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Книга «Мариенбадская элегия» (La elegía de Marienbad) на испанском языке

Новелла «Мариенбадская элегия» (La elegía de Marienbad) на испанском языке – читать онлайн, автор книги – Стефан Цвейг. Эта короткая новелла также вошла в сборник исторических миниатюр, который называется «Звёздные часы человечества» (Momentos estelares de la Humanidad) и впоследствии переведён на многие самые распространённые языки мира. Новелла посвящена написанию «Мариенбадской элегии» Иоганном Гёте.

Остальные новеллы Стефана Цвейга, а также произведения многих других известных во всём мире писателей, можно читать онлайн в разделе «Книги на испанском».

Тем, кому нравятся фильмы Испании и стран Латинской Америки, будет интересен раздел «Фильмы и мультфильмы на испанском языке».

Для тех, кто планирует изучать испанский с преподавателем или носителем языка, есть информация на странице «Испанский по скайпу».

 

Теперь переходим к чтению книги Стефана Цвейга «Мариенбадская элегия» (La elegía de Marienbad).

 

La elegía de Marienbad

 

Goethe, entre Karlsbad y Weimar,
5 de septiembre de 1823

 

El 5 de septiembre de 1823, una silla de posta rodaba lentamente por la carretera de Karlsbad hacia Eger. Era una de esas frías mañanas otoñales; el viento soplaba violentamente, arrastrando los rastrojos de los campos, y el cielo aparecía límpido hasta la lejanía del horizonte. En la calesa viajaban tres hombres: Von Goethe, consejero secreto del gran ducado de Sajonia-Weimar (así constaba pomposamente en la lista de bañistas de Karlsbad), y sus dos incondicionales: Stadelmann, el viejo sirviente, y John, el secretario, copista de sus obras creadas en el nuevo siglo. Los dos subalternos no pronuncian palabra alguna desde que salieron de Karlsbad (donde los despidieron unas muchachas cariñosamente con besos), para no turbar los pensamientos del anciano poeta, que permanece inmóvil, sin abrir los labios, revelando su ensimismada mirada su actividad interior. Al detenerse la diligencia en la primera parada de la posta, el poeta baja del carruaje, y sus dos acompañantes pudieron advertir que escribía rápidamente con lápiz algunas palabras en un librito de notas, operación que se repitió durante todo el trayecto hasta llegar a Weimar. Tanto en Zwotau como en el castillo de Hartenberg al día siguiente, como en Eger y luego en Pössneck, continúan sus anotaciones. En su diario dice lacónicamente: «He seguido trabajando en el poema» (6 de septiembre), «El domingo continué escribiendo en el poema» (7 de septiembre), «Durante el viaje he seguido escribiendo en el poema» (12 de septiembre). En Weimar, donde termina el viaje, pone fin a su obra. Se trata nada menos que de la Elegíа de Marienbad, la creación poética más significativa, más íntimamente personal y, por ello, la predilecta del anciano. Es la heroica despedida, es el renacimiento digno de un héroe. En una de sus conversaciones, Goethe mismo llamó a esa poesía «diario de la vida anterior». Quizá ninguna de las páginas de su diario nos parece tan clara, tan plena de significado, en su origen y en, su gestación, como este documento íntimo que supone una trágica interrogación y un dramático reflejo de lo más entrañable de sus sentimientos. Ninguna producción lírica de su juventud surgió de un modo tan directo de un hecho; ninguna otra de sus obras puede seguirse desde el principio, estrofa por estrofa, momento por momento, como este canto maravilloso, como este hondísimo poema floreciendo en el invierno de una vida, cuando el gran poeta contaba setenta y cuatro años. En contraposición a Eckermann, Goethe lo calificó de un estado eminentemente pasional, y revela un desconcertante dominio de la forma; es, al mismo tiempo, claro y misterioso, y el instante más ardiente de su vida aparece plasmado de modo imperecedero. Nada hay en esa obra que se haya marchitado, empañado, cuyo sentido quede oscurecido; nada palidece en esas páginas magistrales de una vida tan fecunda en sublimes delirios, a pesar de haber transcurrido más de cien años. Aquel 5 de septiembre emocionará aún durante siglos a las generaciones alemanas venideras.

***

Sobre esa página, sobre ese hombre, sobre ese poema y sobre esa hora brilla la maravillosa estrella del resurgimiento. En febrero de 1822, Goethe sufre una grave enfermedad; una fiebre altísima que debilita su cuerpo, y durante largas horas permanece en la más completa inconsciencia. Los médicos iban a ciegas, pues no podían descubrir la causa del mal a través de los síntomas que presentaba. Sólo se daban perfecta cuenta del peligro. Pero de repente, del mismo modo que se presentó, desaparece la enfermedad. En junio, Goethe, completamente repuesto, se traslada a Marienbad. Parecía que aquella dolencia sólo había sido el síntoma de un rejuvenecimiento interior, una nueva «pubertad». El hombre que se había ido endureciendo al correr de los años, el poeta que se había ido convirtiendo lentamente en un erudito, vuelve a percibir la voz que no oía hacía años: la voz del sentimiento. La música, como el mismo dice, despierta sus emociones, y las lágrimas afluyen a sus ojos cuando escucha la interpretación al piano de una obra por la hermosa Szymanoweska. Sigue a la juventud ansiosamente; sus compañeros, sorprendidos, ven como aquel anciano septuagenario pasa las noches galanteando a las damas, y como, después de largos años de «inacción», vuelve a bailar, y, como el mismo dice, «en los cambios de pareja me encontraba siempre con lindas muchachas». Aquel rígido ser se ha fundido en un verano como por arte de algún hechizo, y su espíritu rejuvenecido se siente envuelto en el eterno encanto de la vida. Indiscretamente nos habla su diario de « sueños conciliadores»; en él se despierta el antiguo «Werther». Se siente inspirado junto a las damas y renacen las breves poesías, los juegos de palabras, como le sucediera medio siglo atrás con Lilí Schönemann. Vacila en la elección de sus nuevos amores. Su rejuvenecido corazón se inclina primero por la bella Polin y luego por Ulrika de Levetzow, de diecinueve años. Hace quince había amado con veneración a la madre de esta muchacha, y un año antes acariciaba paternalmente a la hija de aquella mujer, que ahora se convierte en pasión, en una pasión que, como otra enfermedad, se apodera de todo su ser, sumiéndole en el volcán de la vida sentimental como antaño. El anciano se conduce como un colegial; apenas oye la juvenil voz, suspende el trabajo y, sin sombrero ni bastón, corre al encuentro de la muchacha. La corteja con el ardimiento de un hombre joven, y ofrece el más grotesco de los espectáculos, con su poco de ridículo y su mucho de trágico. Después de consultar a su médico, Goethe confiesa su pasión al más viejo de sus camaradas, al gran duque, rogándole que solicite en su nombre a la señora Levetzow la mano de su hija Ulrika. Y el gran duque, sonriendo al recuerdo de las orgías vividas con él hace cincuenta años, y acaso sintiendo cierta envidia de aquel hombre a quien no sólo Alemania, sino toda Europa, veneran como a un sabio, como al espíritu más diáfano y profundo del siglo, el gran duque adorna su pecho con todas sus condecoraciones y va a pedir a una madre la mano de su hija de diecinueve años para un anciano de setenta y cuatro. Nada sabemos en concreto de la respuesta. Parece que fue evasiva y dilatoria. El pretendiente quedó sumido en la incertidumbre. Sólo consigue besos fugaces, palabras cariñosas, mientras el deseo acucia cada vez más su pasión. Impaciente, lucha por conquistar el favor, y sigue a la amada hasta Karlsbad, para hallar allí también la incertidumbre. Al terminar el verano aumenta su tortura. Llega el momento de la despedida sin haber conseguido promesa alguna, sin haber oído más que vagas esperanzas. Al arrancar el carruaje, siente que en su vida acababa de romperse algo inmensamente entrañable. El anciano queda solo con su compañero: el dolor. Pero el genio se inclina sobre él para confortarle, y aquello que ya no lo puede hallar en la tierra, se lo pide a Dios. Y de nuevo Goethe, esta vez será la última, huye de la realidad para refugiarse en la poesía. Con una exaltación maravillosa de gratitud, el anciano escribe aquellos versos de su poema Tasso, que compusiera cuarenta años antes, para darle nueva y asombrosa vida: «Y cuando el hombre se hunde en el dolor, acercadle a Dios para que pueda expresarle su aflicción.» Mientras rueda el carruaje, el poeta permanece pensativo, sin que sus íntimas preguntas obtengan respuesta. Todavía aquella mañana, Ulrika había acudido con su hermana a despedirle: su juvenil y amada boca le besó. Pero aquel beso, ¿no sería una simple muestra de ternura, de afecto filial? ¿Podrá amarle? ¿Le olvidará? Y su hijo, y su nuera, que ansían la importante herencia, ¿tolerarán aquel matrimonio? ¿No se burlará de él la gente? Dentro de un año, ¿no será ya un ser decrépito? Si logra volver a verla, ¿qué puede esperar ya de aquella entrevista? Se hace todas estas preguntas lleno de inquietud. Y, de pronto, una de ellas, la principal de todas, cristaliza en un verso y, envuelta en el dolor, se convierte en poesía, ya que Dios le concedió el poder «expresar su aflicción». Inmediatamente, el grito de tristeza se vierte sobre el papel, y dice: «¿Volveré a ver a esa flor todavía en capullo? El paraíso y el infierno están abiertos ante mí, y mi alma se debate infinitamente angustiada. » Y el dolor se convierte en claras y maravillosas estrofas, purificado por la angustia. El poeta, con el alma perdida en la íntima confusión de su ser, en aquella «bochornosa atmósfera», contempla desde el coche el plácido paisaje de Bohemia envuelto en la luz mañanera, cuya suave serenidad contrasta poderosamente con su profundo desasosiego, y las imágenes que le brinda aquel ambiente brotan nimbadas de poesía: «¿No quedan aún los gigantescos muros del mundo? ¿No están coronados por sagradas sombras? ¿No maduran las espigas? ¿No ríen los prados extendiendo sus verdes y aterciopeladas alfombras hasta los arroyos? ¿No aparece la inmensidad del mundo con todas sus imágenes fecundas y estériles?» Pero a ese mundo le falta alma. En aquel momento pasional no puede comprender el universo sin estar unido a la imagen de la mujer amada, y el recuerdo de esa imagen se construye mágicamente en el sublime poema con transparente y renovada belleza: «¡Oh, qué vaga y exquisita, qué diáfana y sutil imagen semejante a un serafín flotando entre nubes en el éter! Así has visto danzar a la más amada entre las amadas imágenes. »Que por un momento te sea permitido mecer este sueño entre tus brazos. En el corazón conservaré tus múltiples imágenes, siempre la misma y siempre transfigurada por mil matices, pero cada vez más amada.» Apenas evocada la imagen de Ulrika, la imagina ya en su forma real. Describe el poeta cómo le acogió y cómo le fue «dando poco a poco la felicidad»; cómo, después del último beso, le dio otro, realmente el «postrero», y aquel recuerdo dicta al maestro una de las más puras estrofas que hayan podido escribirse sobre la abnegación y el amor: «En nuestro pecho nace una pura aspiración hacia algo elevado, limpio, desconocido: hacia algo que es un eterno enigma, y a eso nos entregamos atendiendo la voz del agra­decimiento. Yo comprendo la grandeza sagrada de ese anhelo cuando me es permitido contemplar su imagen.» Pero justamente el recuerdo de aquellos momentos felices hace que el pobre abandonado sienta más su soledad; entonces, el dolor surge con tal fuerza que casi rompe el ritmo de la maravillosa composición poética en un arrebatado estallido de sentimientos: «¡Qué lejos estoy! ¿Qué me dice el actual instante? No puedo saberlo. Me ofrece la serena belleza, pero me aplasta y me faltarán las fuerzas. Me noto envuelto en un delirio angustioso, y ni siquiera las lágrimas podrán aliviarme.» Luego el poeta sigue elevándose —aunque parezca imposible que pueda ascender más—, y brota el último grito, el más desgarrador: «¡Abandonadme aquí, fieles compañeros de mi camino! Dejadme solo entre las rocas y el musgo, solo en el campo. Continuad vuestro camino: la amplia tierra y el inmenso cielo son vuestros. Contemplad, indagad: el secreto del mundo fructificará para vosotros. »Lo he perdido todo, me he perdido a mí mismo. Antes era el favorito de los dioses y me dieron la Cаja de Pandora, llena de riquezas y de peligros. No me negaron nada de cuanto les pedí. ¡Pero ahora me han abandonado y me siento hundido en el abismo!» Jamás había brotado de Goethe, de temperamento tan reservado, una estrofa así. De joven sabia disimular; ya hombre, supo contenerse. Siempre envolvía sus secretos más íntimos en imágenes, cifras y símbolos. Ahora, ya en la ancianidad, da rienda suelta por primera vez a sus sentimientos. Desde hacía cincuenta años, el gran poeta lírico, el hombre sensible que había en él, no se había revelado de una manera tan clara como en estas páginas inolvidables, en ese momento crucial de su vida. Así, misteriosamente, como una extraordinaria gracia del destino, llegó a Goethe la inspiración de ese poema. Al llegar a Weimar, antes de dedicarse a cualquier otro asunto, se puso a copiar personalmente su obra. Como un monje recluido en su celda, se pasó tres días en su habitación escribiendo el poema en letras grandes, claras, para darle más relieve, cuidando de ocultarlo a sus familiares más íntimos y demás personas de su confianza, como si se tratara de un precioso secreto. Incluso lo encuadernó él mismo, para que ninguna indiscreción lo divulgase antes de tiempo. Ató el manuscrito con una cinta de seda y lo guardó en la carpeta de piel roja, que más adelante sería sustituida por una tela azul, como puede verse hoy en los archivos de Goethe y de Schiller. Los días transcurren monótonos y deprimentes. Sus planes matrimoniales han sido acogidos con burlas por la familia. El hijo se ha dejado llevar por un arrebato de indignación. Sólo por medio de la poesía que fluye de su alma puede comunicarse con la mujer amada. Y hasta que la bella Polin y la Szymanowskа reanudan sus visitas no recupera el poeta la disposición de ánimo de los días de Marienbad. Al fin, el 2 de octubre se decide a llamar a Eckermann. La solemnidad con que se dispone a empezar la lectura demuestra el gran amor que siente por aquella composición. El subordinado coloca dos candelabros sobre la mesa; luego le hace sentar cerca de la luz, para que le lea la elegía. No sin dificultad son admitidas también algunas otras personas, las más íntimas, como oyentes, pues Goethe, según palabras de Eckermann, «considera su obra como un sagrario». La significación trascendental que tuvo aquel poema en la vida del poeta lo demostraron los meses siguientes. Al bienestar del rejuvenecimiento no tarda en presentarse la decrepitud. La muerte parece próxima. Sus días transcurren entre la cama y el sillón. Sus horas están llenas de inquietud; la nuera se ha ido de viaje, el hijo se muestra frío e indiferente. Nadie cuida al pobre y abandonado anciano. Entonces, llamado urgentemente por sus amigos, llega Zelter a Berlín. Es el íntimo de Gcethe y, al verle, se da cuenta en seguida de la situación. «Me parece un hombre —escribe lleno de asombro— que tiene el amor metido en el cuerpo, con todos los febriles tormentos propios de la juventud.» Para distraerle, lee y vuelve a releer «con íntima compasión» su propio poema, que Goethe no se cansa de escuchar. Luego Goethe, otra vez convaleciente, le escribe: «Es sin­gular que tú me hicieras sentir, a través de tu sensibilidad, de una manera clara, el grado de este amor mío, muy superior a lo que yo mismo imaginaba.» Y a continuación añade: « Si vinieras aquí, tendrías que releérmelo muchas veces, hasta que lo aprendiese de memoria.» Y Zelter, que escribe bellamente, dice: «Se curó con la misma lanza que le había herido.» Goethe se salva —puede decirse así— gracias a esta elegía. Se esfuma el sueño de una vida conyugal con la amada «hijita». Nuestro poeta sabe que jamás volverá ya a Marienbad ni a Karlsbad, a aquel alegre mundo de gente que van allí a divertirse. De ahora en adelante dedicará su vida al trabajo. El hombre a quien tentara el destino renuncia a aquel renacimiento. En lugar de ello aparecen en su esfera unas nuevas palabras que contienen gran trascendencia. Éstas: acabar, completar. Dirige una seria mirada a su obra, que comprende sesenta años de labor artística, y, al verla desarticulada, desperdigada, decide, ya que no puede seguir edificando, dedicarse a recopilaría. Entonces cierra el contrato de sus Obras completas y se reserva los derechos. Su amor, que se había extraviado momentáneamente, vuelve a sus dos compañeros de juventud, Wilhelm Meister y Faust. Y animoso se entrega a la obra. En las amarillentas páginas renace el siglo que se fue. Antes de cumplir los ochenta años termina los Años de aprendizaje. Y a los ochenta y uno emprende el gran negocio de su vida, Faust, que acaba siete años después de los trágicos y decisivos días, ocultándolo a los ojos del mundo con la respetuosa piedad que ocultara la Elegía. Entrе las dos esferas de su vida afectiva, entre su último anhelo y el último renunciamiento, entre el principio y el fin, encontramos una especie de línea divisoria, como momento inolvidable de sus íntimos sentimientos, el 5 de septiembre, la despedida de Karlsbad, y la despedida del amor, convertida en eternidad en un desolado lamento. Debemos llamar memorable ese día y evocarlo respetuosamente al cabo de un siglo, pues, a partir de esa fecha, la poesía alemana no ha tenido otro momento cuya grandeza supere al torrente de pasionales sentimientos que encierra ese poema.

 

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