruidos, murmu­llos, cuchicheos. . . hasta que quedó todo sumido en el silencio.

Se comprenderá que un suceso tan ful­minante y deplorable, desarrollado ante nuestros ojos, era como para conmover violentamente la sensibilidad de personas acostumbradas a una existencia ociosa, exenta de preocupaciones. Pero la disputa que después estalló tan vehemente en nuestra mesa llegando a los límites de la violencia, si bien tenía como punto de partida el extraño incidente, en el fondo era una divergencia de principios, una lucha enconada entre formas muy opues­tas de sentir y concebir la vida. Por indis­creción de una de las camareras que ha­bía leído la carta -quizá el desesperado marido, ciego de cólera, después de estrujarla entre sus manos, la arrojó al suelo, sin reparar en lo que hacía- circuló con rapidez la noticia de que madame Henriet­te no se había marchado sola, sino en com­pañía del joven francés, lo que hizo que la simpatía por éste desapareciese rápi­damente entre la mayor parte de los hués­pedes. Al punto quedó en evidencia que aquella madame Bovary de tercer orden había cambiado su cachaciento marido provinciano por el apuesto y elegante Adonis. Pero lo que en la pensión sorpren­día sobremanera era que ni el fabricante, ni sus hijas, ni la misma madame Henriette, hubieran hasta entonces visto a ese Lo­velace, y que por consiguiente, las dos horas de conversación en la terraza y la hora que tomaron café en el jardín fueron suficientes para decidir a una mujer de unos treinta y tres años, de todos respe­tada a abandonar al esposo y a sus hijas para seguir a un desconocido. Este hecho, en apariencia evidente, era generalmente rechazado en nuestra mesa, considerán­dolo como una estratagema cual un pérfi­do engaño de los amantes; no cabía duda de que madame Henriette hacía tiempo que sostenía relaciones secretas con el joven, el cual había venido sólo para ulti­mar los detalles de la huída; porque era, según ellos, absolutamente imposible que una mujer decente, tras un efímero galan­teo de dos horas, se fugase tan descara­damente, a la primera indicación. Pero a mí me resultaba divertido sostener una opinión opuesta y, por consiguiente, enér­gicamente, la posibilidad y hasta la verosimilitud de que una señora, luego de varios años de matrimonio, decepcionada, hastiada, se sintiese íntimamente predis­puesta a correr una aventura de tal géne­ro. Debido a mi oposición inesperada, se generalizó la discusión rápidamente su­biendo de tono, en particular porque los dos matrimonios, el alemán y el italiano, consideraban un desatino creer en el "fle­chazo", y lo rechazaban con menosprecio ofensivo, como una fantasía de novela de pésimo gusto.

No hay para qué insistir aquí con todos los detalles del curso borrascoso de una disputa desarrollada desde la sopa al pos­tre: sólo los profesionales de la mesa del hotel suelen mostrarse ingeniosos, y los argumentos expuestos en el calor de una conversación de mesa son en su mayoría superficiales, por lo mismo que surgen sin reflexión y a la ligera. También resulta bastante difícil averiguar por qué motivo nuestra discusión rápidamente adquirió aquella agresividad; la irritación, creo yo, debióse a que los dos maridos, sin propó­sito deliberado, pretendían que sus respectivas esposas escapaban a la posibi­lidad de llegar a tales caídas y peligros.

Desgraciadamente, para defender este punto de vista, no encontraron nada me­jor para objetarme que declarar que sólo hablaba así quien juzgase la psicología femenina según las conquistas fortuitas y fáciles del soltero. Esto me irritó bas­tante; pero cuando la señora alemana sa­lió diciendo que de un lado estaban las mujeres honestas y del otro las de tempe­ramento de cocotte, entre las cuales, se­gún ella, había que incluir a madame Henriette, perdí la paciencia y me demostré, a mi vez, agresivo. Esta resistencia a conocer la evidencia de que una mujer, en determinada hora de su vida, malgrado su voluntad y la conciencia de su deber, se halla indefensa frente a fuerzas misterio­sas, revelaba miedo del propio instinto, temor del demoníaco fondo de nuestra naturaleza. Y parece que muchas perso­nas experimentan no poca satisfacción al sentirse más fuertes, morales y puras, que las que resultan "fáciles de seducir". Per­sonalmente yo encuentro más digno que una mujer ceda al instinto, en forma libre y apasionadamente, a que, como por lo general ocurre, engañe al esposo en sus propios brazos y a ojos cerrados. Esto dije yo, poco más o menos. Cuándo los demás, en el fragor de la disputa, arrecia­ban en sus ataques contra la indefensa madame Henriette, con más apasiona­miento hacía yo su defensa, llegando, en verdad, mucho más allá de mis íntimas convicciones. Esta exaltación fue una es­pecie de estocada a fondo para ambos matrimonios, los cuales, enfurecidos, for­mando un cuarteto muy poco armonioso, lanzáronse sobre mí en forma tal, que el anciano danés, jovial e indiferente por lo común, con el reloj en la mano, como si actuara de árbitro en un partido de futbol, fue amonestando a unos y otros hasta que se vio en el trance de descargar un puñe­tazo sobre la mesa, exclamando: "Gentle­man, please!".

Pero esto no surtía sino un efecto mo­mentáneo. Por tres veces uno de mis ad­versarios estuvo a punto de levantarse airado con el rostro enrojecido, y sólo a duras penas logró calmarlo su esposa. En resumen, unos minutos más y nuestra dis­cusión hubiera terminado a golpes si, de pronto, la señora de C., con la eficacia del aceite suavizador, no hubiese calmado las encrespadas olas de la conversación.

La señora C., la anciana dama inglesa, de blancos cabellos, y gran distinción, era, tácitamente, la presidenta de honor de nuestra mesa. Sentada en su lugar, ergui­do el cuerpo, siempre amable y cordial con todos, por lo regular silenciosa a la vez que dispuesta a escuchar con deferencia e interés, tenía un aspecto físico sumamente agradable. Una maravillosa calma, un notable recogimiento reflejába­se en su exterior aristocráticamente reser­vado. Manteníase apartada de cada uno de nosotros hasta un límite discreto, bien que mostraba, con tacto exquisito, a todos, su personal estima y consideración: por lo regular se sentaba en el jardín con sus libros, tocaba a menudo el piano, raramen­te se la veía en sociedad o en animada conversación. Muy raramente se notaba su presencia y, sin embargo, sobre todos nosotros ejercía un influjo especial. En cuanto ella hubo intervenido en nuestra discusión, nos percatamos de que nos habíamos expresado con exceso de acri­tud y destemplanza.

La señora C. aprovechó el molesto si­lencio que se produjo al levantarse brus­camente el señor alemán y trató de res­tablecer la paz entre nosotros. Levantó de improviso sus ojos grises y claros, me miró un instante irresoluta, para plantear después, con objetiva claridad, el proble­ma desde un punto de vista particular.

-¿Usted cree, pues, si he entendido bien, que madame Henriette, que una mu­jer, cualquiera que sea, sin habérselo pro­puesto, puede lanzarse inconscientemente a una aventura repentina? ¿Cree que hay acciones que una mujer una hora antes de cometerlas juzgaría imposibles y de las cuales no llegaría a ser responsable?

-Yo lo creo en absoluto, señora.

-Así, en ese caso, todo juicio moral carecería por completo de sentido, y toda transgresión a las buenas costumbres quedaría justificada. Si, en realidad, us­ted cree que el crimen pasional, como dicen los franceses, no es un crimen, ¿para qué existen los tribunales? No se pre­cisa mucha buena voluntad (y usted la posee hasta un grado asombroso, añadió sonriendo levemente) para descubrir en cada crimen una pasión, y en cada pa­sión la causa para disculparlo.

El tono claro y casi jovial de sus pala­bras fue para mí como un sedante, y adop­tando a pesar mío, su aire objetivo, repu­se medio en serio­:

-La justicia sobre esas cosas segura­mente procede con mayor severidad que yo; está en el deber de vigilar despiadadamente las costumbres ya establecidas y las convenciones legales; tiene la obli­gación de juzgar y no de disculpar. Yo, no obstante, como persona privada, no veo por qué motivo he de adoptar la acti­tud del juez; prefiero más bien actuar de defensor. Personalmente, me produce ma­yor satisfacción comprender a los hom­bres y no condenarlos.

La señora C. me miró fijamente con sus ojos grises y claros, y, al cabo, vaciló. Temí que no hubiera entendido, y me dis­ponía a repetirle en inglés lo dicho; pero, con singular seriedad, como si estuviése­mos en un examen, siguió preguntándo­me:

-¿No encuentra, pues, odioso y des­preciable que una mujer abandone a su marido y a sus hijas para marcharse tras un hombre cualquiera, de quien no sabe nada, ni si es digno de su amor? ¿Puede, realmente, excusar conducta tan atolondrada y liviana en una mujer que, por otra parte, ya no es una jovencita y que, al menos, por amor a sus hijitas, debió preo­cuparse de su propia dignidad?

-Repito, señora, - insistí, -que, en es­te caso, no quiero ni juzgar ni condenar. Puedo reconocer ante usted que he esta­do un tanto exagerado: esa pobre mada­me Henriette no es, por cierto, ninguna heroína, ni siquiera un espíritu aventure­ro, menos todavía una "grande amou­reuse''. Sólo la tengo por una mujer co­rriente, débil, la cual me merece cierto respeto por haber tenido valor para obrar de acuerdo con su voluntad; pero que me inspira aún mayor lástima porque indudablemente mañana mismo, si no hoy, se sentirá profundamente desgraciada. Quizá ha obrado estúpida, locamente; pe­ro nunca de una manera ruin y vulgar. Lo mismo ahora que antes discutiré con cualquiera el derecho a menospreciar a esa pobre desgraciada.

-¿Siente todavía por ella idéntico res­peto y la misma consideración? ¿No es­tablece diferencia alguna entre la dama respetable con la cual conversaba usted anteayer, y esa otra que huyó ayer con un desconocido?

-Absolutamente ninguna diferencia; ni siquiera la más insignificante.

-Is that so?

Involuntariamente, la señora C. se ex­presó en inglés parecía que la conversa­ción le interesaba singularmente. Tras un breve momento, en el cual permaneció pensativa, fijó en mí sus claros ojos para interrogarme:

-Si usted encontrase mañana en Niza, a madame Henriette, por ejemplo, del bra­zo de ese joven, ¿la saludaría?

-Naturalmente.

-¿Hablaría con ella?

-Naturalmente.

-Y si estuviera... si estuviera usted ca­sado, ¿se atrevería a presentar a su es­posa una mujer así, como si nada hubiese ocurrido?

-Naturalmente.

-Would you really? - inquirió de nuevo, en inglés, con una expresión escéptica y estupor evidente.

-Surely I would, - contesté también, sin darme cuenta, en inglés.

La señora C. calló. Parecía esforzarse en fijar su pensamiento; de pronto mirán­dome, casi asombrada de su propio cora­je, exclamó:

-I don't know if I would. Perhaps I might do it also.

Y, poniendo fin a la conversación en forma definitiva aunque sin grosería ni brusquedad, con ese aplomo tan difícil de describir y que sólo es característico de los ingleses, se levantó y me ofreció con amabilidad la mano. Gracias a su influen­cia volvió a imperar la paz; todos lo agradecimos interiormente. Sintiéndonos aún enemigos, pudimos saludarnos con una relativa cortesía, y la atmósfera, cargada peligrosamente, se despejó otra vez, gra­cias a unas cuantas vulgares ocurrencias.

Pese a qué la discusión parecía haber concluido de una manera cortés, desde en­tonces subsistió entre mis adversarios y yo una levísima hostilidad. El matrimonio alemán se mantuvo bastante reservado; el italiano, en cambio, complacíase en in­terrogarme los días siguientes, con mor­daz insistencia, si había tenido noticia de la "cara signora Henrietta". Pese a lo co­rrecto de nuestro trato diario, algo de la cordialidad amable y leal que presidiera antes nuestras comidas había desapare­cido definitivamente.

La ironía y la frialdad que demostraban mis adversarios tornábase aún más sen­sible debido a la preferente y especial cordialidad que me demostró la señora desde aquella discusión. Si antes se encerraba en una extrema reserva, sin mostrarse dispuesta a conversar con sus compañeros de mesa, salvo en las horas de la comida, ahora aprovechaba cual­quier coyuntura para conversar conmigo en el jardín, y hasta cabría decir para distinguirme con su trato, ya que sus nobles y reservadas maneras hacían aparecer to­da relación con ella cual un favor espe­cial. He de confesar con franqueza que la dama parecía buscar mi compañía, no perdiendo oportunidad de hablar conmi­go, haciéndolo de una manera tan osten­sible que, si no se hubiera tratado de una dama anciana y de blancos cabellos, me habría hecho concebir tan extraños como vanidosos pensamientos. Cada vez la con­versación tenía invariablemente el mismo punto de partida: madame Henriette. Pa­recía experimentar una secreta satisfac­ción tachando de infiel y de falta de ener­gía moral a aquella que había olvidado sus deberes. Mas, al mismo tiempo, go­zábase también en lo invariable de mi sim­patía hacia la indefensa y delicada mujer, sin que nada me decidiese a volverme atrás en mis opiniones. En vista de que nuestras conversaciones siempre deriva­ban hacia el mismo tema, terminé no sabiendo qué pensar de esa extraña obse­sión en que parecía descubrir una punta de pesadumbre.

Esto duró unos cinco o seis días, sin que ella revelase con una sola palabra el motivo por el cual semejante tema reves­tía tal importancia. Pero que tal era se evidenció completamente cuando, en el curso de un paseo, declaré que mi estan­cia en la playa había llegado a su término y que partiría dentro de un par de días. Fue entonces cuando su rostro, de ordinario impasible, se contrajo repentina­mente y en forma singular. Por sus ojos, de un gris marino, fugazmente cruzó la sombra de una nube.

-¡Qué lástima! ¡Y yo que deseaba con­versar aún de tantas cosas con usted! Después de haber expresado así, determinada inquietud y desasosiego hizo­me adivinar que, mientras hablaba, había estado pensando en otra cosa, la cual debía preocuparla muy hondamente y la llevaba a ensimismarse. Por fin pareció como si semejante actitud la molestara a ella misma, por cuanto de pronto, en medio del silencio producido, resuelta­mente me ofreció su mano.

-Veo que no podré hablar con fran­queza de lo que deseaba. Prefiero escribirle.

Y con paso más rápido que el de cos­tumbre, se dirigió hacia el hotel.

En efecto, antes de la cena, aquella no­che, encontré en mi cuarto una carta su­ya escrita con enérgicos y claros trazos. Por desgracia, siempre he sido un hom­bre distraído en lo que se refiere a la con­servación de las cartas recibidas en mis años mozos. No me es posible por lo tan­to, reproducir textualmente el original. Me limitaré sólo a dejar aquí expresado el contenido más o menos aproximado de su pregunta respecto a si podría referirme algo de su vida. El episodio -decía en la carta- databa de tan antiguo que, cier­tamente, casi no lo consideraba pertene­ciente a su vida actual; y, además, el he­cho de que yo debiera irme dentro de dos días hacíale más fácil hablarme de un asunto que, desde hacía veinte años, la preocupaba y torturaba vivamente. En el caso de que yo no considerase oportuna semejante confidencia, me suplicaba que, al menos, le concediera una entrevista de una hora.

Semejante carta, de la cual no mencio­no aquí sino el contenido estricto, me in­teresó extraordinariamente: la redacción inglesa otorgábale un alto grado de clari­dad y de decisión fácil y, antes de en­contrar una fórmula que me satisficiera, debí romper tres borradores.

Al fin quedó concebida en estos térmi­nos:

"Para mí constituye un gran honor que me otorgue usted semejante confianza. Le prometo corresponder caballerosamente, en el caso de que usted así me lo demande. Naturalmente, no debo pe­dirle que me relate más que lo que usted desea. Pero cuanto me diga, dígamelo con total y estricta sinceridad, no ya por mí, sino por usted misma. Le suplico crea que considero su confianza como un honor muy especial".

Mi carta llegó a su cuarto por la noche. A la mañana. siguiente hallé la respuesta: "Usted tiene perfecta razón; la verdad a medias carece de valor; sólo la tiene la que exponemos íntegramente. Me esfor­zaré lo que sea necesario para no ocultar nada ni a usted ni a mí misma. Venga después de cenar a mi habitación. A mis se­senta y, siete años me considero a cubier­to de toda maledicencia. Hablar en el jar­dín o en la proximidad de otras personas no me sería posible. Puede usted creer de veras que el decidirme a esto no ha sido para mí nada fácil".

En todo el día nos encontramos aún en la mesa donde charlamos de cosas indi­ferentes. En el jardín, en cambio, visible­mente turbada, evitó cruzarse conmigo: hízome observar cómo aquella dama an­ciana, de cabellos blancos, huía de mí por una avenida de pinos, atemorizada cual una jovencita.

A la hora convenida llamé a la puerta de su cuarto la que fue abierta inmediata­mente. La habitación aparecía alumbrada por una tenue luz; sólo la pequeña lám­para del velador proyectaba un cono de amarillenta luz entre la oscuridad crepus­cular del aposento. La señora C. apare­ció sin demostrar el menor embarazo. Ofrecióme un sillón y se ubicó enfrente de m¡. Con-mucha facilidad pude adver­tir que no había uno solo de sus movimientos que no hubiese sido cuidadosa­mente preparado; pese a lo cual se pro­dujo una pausa, visiblemente contra su voluntad, una pausa de difícil solución y que fue prolongándose por momentos, sin que me atreviera a cortarla con una sola palabra, consciente de que en aquellos instantes una voluntad poderosa sostenía una lucha violenta con una fuerte resis­tencia.

Del salón nos llegaban, de vez en cuan­do, apagados, los truncados acordes de un vais. Yo escuchaba con atención, co­mo deseando despojar a aquel silencio de algo de su molesta opresión. Demos­trando darse cuenta, ella, a su vez, de lo penoso de la pausa excesivamente prolongada, de súbito hizo un gesto decisivo, y comenzó:

-Unicamente la primera palabra es di­fícil. Desde hace dos días me preparo para ser clara y franca en absoluto. Es­pero que lo conseguiré. Por el momento, quizás no acierte usted a explicarse por qué yo le refiero a usted, a un extraño, todas esas cosas. . . ¡Pero es que no pasa un día y apenas unas horas sin que deje de pensar en aquel hecho! Puede usted creer a esta mujer de edad avanzada cuando le declara que no hay nada más insoportable que pasar toda una vida con la obsesión de un solo punto, de un solo día de existencia. Porque todo cuanto voy a narrarle abarca sólo un brevísimo espa­cio de veinticuatro horas en una vida de sesenta y siete años. Con frecuencia me he dicho a mí misma, hasta volverme loca, que escasa importancia tiene, dentro de una prolongada existencia, el haber obra­do mal en una única ocasión. Pero no po­demos librarnos de eso que, con expre­sión bastante vaga, llamamos "concien­cia". Con todo, si hubiese llegado a sos­pechar que un día oiría hablar a usted de modo tan objetivo sobre el caso de madame Henriette, tal vez hubiera puesto fin al incesante cavilar, a la constante de­nigración de mí misma, y me hubiera de­cidido de una vez a hablar libremente con alguien sobre aquel único día de mi vida. Si en lugar de pertenecer a la religión an­glicana yo hubiera estado afiliada a la religión católica, entonces se me hubiera presentado hace años la oportunidad de la confesión. Mas ese consuelo nos está vedado a nosotros, y yo hoy voy a hacer este ensayo singular: hablarme sinceramente a mí misma a la vez que le hablo a usted. Comprendo que todo esto resul­ta muy extraño; pero usted aceptó sin vacilar mi proposición y por ello le estoy sumamente agradecida.

Bien. Ya le he dicho que sólo deseaba referirme a un solo día de mi vida; el res­to de ella me parece totalmente desprovisto de importancia, sin interés para na­die. Lo que he visto hasta los cuarenta y dos años no se aparta de lo común. Mis padres eran unos ricos terratenientes de Escocia; poseían grandes fábricas y gran­jas, y, según la costumbre de la nobleza, la mayor parte del año residíamos en nuestras haciendas, pasando la "season" en Londres. Cuando tenía dieciocho años conocí en un salón a mi marido; era el segundo hijo de la conocida familia de R., y había prestado servicio militar du­rante diez años en la India. Nos casamos inmediatamente, y llevamos la existencia exenta de preocupaciones propia de la gente de nuestra clase: tres meses en Londres, tres en nuestras propiedades, y el resto del tiempo viajando por Italia, España y Francia. Jamás enturbió la más leve sombra nuestro matrimonio. Los dos hijos que tuvimos ya son adultos. Al llegar a los cuarenta años, inesperadamen­te falleció mi esposo. En el ejército ha­bía contraído una enfermedad del hígado, y después de dos semanas de horri­ble angustia le perdí. El mayor de mis hi­jos estaba entonces en el ejército; el me­nor se hallaba aún en el colegio; así es que me encontré sola completamente, siendo esa soledad, para quien como yo se hallaba acostumbrada a la tierna y so­lícita compañía de mi esposo, algo así como un tormento insoportable. Permane­cer un día más en la casa donde todo me recordaba la dolorosa pérdida del ser que­rido, resultábame imposible. Decidí, pues, viajar intensamente durante los años si­guientes, y mientras mis hijos permanecieron solteros.

Mi vida, en realidad, desde aquel mo­mento me pareció absolutamente insen­sata e inútil. El hombre con el cual duran­te veintitrés años compartiera todos los instantes y todos los pensamientos, había desaparecido; mis hijos casi no me necesitaban; y yo, además, temí amargar su juventud con mi pesimismo y melancolía. Para mí misma no ambicionaba ni desea­ba cosa alguna.

Primero me fui a París. Allí, para disi­par el tedio, me dediqué a visitar estable­cimientos y museos. Mas, la ciudad y las cosas me resultaban un tanto extrañas. Hui de la sociedad, pues no me era posible soportar las compasivas miradas que cortésmente todos me dirigían al verme tan enlutada. No llegaría a poder decirle cómo pasé aquellos días de vagabundeo. Sólo sé que no tenía más deseo que el de morir; pero me faltaron las fuerzas para precipitar este anhelo doloroso.

Al cabo de dos años de luto, o sea, a la edad de cuarenta y dos, hallándome en semejante estado de extrema atonía, huyendo de una existencia carente de obje­tivo, a la que no había sabido sobreponer­me, llegué, sin saberlo casi, a Montecarlo.

Diciendo todo con sinceridad, he de manifestar que eso se debió al tedio, al afán de llenar el penoso vacío de mi cora­zón, el que no puede nutrirse sino con los pequeños estímulos del mundo exterior. Cuanto mayor era mi atonía, más intenso resultaba en mí el anhelo de hallarme allí donde la vida se agitaba más febrilmente. Para el que se siente desasido de todo, la inquietud apasionada de los otros le pro­duce una conmoción en los nervios, cual en el teatro o con la música.

Por eso, también concurrí al Casino va­rias veces. Me agradaba observar la in­quieta fluctuación de la alegría o la consternación en los rostros de la gente, mien­tras mi interior sólo era un espantoso de­sierto. Además, mi esposo, sin pecar de frívolo, en vida complacióse en frecuen­tar, de vez en cuando, las salas de juego, y así a mí me agradaba revivir fielmente, con algo así como una piedad maquinal, todas sus costumbres de antaño. Fue tam­bién allí donde comenzaron aquellas vein­ticuatro horas que para mí resultaron más excitantes que todo juego, y que llegaron a turbar por largos años mi existencia.

Aquel día yo había almorzado con la duquesa de M., pariente de mi familia. Por la noche, después de cenar, no sintiéndo­me aún lo bastante fatigada para marchar­me a la cama, penetré en la sala de juego; y, pese a que yo no jugaba, lentamente iba de una mesa a la otra observando de ma­nera especial a los grupos de jugadores allí reunidos. Digo de una manera espe­cial, refiriéndome a lo que me enseñaba mi marido un día en que me lamentaba de lo aburrido que era contemplar constan­temente las mismas caras: mujeres ave­jentadas y entecas, que permanecían ho­ras y horas como asustadas antes de aventurar una ficha; profesionales astutos, cortesanas, aventureras, toda esa turbia sociedad que, como usted sabe, no resul­ta tan pintoresca ni romántica como se da en pintarla en las malas novelas, donde siempre aparece como la "fleur d'élegan­ce" y cual la muestra de la aristocracia de Europa. Además, el Casino, hace vein­te años, era mucho más atrayente que en el presente:. En aquella época, circulaba el dinero en forma evidente, tangible y verdaderamente desaforada. Los arrugados billetes, los dorados napoleones, las arro­gantes monedas de cinco francos, se amontonaban y corrían formando remoli­nos por las mesas, cual en el más loco de los vértigos. En cambio, hoy un público burgués, de agencia de viajes Cook, aca­ricia aburridamente las fichas sin carácter del juego, a la moderna. Empero, entonces tampoco encontraba el menor interés en la uniformidad de aquellos rostros extraños, hasta que cierto día mi esposo, cuya secreta pasión era la quiromancia, la ex­presión de las manos, me enseña una forma especial de mirar, que era, en rea­lidad, más interesante y que impresionaba y excitaba mucho más que el soporífero mariposeo alrededor de las mesas. Con­sistía en no mirar nunca los rostros, sino el cuadrilátero de la mesa, y sobre todo, no apartar la vista de las manos de los jugadores y su manera particular de mo­verse.

Ignoro si alguna vez usted habrá pues­to, por casualidad, exclusivamente su atención en el tapete verde, en el centro del cual la bolita, como un borracho, va­cila de un número a otro y dentro de cuyo cuadrilátero, dividido en secciones, a mo­do de maná, llegan arrugados pedazos de papel, redondas piezas de oro y plata, que después la raqueta del "croupier", al igual que una fina guadaña, siega y arras­tra hacia sí o empuja, cual una gavilla, hacia el ganador. Observándolo desde es­ta especial perspectiva, lo que varía sólo son las manos, la multitud de manos cla­ras, nerviosas y constantemente en actitud de espera en torno del tapete verde, todas asomando por las cavernas de sus respec­tivas mangas, cada una de forma y color diferente, unas desnudas, otras adornadas con anillos y pulseras repiqueteantes, muchas velludas como si fueran de animales salvajes, otras muchas húmedas y retorci­das como anguilas; y todas, empero, cris­padas, trémulas, poseídas por una terrible impaciencia. Sin querer, siempre pensaba en la pista de las carreras en el momento en que en la línea de largada hay que con­tener con fuerza a los excitados caballos para que no se salgan antes de tiempo. Exactamente así temblaban y se agitaban las manos. Todo puede adivinarse en esas manos en su manera de esperar, de coger, de contraerse. Al codicioso se le conoce por su mano semejante a una garra; al pródigo, por su mano blanca y floja; al calculador, por la muñeca firme; al des­esperado, por la mano temblorosa; cientos de temperamentos se descubren con la rapidez del rayo, ya sea en la forma de coger el dinero, si lo estruja o lo agita nerviosamente, si, abatido y con mano fa­tigada, hace indiferente una apuesta en el tapete verde. Decir que al hombre se le descubre en el juego casi es una vulga­ridad; pero yo afirmo que todavía su mano le descubre mejor durante el juego. Por­que todos o casi la totalidad de los juga­dores aprenden muy pronto a dominar su rostro: todos, del cuello para arriba, llevan la máscara fría de la impasibilidad: domi­nan y borran las arrugas que se forman en torno de la boca: moderan su sobre­excitación apretando constantemente los dientes; ocúltanse a sí mismos la visible inquietud; y, con los músculos en tensión, imprimen al semblante una fingida indiferencia, que por momentos llega a adquirir una aristocrática frialdad. Pero, por lo mismo que la tensión está tensamente concentrada, se afanan en dominar la ex­presión del semblante, que es la parte más visible del ser, y olvidan las manos, porque no saben que hay quienes las ob­servan y descubren en ellas todo lo que más arriba intentan disimular los labios sonrientes y las miradas aparentemente tranquilas. Las manos, ponen, impúdica­mente, al descubierto su secreto. Porque llega un momento inevitable en que los dedos, a duras penas dominados, en apa­riencia adormecidos, saldrán de su invo­luntaria indolencia; en el angustioso segundo en que la bolita de la ruleta cae en la pequeña casilla y se canta el número ganador; en ese instante, cada una de aquellas cien o ciento cincuenta manos dibuja un involuntario movimiento, com­pletamente individual, personal, de instin­to primitivo. Y cuando uno aprende y se acostumbra, como yo, debido a la pasión de mi marido, a observar esa multitud de manos, la explosión constantemente va­riable, diferente e inesperada del tempe­ramento particular, de cada persona, nos produce un efecto más emotivo que el tea­tro o la música.

No es posible describir las mil mane­ras de mover las manos en el juego: las hay cual de bestias salvajes; de velludos y curvados dedos, que arrebatan el dinero forzosamente, otras, nerviosas, trémulas, con las uñas pálidas, que casi no se atre­ven a avanzar; otras, nobles y a la vez viles, tímidas y brutales, vivas y torpes; y otras, vacilantes... Cada una actúa de modo diferente, porque expresa un tem­peramento distinto, excepción hecha de las manos de los "croupiers". Las de és­tos son máquinas perfectas; junto a la exaltación viva de las otras, funcionan con objetiva precisión, atareadas siempre y con absoluta indiferencia, cual si se tra­tara de las llaves sonoras de un aparato calculador. Estas manos frías actúan de manera que no sorprende mayormente por el contraste que hacen con sus obsesio­nadas y apasionadas hermanas. Diríamos que visten uniforme cual policías en medio de las oleadas de exaltación de una revuelta popular. Agregamos todavía el deleite personal que se experimenta a los pocos días, una vez conocidas las cos­tumbres y las pasiones de cada una de las manos. Al poco tiempo hice distinciones entre ellas, dividiéndolas, cual lo haría con las personas, en simpáticas y antipá­ticas; las había que me resultaban tan as­querosas por su avidez y su torpeza, que siempre apartaba la mirada de ellas cual ante una indecencia. Una mano nueva en la mesa constituía para mí una aventu­ra y un nuevo motivo de curiosidad. Á menudo olvidaba mirar el rostro que, más arriba, asentaba sobre un cuello cual una fría máscara inmóvil, sobre una camisa de smoking o un resplandeciente desco­tado.

 

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