Книга «Завоевание Византии» (La conquista de Bizancio) на испанском языке |
Книга «Завоевание Византии» (La conquista de Bizancio) на испанском языке – читать онлайн, автор – Стефан Цвейг. Новелла «Завоевание Византии» вошла в сборник «Звёздные часы человечества» (Momentos estelares de la Humanidad), который благодяря удачному сочетанию исторического и художественного стиля повествования был интересным, легко читаемым и пользовался популярностью у читателей. Позже этот сборник был переведён на многие самые распространённые языки мира, в том числе и на испанский. Все новеллы из сборника «Звёздные часы человечества», а также много других рассказов и повестей разных писателей можно читать онлайн в разделе «Книги на испанском». Для любителей кино Испании и стран Латинской Америки создан раздел «Фильмы и мультфильмы на испанском языке». Для тех, кто планирует начать изучение испанского с преподавателем или носителем языка, есть информация на странице «Испанский по скайпу».
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La conquista de Bizancio
29 de mayo de 1453
Ante el peligro El día 5 de febrero de 1451, un emisario secreto lleva la noticia al hijo mayor del sultán Murad, el joven Mohamed, de veintiún años, que se hallaba en el Asia Menor, de que su padre había muerto. Sin cambiar una sola palabra con sus ministros, sin consultar a sus consejeros, el joven príncipe, a pesar de su abatimiento por la triste nueva, monta sobre uno de sus más briosos corceles y en una sola etapa salva la distancia de doscientos kilómetros que lo separaba del Bósforo y pasa a Gallípoli, en la orilla europea. Revela allí a sus adictos la muerte de su progenitor; luego, a fin de evitar cualquier pretensión al trono, reúne tropas escogidas y las conduce a Adrianópolis, donde sin vacilar es reconocido como jefe del Estado otomano. Desde un principio demuestra ya una cruel energía. Para apartar de sí a cualquier rival de su misma sangre, hace ahogar en un baño a su hermano, que todavía no ha llegado a la mayoría de edad, y en seguida, con astucia salvaje, ordena que ejecuten a su asesino. La noticia de que en lugar del juicioso sultán Murad se ha erigido en sultán de los turcos el joven, impetuoso y ambicioso Mohamed llena de terror a Bizancio. Se sabe por múltiples espías que el codicioso monarca ha jurado adueñarse de la que a la sazón era la capital del mundo y que, pese a su juventud, ha pasado días y noches entregado a los cálculos estratégicos que han de proporcionarle la consecución de este proyecto de su vida. También ponen de relieve todos los informes las extraordinarias facultades militares y diplomáticas del nuevo padichá Mohamed, a la vez piadoso y brutal, apasionado y reservado. Hombre culto, amante del arte, que lee en latín las obras de César y las biografías de los romanos ilustres, es al propio tiempo un bárbaro que vierte la sangre como agua. Este joven de ojos bellos y melancólicos y ganchuda nariz de papagayo se manifiesta incansable trabajador, arrojado soldado y escrupuloso diplomático. Todas estas fuerzas convergen sobre la misma idea: la de aventajar a su abuelo Bayaceto y a su padre, Murad, que habían mostrado por primera vez a Europa la valía militar de la nueva nación otomana. Se presiente, se sabe que su primera acción será Bizancio, última y preciosa perla que quedaba de las que figuraron en la corona de Constantino y de Justiniano. Esa perla está a merced de cualquier osada tentativa. El Imperio bizantino, el Imperio romano de Oriente, que antes abarcaba el mundo, desde Persia a los Alpes, y que se extendía hasta los desiertos de Asia, formando un Estado colosal, que apenas podía ser recorrido en varios meses, se ha reducido de tal modo que se puede visitar ahora cómodamente en tres horas de marcha a pie. Por desgracia, de aquel gran Imperio bizantino sólo quedaba una cabeza sin cuerpo, una capital sin reino: Constantinopla, la ciudad de Constantino, la antigua Bizancio, e incluso de esa Bizancio sólo una parte, la actual Estambul, pertenecía al Basileo, mientras que Gálata ya había caído en poder de los genoveses y todas las demás tierras a espaldas de la muralla que circunda la ciudad están en poder de los turcos; reducidísimo es este dominio imperial del último emperador, pues se limita únicamente a un enorme muro circular que rodea iglesias, palacios y el amontonamiento de casas al que se da el nombre de Bizancio. Sometida al pillaje constante, despoblada por la peste, agotada por la defensa contra los pueblos nómadas, diezmada por luchas intestinas, esta ciudad se encuentra impotente para reunir el contingente humano y el arrojo que necesitaría para hacer frente con sus propias fuerzas a un enemigo que hace tiempo viene cercándola y asediándola por todas partes. La púrpura del último césar de Bizancio, de Constantino, ya no tiene esplendor; su corona parece que sea ya juguete de un adverso destino. Pero justamente por estar ya cercada por los turcos y porque es veneradísima por todo el mundo occidental, merced a la cultura secular que le une a ella, Bizancio representa para Europa un símbolo de su honor. Únicamente si la cristiandad unida ampara este bastión en ruinas del Oriente puede Santa Sofía continuar siendo la Basílica de la Fe, la última y más bella catedral fronteriza del cristianismo en Oriente. Constantino ve al punto el peligro. A pesar de todos los discursos pacíficos de Mohamed, el césar cristiano, poseído de un santo y justificado temor, envía un emisario tras otro a Italia, al Papa, a Venecia, a Génova, para que manden galeras y soldados. Pero Roma tarda en decidirse y Venecia también, pues hay un abismo teológico entre la fe de Occidente y la de Oriente. La Iglesia griega detesta a la romana, y su patriarca se niega a acatar la supremacía del Papa como Supremo Pastor. Es verdad que, en vista del peligro inminente, en Ferrara y en Florencia se acordó en sendos concilios la unión de las dos Iglesias, asegurando así el auxilio a Bizancio. Pero también es cierto que apenas el peligro dejó de ser tan acuciante para Bizancio, los sínodos griegos se resistieron a que el convenio entrara en vigor, pero tan pronto como Mohamed subió al poder, la necesidad se impuso a la tenacidad ortodoxa, puesto que, junto con la súplica en pro de una ayuda rápida, envió Bizancio su clara manifestación de acatamiento a Roma. Entonces se equipan galeras con soldados y pertrechos; en uno de los barcos va el legado del Papa, para celebrar solemnemente la unión de la Iglesia de Occidente con la de Oriente y poder anunciar al mundo que el que atacare a Bizancio atacaría de hecho a toda la cristiandad unida.
La misa de la reconciliación Magnifico espectáculo el que tiene lugar aquel día de diciembre en la maravillosa basílica, cuyo esplendor de otra época en mármoles, mosaicos y deslumbrantes joyas apenas puede adivinarse hoy en la actual mezquita donde se celebra la gran fiesta de la reconciliación. Allí está Constantino rodeado de sus grandes dignatarios, para constituirse, por su imperial corona, en el supremo testigo y fiador de la perpetua armonía entre ambas creencias. La grandiosa nave, que iluminan incontables cirios, está atestada de fieles. Ante el altar celebran fraternalmente la misa el legado del Papa, Isidoro, y el patriarca ortodoxo, Gregorio. Por primera vez en aquella iglesia se menciona en las oraciones el nombre del Papa, y por primera vez también resuenan simultáneamente los salmos en lengua griega y latina en las bóvedas de la imperecedera catedral, mientras el cuerpo de San Espiridión es llevado en procesión solemne por la clerecía de ambas Iglesias. Oriente y Occidente parecen unidos para siempre poniendo fin a la fratricida contienda entre una y otra religión, devolviendo la santa hermandad al mundo europeo y occidental. Después de años y años de feroz lucha, se cumplió el ideal de Europa, el verdadero sentido de Occidente. Pero, desgraciadamente, los períodos de paz y de buen sentido no acostumbran prolongarse en la Historia. Mientras las voces de la oración se unían santamente en la basílica, fuera, en una celda de un convento, un erudito monje llamado Genadio apostrofa rudamente a los latinos y a los traidores a la verdadera fe. Apenas ha prevalecido el buen sentido, cuando el fanatismo rasga sacrílegamente los lazos de la concordia fraterna. El clero griego ya no piensa en la sumisión, y al otro lado del Mediterráneo los amigos se olvidan del prometido auxilio. Se envían unas pocas galeras, unos pocos soldados, es verdad, pero luego se deja a la ciudad abandonada a su triste destino.
Comienza la guerra Los tiranos, cuando preparan una guerra y no están bien armados, hablan mucho de paz. Así, pues, Mohamed, cuando sube al trono, recibe con palabras amistosas y tranquilizadoras a los embajadores de Constantino; promete pública y solemnemente por Dios y sus profetas, por los ángeles y por el Corán, que respetará los tratados establecidos con el Basileo. Pero al mismo tiempo firma secretamente un tratado de neutralidad bilateral por tres años con húngaros y servios, justamente los tres años dentro de cuyo plazo piensa apoderarse de la ciudad sin estorbos de ninguna clase. Hasta después que ha prometido y asegurado el mantenimiento de la paz no conculca el derecho a ella, iniciando la guerra. Hasta entonces, los turcos sólo poseían la orilla asiática del Bósforo, y así los buques podían pasar tranquilamente de Bizancio por el estrecho hasta el mar Negro, para abastecerse de cereales. Pero este paso lo dificulta Mohamed, puesto que sin preocuparse de justificarlo manda construir una fortaleza en la orilla europea, en Rumili Hissar, precisamente en aquel lugar donde, en tiempos de los persas, el atrevido Jerjes atravesó el Helesponto. Por la noche pasan miles y miles de peones a la orilla europea, que según los tratados no debería ser fortificada (pero ¿qué caso hacen los tiranos de los tratados?), y asuelan los campos circundantes, dedicándose a demoler no solamente las viviendas, sino también la antiquísima y celebérrima iglesia de San Miguel, a fin de proporcionarse piedras para su fortaleza. El Sultán dirige personalmente, día y noche, la construcción, y los bizantinos contemplan asombrados como les interceptan el paso hacia el mar Negro, contra todo derecho e infringiendo lo convenido. Los primeros barcos que quieren cruzar aquel mar, hasta entonces libre, son atacados desde la fortaleza, a pesar de la paz oficial reinante, de modo que después de este alarde de poder tan rotundo cualquier disimulo ya resulta superfluo. En agosto de 1452 reúne Mohamed a todos sus agaes y bajaes y les declara abiertamente sus intenciones de atacar y conquistar Bizancio. Muy pronto el intento se convierte en realidad brutal; se envían heraldos por el ámbito del Imperio turco llamando a todos los hombres capaces de empuñar las armas, y el 5 de abril de 1453 irrumpe, cual terrible huracán, un considerable ejército otomano en la llanura de Bizancio, el cual llega casi hasta las mismas murallas de la ciudad. A la cabeza de sus tropas, ricamente ataviado, cabalga el Sultán, dispuesto a plantar su tienda frente a la Puerta de Lyka. Antes de desplegar sus banderas y estandartes al viento manda extender el sagrado tapiz de la oración y, tras de pisarlo con los pies descalzos, se inclina hasta tocar el suelo con la frente. Detrás de él —¡oh espectáculo maravilloso!—, los millares de hombres de su ejército, todos en igual dirección y al mismo ritmo, ofrecen su oración a Alá, suplicándole les dé valor y les conceda la victoria. Levantóse entonces el Sultán. El humilde se ha vuelto arrogante, el servidor de Dios se convierte en señor y en soldado, y los tellals, los heraldos oficiales, recorren el campamento para proclamar solemnemente, entre percutir de tambores y sonar de trompetas, que ha comenzado ya el sitio de Bizancio.
Murallas y cañones A Bizancio sólo le queda un poder y una fuerza: sus murallas. Ya no existe nada de su glorioso pasado, como no sea esta herencia de tiempos más prósperos y felices. La ciudad está protegida por una fortificación triangular. Más abajo, las murallas de piedra cubren la defensa de los flancos frente al mar de Mármara y el Cuerno de Oro. Grandes extensiones ocupa la fortificación que mira hacia el campo abierto, la llamada muralla de Teodosio. Ya con antelación habla mandado Constantino rodear la ciudad con grandes piedras cuadradas, y Justiniano las había extendido y fortificado. Pero el bastión propiamente dicho era obra de Teodosio, con la muralla de siete kilómetros de extensión, de cuya pétrea fuerza todavía dan fe las ruinas cubiertas de hiedra que hoy subsisten. Guarnecida con troneras y almenas, protegida por fosos de agua, por torres cuadrangulares, en líneas paralelas dobles y triples, completada y renovada por varios emperadores durante un milenio, esta fortificación es considerada como el más perfecto ejemplo de inexpugnables baluartes de su tiempo. Parece como si, al igual que sucedió cuando la invasión de los bárbaros y luego la de los turcos, las piedras de aquella famosa muralla pudieran resistir ahora impasibles a los nuevos métodos de guerra. Nada pueden contra aquella muralla los arietes ni las cerbatanas y morteros, pues sigue en pie pese a todos los asaltos. Ninguna otra ciudad de Europa se yergue más firme y protegida que Constantinopla, al abrigo de la muralla de Teodosio. Nadie mejor que Mohamed conoce estas fortificaciones y su resistencia. En sus noches en vela, incluso en sueños, piensa durante meses y años cómo podrá asaltaría, cómo destruirá lo indestructible. Se acumulan mapas y medidas sobre su mesa, mostrando los puntos débiles de las fortificaciones enemigas. El Sultán conoce cada una de las elevaciones del terreno frente y tras de los muros, cada depresión, cada conducto de agua que los atraviesa, y sus ingenieros han estudiado con él todas sus particularidades. Pero, ¡oh decepción!, todos convienen en que, con los cañones empleados hasta entonces, la muralla de Teodosio es invulnerable. ¡Pues hay que fabricar cañones más potentes! ¡Deben ser de más alcance, de más potencia que los que jamás conoció el arte de la guerra! ¡Y se precisan otros proyectiles, de piedra más dura, más pesados, que sean más destructores que cuantos se han empleado hasta entonces! Hay que inventar una nueva artillería que permita acercarse a aquellas murallas inviolables. No hay otra solución, y Mohamed está dispuesto a procurarse esos nuevos medios de ataque a cualquier precio. Y «a cualquier precio» significa que se está dispuesto a todo, que el entusiasmo cunda, que la cooperación se presente. Así, poco después de la declaración de guerra se presenta ante el Sultán el hombre que es considerado como el fundidor de cañones con más iniciativa y más experiencia del mundo. Trátase de Urbas u Orbas, un húngaro que, aunque cristiano y a pesar de haber ofrecido antes sus servicios a Constantino, espera ahora verse mejor retribuido a las órdenes de Mohamed y que se le confíen misiones más trascendentales. Manifiesta que está dispuesto a fundir el cañón más grande que ha existido en el mundo, mientras le proporcionen los medios ilimitados que precisa para tamaña empresa. El Sultán, que, como todo aquel que está poseído por una idea fija, estima que ningún precio es demasiado elevado para la consecución de su deseo, le facilita los obreros necesarios para empezar a trabajar inmediatamente, y en miles de carros hace transportar a Adrianópolis el mineral de hierro necesario para la empresa: durante tres meses, el fundidor se dedica a preparar con infinitos esfuerzos el molde de arcilla ajustado a ciertos secretos métodos de endurecimiento, como preliminar al riego de la candente masa. El éxito es completo. Sale del molde y se enfría aquel cañón gigantesco, de tamaño desconocido hasta entonces. Antes del primer disparo de prueba, Mohamed manda pregonar el hecho por toda la ciudad, para que las mujeres encinta no se asusten del estruendo. Y cuando con un estrépito infernal sale de la boca de aquel monstruo la poderosa bola de piedra, que logra derribar un muro de un solo disparo, Mohamed ordena que se fabrique de aquel gigantesco tamaño toda la artillería. Aquella primera máquina «lanzapiedras», como la llamarán después los griegos, horrorizados, hubiera empezado ya su cruel misión, pero surgió un problema: ¿cómo transportar aquel dragón de bronce por toda la Tracia hasta las murallas de Bizancio? Entonces comenzó una odisea sin par. Todo un pueblo, un ejército entero se dedica a remolcar aquel enorme y rígido monstruo durante dos meses. Va delante la caballería, distribuida en patrullas para proteger aquel tesoro de cualquier ataque. Siguen luego centenares y millares de peones, que avanzan día y noche con la misión de allanar las desigualdades del terreno, para facilitar aquel terrible transporte, que deja tras de sí los caminos intransitables durante meses. Cincuenta pares de bueyes arrastran una barrera de carros, sobre cuyos ejes descansa el colosal cañón con peso equilibrado, como cuando se llevó el famoso obelisco de Egipto a Roma; doscientos hombres mantienen el equilibrio de aquel demonio metálico que oscila a derecha e izquierda, mientras cincuenta carreteros y carpinteros cuidan sin cesar de cambiar las ruedas de madera y engrasar los ejes, de reforzar los puntales, de tender puentes. Es muy comprensible que la impresionante caravana avance paso a paso, cual lento rebaño de búfalos, para abrirse camino por montes y estepas. Maravilladas contemplan la comitiva las gentes de pueblos y aldeas y se pasman ante aquel monstruo de hierro que, como si fuera un dios de la guerra, va marchando asistido por sus sacerdotes y sus sirvientes. No tardan mucho en seguir el mismo camino otros cañones salidos del mismo molde, que, cual madre fecunda, da a luz a aquellos hijos del diablo. Otra vez pudo la humana voluntad hacer posible lo imposible. Muy pronto abren sus redondas bocas veinte o treinta cañones más ante Bizancio. Ha hecho su aparición la artillería pesada en la historia de la guerra, y empieza el duelo terrible entre las milenarias murallas de los césares orientales y los nuevos cañones del joven sultán.
Renace la esperanza Lenta pero tenazmente, los colosales cañones de Mohamed van destruyendo las murallas de Bizancio. Al principio sólo pueden efectuar cada uno de ellos seis o siete disparos al día, pero a diario el Sultán introduce nuevas unidades en sus baterías, que entre nubes de polvo y cascotes abren nuevas brechas en el castigado baluarte. Es verdad que por las noches los pobres sitiados van tapando aquellos huecos como pueden, pero ya no combaten seguros tras la antigua e inexpugnable muralla que ahora se viene abajo. Los ocho mil parapetados allí piensan con horror en el momento decisivo en que los ciento cincuenta mil hombres de Mohamed se lancen al ataque final sobre la ya debilitada fortificación. Ya es tiempo de que la cristianísima Europa se acuerde de cumplir su promesa. Infinidad de mujeres con sus hijos se pasan el día entero orando en las iglesias. Desde las torres, los soldados observan día y noche la lejanía, por si aparece al fin el refuerzo de la flota papal o la veneciana en el mar de Mármara. Por fin, el 20 de abril, a las tres de la madrugada, perciben un signo luminoso. A lo lejos distinguen un navío. No se trata de la anhelada, de la poderosa flota cristiana, pero siempre es un alivio; lentamente, impulsados por el viento, avanzan tres grandes bajeles genoveses, y luego otro más pequeño, un transporte bizantino, que trae cereales y va protegido por los otros tres. Congrégase inmediatamente toda Constantinopla, entusiasmada, cerca de las murallas de la orilla, para saludar a los salvadores de la patria. Pero, al mismo tiempo, Mohamed se lanza a galope desde su purpúrea tienda en dirección al puerto, donde está a punto la flota turca, a la que ordena que a toda costa se evite la entrada de las naves en el puerto de Bizancio y en el Cuerno de Oro. Son ciento cincuenta barcos, menores, es verdad, que hunden al instante sus remos en el agua. Armadas con hierros de amarre, botafuegos y catapultas, aquellas ciento cincuenta embarcaciones se lanzan hacia las cuatro galeras cristianas, pero éstas, fuertemente impulsadas por el favorable viento, escapan fácilmente de sus fanáticos perseguidores, que, entre un griterío ensordecedor, pretenden en vano alcanzarlas con sus descargas. Majestuosamente, con las velas hinchadas, los barcos cristianos, sin preocuparse de sus atacantes, se dirigen hacia el Cuerno de Oro, puerto que les ofrece segura y duradera protección gracias a la famosa cadena tendida desde Gálata a Estambul. Las cuatro galeras están muy cerca de la nieta; las gentes congregadas en las murallas pueden distinguir ya los rostros de los tripulantes; aquellos millares de seres, mujeres y hombres, se arrodillan emocionados para dar gracias a Dios y a los santos por la providencial y feliz llegada de sus salvadores. Pero de pronto ocurre algo terrible. El viento cesa súbita e inesperadamente, y los galeones quedan inmóviles en medio del mar, como retenidos por un imán a poca distancia del seguro refugio del puerto. Entre salvajes gritos de júbilo, el enjambre de lanchas enemigas acomete a los inmovilizados barcos cristianos. Como fieras que se precipitan sobre la presa, los ocupantes de las pequeñas embarcaciones hunden los garfios de abordaje en los flancos de madera de las grandes naves, golpeándolas fuertemente con las hachas para hacerlas zozobrar, trepando por las cadenas de las anclas con refuerzos constantemente renovados, a fin de lanzar antorchas encendidas contra las velas con propósito de incendiarías. El capitán de la flota turca aborda con su propio barco el transporte genovés, pretendiendo pasarlo por ojo. Ambas naves se entrecruzan como dos potentes luchadores. Verdad es que desde sus elevadas bordas y protegidos por sus blindados parapetos, los marineros genoveses pueden resistir de momento a los asaltantes, e incluso repelerlos con hachas y piedras, pero la lucha es demasiado desigual. ¡Los barcos genoveses están perdidos! ¡Horrible espectáculo para los millares de sitiados que están contemplándolo desde la muralla! Tan de cerca como suele colocarse el pueblo para presenciar los feroces combates en el circo, asiste ahora con indecible angustia a una batalla naval que al parecer ha de acabar con la inevitable derrota de los suyos. A lo sumo, dos horas más, y las cuatro embarcaciones cristianas sucumbirán a la furiosa acometida en el grandioso circo del mar. Los desconcertados griegos, reunidos en los muros de Constantinopla, a tan poca distancia de sus hermanos, crispan los puños y gritan imprecaciones en su impotente ira por no poder ayudar a sus salvadores. Muchos intentan animar a sus heroicos amigos con feroces gestos. Otros, por su parte, invocan a Dios y a los santos de sus respectivas iglesias, que durante siglos protegieron a Bizancio, impetrando que se haga un milagro. Pero en la orilla opuesta, en Gálata, también gritan y oran con igual fervor los turcos, que esperan asimismo el triunfo de los suyos; el mar se ha convertido en una palestra; la batalla naval es una especie de encuentro entre gladiadores. El mismo Sultán acude al galope. Acompañado de sus bajaes, se mete en el agua, mojándose sus vestiduras. Haciendo portavoz de sus manos, arenga a su gente para que alcancen la victoria a toda costa. Cada vez que alguna de sus galeras retrocede, amenaza a su almirante esgrimiendo su cimitarra: « ¡Si no triunfas, no volverás con vida!» Las cuatro naves cristianas resisten todavía. Pero la lucha toca a su fin. Van acabándose los proyectiles con los que han venido rechazando a las embarcaciones turcas. Los marineros están agotados tras una contienda que dura varias horas contra un enemigo cincuenta veces mayor en número. Declina el día. El sol se hunde en el horizonte. Una hora más, y los barcos se verán arrastrados por la corriente hacia la orilla ocupada por los otomanos, más allá de Gálata, aun en el caso de que consigan evitar hasta entonces el abordaje. ¡Están perdidos, irremisiblemente perdidos! Pero entonces ocurre algo que a los ojos de la angustiada multitud de Bizancio aparece como un milagro. Se oye de pronto un leve rumor que súbitamente aumenta... Es el viento, el anhelado viento salvador que hincha de nuevo en toda su plenitud las velas de las naves cristianas. Se levantan triunfantes sus proas y en arrollador ímpetu se libran del acoso de sus enemigos, tomándoles una ventajosa delantera. ¡Están libres, salvados! Entre el jubiloso clamor de los millares de espectadores que se encuentran en las murallas van penetrando los perseguidos galeones, uno detrás de otro, en el seguro puerto. Rechina de nuevo la cadena al remontarse para cerrarlo y queda disperso por el mar, impotente, el enjambre de pequeñas embarcaciones turcas. Una vez más, la alegría de la esperanza se cierne como una rosada nube sobre la ensombrecida y desamparada ciudad.
Paso de la flota por la montaña El extraordinario júbilo de los sitiados dura toda la noche. La noche suele exaltar la fantasía con el dulce veneno de los sueños. Aquellas gentes, por el espacio de una noche, se creen seguras y a salvo. En sus optimistas fantasías imaginan que si las cuatro embarcaciones han logrado alcanzar el puerto con tropas y provisiones, semana tras semana irán llegando más refuerzos. Europa no los ha abandonado. Y ven ya levantado el cerco, y, al enemigo, desconcertado y vencido. Pero también Mohamed es un soñador, pero un soñador que pertenece a esa otra especie mucho más rara de quienes saben transformar, gracias a la voluntad, los sueños en realidades, y mientras los galeones se sienten seguros en el puerto del Cuerno de Oro, proyecta un plan extremadamente temerario que merece parangonarse con las hazañas bélicas de Aníbal y Napoleón. Ante él aparece Bizancio como fruta sabrosa que no puede alcanzar. El impedimento principal está representado por aquella lengua de tierra, aquel Cuerno de Oro, aquella bahía que guarda el flanco de Constantinopla. Es prácticamente imposible llegar a ella, puesto que le estorba el paso la ciudad genovesa de Gálata, que obliga a Mohamed al mantenimiento de su neutralidad, y desde ella a la ciudad sitiada se tiende una cadena de hierro que cierra la entrada del golfo. De frente no puede atacarla con la flota; sólo desde cierta ensenada interior, donde termina la posesión genovesa, podría dominarse la flota cristiana. Pero ¿cómo disponer de una flota en esa bahía interior? Claro está que se podría construir una, pero ello requeriría meses de trabajo. El impaciente Sultán no puede esperar tanto. Entonces el gran Mohamed concibe un plan genial, que consiste en hacer pasar la flota desde donde se halla, por la lengua de tierra, hasta la bahía interior del Cuerno de Oro. Este audacísimo proyecto de atravesar un istmo montañoso con cientos de embarcaciones parece a simple vista algo tan absurdo, tan irrealizable, que ni los bizantinos ni los genoveses de Gálata lo incluyen en sus cálculos estratégicos, como tampoco pudieron concebir los romanos, y más tarde los austríacos, la posibilidad del paso de los Alpes por Aníbal y por Napoleón. Las enseñanzas de la experiencia humana establecen que los barcos sólo pueden avanzar por el agua, y nunca se ha visto que una flota cruce una montaña. Pero el genio militar está caracterizado por aquel que en tiempo de guerra desdeña todas las reglas bélicas conocidas, sustituyéndolas en un momento dado por la creadora improvisación. Llega el momento culminante de una acción inesperada e incomparable. Silenciosamente, Mohamed manda fabricar rodillos de madera que hombres expertos convierten en grandes trineos, donde, cual diques secos terrestres, se colocan los barcos. Al mismo tiempo, millares de peones ponen manos a la obra para allanar el paso del camino que pasa por la colina de Pera y facilitar el transporte de las naves. Para ocultar la presencia de tantos hombres empleados en la obra, el Sultán ordena que día y noche los morteros disparen cañonazos que, salvando la neutral ciudad de Gálata, siembren el terror en la sitiada, lo cual no tiene otro objeto sino distraer la atención para que puedan pasar las embarcaciones por montes y valles. Mientras los griegos esperan un ataque por tierra, las ruedas de madera, bien engrasadas, se ponen en marcha y, tirados por innumerables yuntas de búfalos y con el auxilio de los marineros, los barcos van atravesando, uno tras otro, la montaña. Apenas la noche impide con su manto cualquier mirada indiscreta, empieza la maravillosa expedición. Silenciosamente, aquel ardid fruto de una mente genial se lleva a término; se realiza el prodigio de los prodigios: toda una flota atraviesa la montaña. Lo que decide las acciones militares es la sorpresa. Y ahí se manifiesta el gran genio y la preclara inteligencia de Mohamed. Nadie barrunta lo que va a suceder. Ya dijo de sí el Sultán: «Si un pelo de mi barba se enterara de mis pensamientos, me lo arrancaría.» Y mientras las cañones retumban potentes cerca de los muros de la sitiada ciudad, sus órdenes se cumplen al pie de la letra. Aquella noche del 22 de abril, setenta barcos son transportados de un mar a otro salvando montes, valles, viñedos, campos y bosques. A la mañana siguiente, los moradores de Bizancio creen estar soñando: una flota enemiga, como conducida por manos de espíritus, despliega sus velas, con evidente ostentación de hombres y gallardetes, en el mismísimo corazón de la inaccesible ensenada interior. Todos se frotan los ojos sin comprender cómo ha podido ocurrir semejante prodigio, pero las trompetas y atabales resuenan inmediatamente debajo del muro que hasta entonces quedaba protegido por el puerto; todo el Cuerno de Oro, a excepción de aquel estrecho territorio de Gálata, donde se halla embotellada la flota cristiana, está ya en poder del Sultán y de su ejército, gracias a aquel genial golpe de audacia. Sin que nadie se lo impida, Mohamed puede ahora conducir sus tropas desde sus pontones contra la más débil de sus murallas. Así queda amenazado el flanco más vulnerable y aclaradas las filas de los defensores apostados en el resto de la fortificación, harto deficientes ya. El puño de hierro va apretando con mayor fuerza cada vez la garganta de su víctima.
¡Europa, ayúdanos! Los sitiados ya no se hacen ilusiones. Conocen su situación; ahora que están también acosados por el flanco abierto, no van a poder seguir resistiendo los ocho mil defensores contra los ciento cincuenta mil atacantes, detrás de las murallas casi destruidas, si no llega pronto auxilio. Pero ¿no había ofrecido la Señoría de Venecia mandar barcos? ¿Y el Papa puede permanecer indiferente ante el peligro de que Hagia Sophia, la monumental basílica de Occidente, se convierta en mezquita? ¿No comprende Europa, sumida en rencillas y discordias, lo que ello representa para la cultura de Occidente? Los sitiados piensan que quizá por ignorar lo que realmente está ocurriendo, la flota salvadora titubea aún en zarpar y que bastaría que se les informara sobre la tremenda responsabilidad de su indecisión para que se hiciesen a la mar en seguida. Pero ¿cómo hacerlo? El mar de Mármara está sembrado de barcos turcos. Poner en juego toda la flota para salir a él sería correr el albur de un aniquilamiento, y sobre todo restaría a los defensores, para quienes cada hombre de por sí cuenta ya mucho, unos cuantos cientos de soldados. Por lo cual se acuerda por fin equipar un barco con una exigua tripulación y lanzarlo a la aventura. Doce hombres en total se arriesgan para la heroica hazaña, y si la Historia fuese justa, sus nombres tendrían que ser tan famosos como los de aquellos argonautas de Jasón, pero, ¡ay!, ignoramos los nombres de esos héroes. Tras izar la bandera enemiga en aquel insignificante bergantín, los doce hombres se visten como turcos y se cubren con turbante, o fez, para no llamar la atención. El 3 de mayo, sin ruido, quedamente, abren el cerco de hierro y, lenta y silenciosamente, protegidos por la oscuridad de la noche, los remos hienden el peligroso mar. Las audaces acciones individuales son el punto débil de todo plan bien tramado. En todo pensó Mohamed, pero jamás en la inimaginable temeridad de que un solo barco osara realizar con doce héroes esta réplica del viaje de los argonautas, a través de su flota. Pero, ¡oh trágica decepción!, en el mar Egeo no se ve ni una sola vela veneciana. No hay flota alguna que venga en su socorro. Venecia y el Papa han olvidado a Bizancio. Siempre se suceden en la Historia estos momentos trágicos en que, cuando seria más necesario que se agruparan todas las fuerzas para proteger a la cultura europea, los príncipes y los Estados no saben suspender sus luchas y querellas. Génova considera más importante disputar a Venecia la hegemonía de los mares, y Venecia, a su vez, sólo piensa en dejar atrás a Génova. Se entretienen en ello, en lugar de luchar unidas contra el enemigo común. No se ve nave alguna en el mar. Aquel puñado de valientes va navegando en su cascarón de nuez de isla en isla, mientras la desesperación hace presa en ellos. Pero todos los puertos están ya ocupados por el enemigo y ningún barco cristiano se atreve a entrar en la zona de guerra. ¿Qué hacer? Algunos hombres sienten un justo desánimo. ¿Para qué volver a Constantinopla? ¿Para qué realizar de nuevo el peligroso viaje? No van a poder llevar a los sitiados esperanza alguna. Quizá ya cayó la ciudad, quizá si regresan les aguarda el cautiverio o la muerte. Sin embargo, la mayoría de aquellos héroes anónimos acuerda volver. Se les encomendó una misión y tienen que cumplirla a toda costa. Y aquella navecilla osa otra vez pasar por los Dardanelos, por el mar de Mármara, entre la flota enemiga. El 23 de mayo, veinte días después de la partida, cuando en Constantinopla ya se considera perdida la frágil embarcación y nadie piensa ya en el mensaje ni en el regreso de los tripulantes, dos vigías agitan las banderas desde las murallas, pues, remando con inusitado vigor, una embarcación se acerca al Cuerno de Oro. Entonces es cuando los turcos se enteran, por la jubilosa algazara de los sitiados, de que aquel bergantín, que con gran descaro ha tenido el atrevimiento de pasar, enarbolando bandera turca, por las aguas que ellos dominan, es en realidad una embarcación enemiga. Acuden entonces con sus propias embarcaciones de todas partes, para detenerle antes de que arribe al puerto salvador. Hay un momento en que Bizancio expresa estentóreamente su júbilo con la esperanza de que Europa se ha acordado de ellos y de que la valiente navecilla era un heraldo de tan fausta nueva. Pero al llegar la noche, la triste verdad es del dominio público: la cristiandad ha abandonado a Bizancio; los sitiados están solos, e irremisiblemente perdidos, si no se salvan por sus propias fuerzas.
La noche anterior al asalto Después de seis semanas aproximadamente de lucha constante, el Sultán está impaciente. Sus cañones han destruido las murallas en muchos puntos, pero los ataques que varias veces ha ordenado han sido hasta ahora sangrientamente rechazados. Para un general sólo quedan dos caminos: o bien levantar el cerco o, después de ataques aislados, realizar el gran asalto final. Mohamed reúne a sus bajaes en consejo de guerra, y su apasionada voluntad se impone a todas las dudas y consideraciones. Se acuerda la fecha del 29 de mayo para el gran asalto decisivo. El soberano se apresta a tomar sus últimas medidas. Se decreta un día de fiesta, en el que ciento cincuenta mil hombres, desde el primero al último, tienen que cumplir con todos los usos prescritos por el Islam; las siete abluciones y las tres oraciones diarias. Lo que queda de pólvora y proyectiles se destina para la artillería, que machacará la ciudad para el asalto final, y se reparten las tropas para ello. Mohamed no descansa de día ni de noche. Desde el Cuerno de Oro hasta el mar de Mármara, recorre a caballo el colosal campamento, animando a los jefes y enardeciendo a los soldados. Como buen psicólogo, conoce muy bien la manera de estimular hasta el grado máximo la acometividad de sus guerreros. Por eso les hace una horrible promesa, que luego cumplió acabadamente, sea dicho en su honor y descrédito a la vez. Promesa que lanzan sus heraldos a los cuatro vientos: Mohamed jura en nombre de Alá, de Mahoma y de los cuatro mil profetas; por el alma de su padre, el sultán Murad; por las cabezas de sus hijos y por su cimitarra, que sus tropas, después del asalto a la ciudad, tendrán derecho durante tres días al saqueo y al pillaje ilimitado. Todo cuanto se encierra tras aquellas murallas: mobiliario y bienes, joyas y objetos de valor, monedas y tesoros, hombres, mujeres y niños, pertenecerá a los victoriosos soldados, pues él renuncia a cualquier participación en el botín, a excepción del honor de haber conquistado aquel último baluarte del Imperio romano de Oriente. Con gran alborozo escuchan los soldados esta vil proclama. Con estrepitoso júbilo resuena por doquier el grito «Alá-il Alá!» entre los miles de combatientes que se hallan congregados ante la atemorizada ciudad. «Jagma, jagma!» (¡Pillaje, pillaje!). Esta palabra pasa a ser el grito de combate, que resuena entre trompetas, címbalos y tambores. Por la noche, el campamento se convierte en un mar de luces. Amedrentados, los sitiados contemplan desde sus murallas cómo miríadas de luces y antorchas brillan en la llanura y en las colinas, y cómo los enemigos celebran ya la victoria antes de conseguirla, con trompetas, tambores, silbatos y panderetas. Es como la ruidosa y cruel ceremonia de los sacerdotes paganos antes del sacrificio. Y luego, súbitamente, a medianoche, por orden de Mohamed, se apagan de una vez todas las luces y cesa bruscamente el atronador griterío de aquellos millares de voces. Pero, ¡ay!, aquel silencio y oscuridad repentinos pesan más dolorosamente en el ánimo de los cristianos que todas las anteriores explosiones de entusiasmo.
La última misa en Santa Sofía Los sitiados no necesitan recibir ningún mensaje para enterarse de lo que va a acontecer. Saben muy bien que el ataque está ordenado y presiente la gran prueba y el terrible peligro que se cierne sobre ellos como nube anunciadora de una borrasca. La población, que antes estaba desunida y en lucha religiosa, se une ahora en estas últimas horas; la extrema necesidad es siempre la que depara el incomparable espectáculo de la unidad en esta tierra. A fin de que todos estén dispuestos a defender lo que les obligan la fe, el glorioso pasado, la cultura común, dispone el Basileo que se celebre una conmovedora ceremonia religiosa. Por orden suya se congregan católicos y ortodoxos, sacerdotes y seglares, niños y ancianos, en una única procesión. Nadie debe ni quiere quedarse en casa. Ricos y pobres, cantando el Kyrie eleison, forman en el solemne cortejo, que recorre primero el recinto interior de la ciudad y luego efectúa también el circuito de las murallas exteriores. Se sacan de las iglesias las sagradas imágenes y reliquias para encabezar el desfile. En las brechas que el enemigo ha abierto en la muralla se cuelgan cuadros de santos, con la esperanza de que logren, mejor que cualquier arma terrenal, que fracase el esperado asalto de los infieles. Al mismo tiempo reúne el emperador Constantino a los senadores, nobles y oficiales de elevada jerarquía, para alertarlos con una última alocución. Claro está que no puede, como hizo Mohamed, prometerles un ilimitado botín. Pero sí glosa el honor que les corresponderá a ellos, a toda la cristiandad y al mundo occidental si logran resistir este ataque decisivo y el peligro que supone si sucumben ante los asesinos e incendiarios. Ambos, Mohamed y Constantino, saben que este día decidirá la historia de los siglos futuros. Empieza entonces la última escena, una de las más conmovedoras de Europa, un inolvidable éxtasis del ocaso. En Santa Sofía, que es, aun entonces, la más soberbia de las catedrales del mundo y que desde el día en que tuvo lugar la unión de ambas Iglesias se ha visto abandonada por los seguidores de una y otra creencia, se reúnen ahora los que parecen destinados a morir. Rodean al emperador toda la Corte, la nobleza, el clero griego y romano, soldados y marinos genoveses y venecianos vestidos y armados para el combate; tras ellos se arrodillan en reverente silencio miles y miles de devotos, sombras que murmuran sus oraciones: es el doblegado y maltrecho pueblo, presa del miedo y la preocupación. Las luces de los cirios, que luchan por rasgar las densas tinieblas de las bajas arcadas, iluminan aquella masa de fieles postrados en oración como un solo cuerpo. Es el alma de Bizancio la que eleva allí sus preces a Dios. El patriarca levanta la voz, solemne e impresionante. Cantando, le contesta el coro. Una vez más resuena la sagrada y eterna voz del Occidente, su mística música, en la grandiosa nave. Luego, uno tras otro, yendo en cabeza el Emperador, van acercándose al altar para recibir la Sagrada Eucaristía, el consuelo de la fe, mientras llenan los ámbitos del templo el emocionado rumoreo de las plegarias. Ha empezado la última misa, más bien el funeral del Imperio romano de Oriente, pues por última vez se celebran los ritos cristianos en la catedral de Justiniano. Después de esta conmovedora ceremonia regresa por breve tiempo el Emperador a su palacio, con el propósito de pedir perdón a sus súbditos y servidores por todas las injusticias que contra ellos hubiera cometido. Luego monta a caballo y cabalga —como hace a la misma hora Mohamed, su gran adversario— de un extremo a otro de las murallas, para arengar a sus soldados. La noche está muy avanzada. No se oye voz alguna ni se percibe el chocar de las armas. Con el alma en tensión esperan los millares de sitiados en las murallas a que llegue el día y con él la muerte.
Kerkaporta, la puerta olvidada A la una de la madrugada, el Sultán da la señal para comenzar el ataque. Agitando los estandartes y al grito de «¡Alá! », repetido por tres veces, cien mil hombres se lanzan con armas, escalas de cuerda y garfios contra las murallas, mientras suenan simultáneamente charangas, címbalos y atabales, mezclando sus estridentes sones al terrible griterío de los combatientes y al tronar de los cañones. Despiadadamente son lanzadas de momento contra los muros las tropas bisoñas, los bachibozucos, cuyos cuerpos semidesnudos, según los planes del Sultán, han de servir, hasta cierto punto, de víctimas propiciatorias, sin otro objeto que el de cansar y debilitar las fuerzas del enemigo antes de que las tropas escogidas entren en acción para el asalto definitivo. Con centenares de escalas corren en la oscuridad estos soldados adelantados, suben por las almenas, caen rechazados por la heroica defensa de los sitiados, pero vuelven a subir una y otra vez, pues saben que les está cortada la retirada: tras ellos, que sólo son deleznable material humano destinado al sacrificio, van las tropas escogidas, encargadas de empujarlos hacia una muerte casi segura. Los sitiados siguen todavía resistiendo, pues las incontables flechas y piedras no penetran en sus cotas de malla. Pero el verdadero peligro —Mohamed lo ha calculado bien— está en el cansancio. Forzados a combatir con su pesado armamento contra las cada vez más agobiantes tropas ligeras, que saltan continuamente de un punto de ataque a otro, consumen en forma agotadora buena parte de sus fuerzas. Y cuando, al cabo de dos horas de lucha, empieza a apuntar el alba y entran en liza los anatolios, la batalla resulta más peligrosa aún para los cristianos. Estos anatolios son guerreros disciplinados, bien adiestrados, provistos también de cotas de malla, pero, sobre todo, lo importante es que son superiores en número y que están completamente descansados, mientras los defensores tienen que atender ora a un lugar, ora a otro, para protegerlo contra los asaltantes. Sin embargo, los turcos son repelidos, de tal manera, que el Sultán tiene que echar mano de sus últimas reservas, los jenízaros, la flor y nata de sus tropas, lo más escogido del ejército otomano. Se pone en persona a la cabeza de estos doce mil jóvenes y aguerridos soldados, los mejores que Europa conoce a la sazón, y prorrumpiendo en un solo grito se lanzan contra los exhaustos adversarios. Es más que hora de que suenen todas las campanas de la ciudad llamando a los últimos hombres útiles y semiútiles para que acudan a las murallas, y de que los marinos salgan de sus barcos, pues ahora sí que se ha entablado la batalla decisiva. Con desesperación de los defensores, una piedra lanzada con honda hiere gravemente al caudillo de las tropas genovesas, el arrojado condotiero Giustiniani, que tiene que ser transportado a un barco. Aquella desgracia hace que se tambalee momentáneamente la energía combativa de los defensores. Pero entonces aparece el Emperador, que trata de evitar que el enemigo penetre en la ciudad. Y otra vez consiguen hacerle retroceder. La decisión se enfrenta a la desesperación, y durante un instante aún parece que Bizancio se va a salvar; la más extrema desesperación ha conseguido repeler el más feroz de los ataques. Pero entonces acontece una trágica casualidad, uno de esos enigmáticos incidentes que a veces provoca la Historia en sus inescrutables resoluciones. Ocurre algo incomprensible. Por una de las múltiples brechas de las murallas exteriores han entrado unos cuantos turcos, no lejos del lugar donde se desarrolla lo más fuerte de la lucha, y no se atreven a atacar la muralla interior. Mientras, curiosos y sin ningún plan determinado, vagan por el espacio que media entre la primera y la segunda muralla de la ciudad, descubren que una de las puertas menores del muro interno, la llamada Kerkaporta, ha quedado abierta por un incomprensible descuido. Se trata de una pequeña puerta por la cual entran los peatones en tiempos de paz durante las horas que permanecen cerradas las mayores, y precisamente porque carece de la menor importancia militar se olvidó su existencia durante la excitación general de la última hora. De momento sospechan los jenízaros que se trata de un ardid de guerra, ya que no conciben, por absurdo, que mientras ante cada brecha y cada puerta de la fortificación yacen amontonados millares de cadáveres, corre el aceite hirviendo y vuelan las jabalinas, se les ofrezca allí libre acceso, en dominical sosiego, por esta puerta, la Kerkaporta, que conduce al corazón de la ciudad. Por lo que pudiera ocurrir, piden refuerzos, y, sin hallar ninguna resistencia, la tropa penetra en el interior de Bizancio, atacando por detrás a sus defensores, que jamás hubieran sospechado tamaño desastre. Unos cuantos guerreros descubren a los turcos detrás de las propias filas, y de un modo aterrador surge el grito que en cualquier batalla resulta más mortífero que todos los cañones, sea o no la divulgación de un falso rumor: « ¡La ciudad ha sido tomada! » Los turcos repiten aquellas terribles palabras con estentóreas voces de triunfo tras las líneas de los sitiados: « ¡La ciudad está tomada!», y este grito acaba con toda la resistencia. Las tropas, que se creen traicionadas, abandonan sus puestos, para salvarse a tiempo acogiéndose a los barcos. Resulta inútil que Constantino, con algunos incondicionales, haga frente a los atacantes. Como otro combatiente cualquiera, cae en el fragor de la batalla, y ha de llegar el día siguiente para que, por su purpúreo calzado, que ostenta un águila de oro, se pueda reconocer entre los apilados cadáveres de los heroicos defensores de Bizancio al último emperador, que honrosamente dio su vida, perdiendo al mismo tiempo con ella el Imperio romano de Oriente. Un hecho insignificante, el que
Cae la Cruz A veces, la Historia, juega con los números. Pues justamente mil años después de que Roma fuera tan memorablemente saqueada por los vándalos empieza el saqueo de Bizancio. Mohamed, el triunfador, espantosamente fiel a su palabra, deja a discreción de sus guerreros, tras la primera matanza, casas, palacios, iglesias y monasterios, hombres, mujeres y niños en confuso botín. Corre la enloquecida soldadesca intentando adelantarse unos a otros para obtener mayor ventaja en el pillaje. El primer asalto va contra las iglesias, pues saben que guardan cálices de oro y deslumbrantes joyas, pero si por el camino desvalijan alguna casa, izan inmediatamente su bandera, para que sepan los que vengan después que allí el botín se ha cobrado ya; y ese botín no consiste sólo en piedras preciosas, dinero y bienes muebles en general, sino en mujeres para los serrallos y hombres y niños para el mercado de esclavos. La multitud de infelices que han buscado refugio en las iglesias son arrojados de ellas a latigazos. A los viejos se los asesina, por considerárseles bocas inútiles y género invendible. A los jóvenes se los agrupa en una especie de manada y son conducidos como animales. La insensata destrucción no tiene freno. Cuanto de valioso encontraron en inapreciables reliquias y obras de arte, es destruido, aniquilado por la furia musulmana. Las preciosas pinturas son desgarradas; las más bellas estatuas, derribadas a martillazos. Los libros, sagrado depósito del saber de muchos siglos, todo lo que era representación eterna de la cultura griega, es quemado o desechado. Jamás tendrá la Humanidad acabada conciencia del desastre que se introdujo en aquella hora decisiva por la abierta Kerkaporta, ni en lo muchísimo que perdió el mundo espiritual en los saqueos y destrucción de Roma, Alejandría y Bizancio. Mohamed espera a que llegue la tarde del gran triunfo, cuando la matanza ha terminado ya, para entrar a caballo en la ciudad conquistada. Fiel a su palabra de no estorbar la acción demoledora de sus soldados, pasa sin mirar atrás por las calles donde la soldadesca se entrega al pillaje. Altivamente se dirige a la catedral, la suprema joya de Bizancio. Durante más de cincuenta días había contemplado desde su tienda la brillante cúpula de Hagia Sophia, y ahora puede traspasar sus umbrales, cruzar la broncínea puerta como vencedor. Pero una vez más domina su impaciencia: primero quiere darle gracias a Alá antes de consagrarle para siempre aquella iglesia. Con humildad se apea del caballo e inclina profundamente la cabeza para orar. Luego coge un puñado de tierra y la esparce sobre ella, para recordar que él también es un simple mortal y que no debe envanecerse por su triunfo. Y sólo entonces, cuando ha hecho acto de humildad ante su dios, el Sultán se yergue y penetra como el primer servidor de Alá en la catedral de Justiniano, la Iglesia de la Sublime Sabiduría, en Hagia Sophia. Curioso y conmovido, Mohamed contempla la hermosura de aquella joya arquitectónica, sus altas bóvedas, donde lucen el mármol y los mosaicos, los delicados arcos que de las tinieblas se elevan hacia la luz, y tiene la impresión de que aquel maravilloso palacio de la plegaria no pertenece a él, sino a su dios. Inmediatamente manda llamar a un imán, ordenándole que suba al púlpito y anuncie desde allí la fe del Profeta, mientras que el padichá, de cara a La Meca, pronuncia por primera vez su oración, dirigida a Alá, señor del mundo, en aquella catedral cristiana. Al día siguiente, los obreros reciben orden de quitar todos los símbolos de la creencia anterior: se arrancan los altares, pintan los piadosos mosaicos y es derribada desde lo alto del altar mayor, y cae con estrépito, la Cruz inmortal que ha estado extendiendo sus brazos por espacio de mil años, como si quisiera abarcar el mundo para consolar sus penas. Resuena estremecedoramente el tremendo impacto por el ámbito del templo y mucho más allá. Ante la horrible profanación se conmueve todo el Occidente. Espantoso eco encuentra la noticia en Roma, en Génova, en Venecia. Como el retumbar del trueno se extiende a Francia, a Alemania, y Europa ve, conturbada, que por culpa de su ciega indiferencia ha penetrado por la Kerkaporta, la malhadada y olvidada puerta, una nefasta y devastadora potencia que debilitará sus fuerzas por espacio de siglos. Pero en la Historia, como en la vida humana, el deplorar lo sucedido no hace retroceder el tiempo, y no bastan mil años para recuperar lo que se perdió en una sola hora.
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