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Книга «Провал Вилсона / Вилсон уступает» (El fracaso de Wilson) на испанском языке

Новелла «Провал Вилсона / Вилсон уступает» (El fracaso de Wilson) на испанском языке – читать онлайн, автор – Стефан Цвейг. Книга «Провал Вилсона» в русском адаптивном переводе звучит как «Вилсон уступает», и в плане содержания в этом есть определённый смысл – президент США на тех переговорах действительно вынужден был уступить, чтобы мирный договор был подписан. Новелла «Провал Вилсона / Вилсон уступает», как и 13 других новелл Стефана Цвейга, вошла в сборник исторических миниатюр «Звёздные часы человечества». Эти новеллы, как и многие другие произведения Стефана Цвейга, позже были переведены на многие самые распространённые языки мира (в том числе и на испанский).

Весь список литературных произведений различных жанров вы найдёте в разделе «Книги на испанском».

Тем, кто самостоятельно изучает испанский язык по фильмам, будет интересен раздел «Фильмы и мультфильмы на испанском языке».

Для тех, кто хочет учить испанский не только самостоятельно, но и с преподавателем, есть информация на странице «Испанский по скайпу».

 

Теперь переходим к чтению последней, 14-й по счёту новеллы Стефана Цвейга, которая называется «Провал Вилсона / Вилсон уступает» (El fracaso de Wilson) на испанском языке.

 

El fracaso de Wilson

 

El 13 de diciembre de 1918 llegó a Brest el gran transatlántico George Washington, llevando a su bordo a Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos de América. Jamás desde el principio del mundo había sido esperado un barco, un hombre, por tantos millones de seres y con tales ardientes esperanzas. Por espacio de cuatro años habían estado las naciones luchando una contra otra, sacrificando cientos de miles de sus mejores hijos con rifles y bayonetas, ametralladoras y artillería pesada, lanzallamas y gases venenosos, y durante estos cuatro años se fomentó la aversión mutua. No obstante, esta excitación frenética no llegó jamás a silenciar completamente las voces mudas de adentro, que les revelaban que cuanto hacían y decían era absurdo, insensato, una deshonra para nuestro siglo. Los millones de combatientes habían estado constantemente excitados, consciente e inconscientemente, por el conocimiento íntimo de que la humanidad había retrocedido al caos de la barbarie que se suponía dejaba atrás para siempre.

Entonces, del otro lado del Atlántico, desde Nueva York, había llegado una voz que se expresaba claramente a través de los campos de batalla empapados aún en sangre para decir: "No más guerra." Jamás deben producirse de nuevo semejantes discordias; jamás debe existir de nuevo la vieja y perversa diplomacia secreta mediante la cual han sido arrastradas los naciones a la mortandad sin su conocimiento o consentimiento. En vez de ello habrá que establecer un nuevo y mejor orden en cl mundo, "el reino de la ley, basado en el consentimiento de los gobernados y sostenido por la opinión organizada de la humanidad". Es maravilloso decirlo: en cada país y en cada idioma la voz había sido comprendida instantáneamente. La guerra, que hasta ayer había sido mera lucha por territorios, por fronteras, por materias primas y mercados, por minerales y petróleo, había adquirido de repente una significación casi religiosa; había asumido el aspecto de un preliminar para la paz perpetua, para el reinado mesiánico del derecho y de la humanidad. Pareció de golpe que, después de todo, no había sido derramada en vano la sangre de millones de hombres; que esta generación era la que únicamente había sufrido y que jamás volvería a sufrir la tierra un infortunio semejante. Por cientos de miles, por millones, las voces de los que habían recibido la inspiración con un frenesí de fe acudieron a este hombre, Woodrow Wilson, con la esperanza de que podría establecer la paz entre vencedores y vencidos, y que la paz sería una paz justa. Wilson, como otro Moisés, daría a los pueblos enloquecidos por la guerra las tablas de una nueva ley. En unas cuantas Semanas su nombre había adquirido un significado religioso, redentor. Calles y edificios y niños eran denominados con su nombre. Cada nación que se sentía perturbada o perjudicada envió delegados. Cartas y telegramas, llenos de propuestas, pedidos y conjuros, llegaban a él copio un diluvio desde los cinco continentes. Se contaban por miles y railes, y así es como baúles repletos de ellos fueron llevados al barco en que el presidente embarcó para Europa. Es más, el mundo entero comenzó a considerarlo como el árbitro que arreglaría sus querellas finales antes que se llegara a la largamente deseada reconciliación.

Wilson no pudo resistir la llamada. Sus amigos norteamericanos le aconsejaron que no asistiera en persona a la Cоnferencia de lа Paz. Como presidente de los Estados Unidos, decían, el deber le exigía no abandonar su país, y debía contentarse con guiar las negociaciones desde lejos. Aun el más alto puesto que su tierra natal podía conferirle, la Presidenciа, pareció una fruslería al compararlo con la tarea que le esperaba del otro lado del Atlántico. No estaba satisfecho con servir a un pueblo, a un continente; quería servir a la humanidad en general, consagrarse, no a este momento de su época, sino al futuro bienestar del mundo. No reduciría sus propósitos a promover los intereses de Norteamérica por que "el interés no reúne a los hombres, el interés separa a los hombres." No, él trabajaría para ventaja de todos. En su fuero interno sintió el deber de procurar que no pudieran de nuevo los soldados y diplomáticos (cuyo doble ele difuntos sería tocado por quien asegurara el futuro de la humanidad) tener una oportunidad para inflamar las pasiones nacionales.

El, con su propia persona, aseguraría, que había ele prevalecer "Ia voluntad del pueblo más bien que la de sus líderes." Cada palabra pronunciada en la Conferenciа de lа Paz (que sería la última de su clase en el mundo) debería ser hablada con las puertas y ventanas completamente abiertas, y su eco daría la vuelta al globo.

Así se mantenía a bordo del buque y miraba hacia la costa europea que asomaba a través de la niebla, vaga e informe como su propio sueño de la venidera hermandad de naciones. Su porte era erguido, alto de talla, firme continente, ojos penetrantes v claros detrás de sus anteojos, la barba prominente como la de otros enérgicos norteamericanos, labios llenos y carnosos pero reservados. Hijo y nieto de castores presbiterianos, había heredado la fuerza y la afectación de humildad de aquellos para quienes existe solamente una verdad y están confiados en que ellos la conocen. Tenía el ardor de sus antepasados escoceses e irlandeses, asociado con el fanatismo dado por el credo calvinista que impone a los líderes y maestros la tarea de salvar a la humanidad del peca do; e incesantemente trabajó en él la obstinación de los herejes y los mártires que van a la pira antes que ceder un tilde en lo que ellos conciben que han aprendido ele la Bibliа. Para él, el demócrata, el hombre docto, los conceptos de "filantropía", "humanidad", "libertad"' "independencia" y "derechos humanos", no eran palabras vacías, sino artículos de fe que él defendería sílaba por sílaba como sus predecesores habían defendido los Evangelios. Había librado muchas batallas. Ahora, a medida que el vapor se acercaba más a las costas de Europa y los contornos se hacían más visibles, se estaba aproximando a la tierra en donde tenía que encarar las soluciones decisivas. Involuntariamente puso sus músculos en tensión resuelto "a luchar por el nuevo orden, en forma afable si podía hacerlo, en forma ofensiva si era necesario».

Pronto, sin embargo, se debilito la rigidez de continente de aquel cuya mirada estaba dirigida a la distancia. Los cañones y las banderas que lo saludaban cuando navegaba en el puerto de Brest no eran la bienvenida formal, agitada y tronadora al presidente de los Estados Unirlos, a una república aliada, porque de las masas que ocupaban la orilla llegaron gritos de aclamación que proclamaban alguna cosa más que una recepción organizada de antemano, algo más que el júbilo prescrito. Lo que le saludaba era el entusiasmo flamante de un pueblo entero. Cuando marchaba velozmente en el tren que lo conducía a la metrópoli, de cada aldea, de cada cabaña, de cada casa, se agitaban banderas y radiaban esperanzas. Las manos se tendían hacia él, le aclamaban con vítores y aplausos. Luego, cuando pasaba por los Campos Elíseos, caían cascadas del mismo entusiasmo de los muros vivientes. El pueblo de París, el pueblo de Francia, simbolizando a todos los pueblos distantes de Europa, gritaba, expresaba su regocijo, rebosante de esperanzas. Sus rasgos se relajaron más y más. Una sonrisa franca, alegre, casi hechizada, descubrió sus dientes. Agitó su sombrero a derecha e izquierda, como si deseara saludarlos a todos, saludar al mundo entero. Seguramente había hecho bien en venir en persona, porque solo la voluntad viviente triunfaría sobre la rigidez de la ley. Con una ciudad tan feliz y un pueblo tan lleno de esperanzas, ¿como podría él fracasar en llenar sus deseos ahora y para todos los tiempos? Un descanso de una noche y, a la mañana siguiente, estaría pronto para trabajar, para dar al mundo aquella paz con que había soñado, por miles de años, realizando así la mayor proeza que jamás hubiera hecho mortal alguno.

Frente al palacio que el gobierno francés había dispuesto para él, en los corredores del Ministerio de Relaciones Exteriores, enfrente del Hotel Crillon, cuartel general de la delegación norteamericana, los periodistas (que solo ellos componían un ejército) estaban impacientes. Sólo de los Estados Unidos habían llegado ciento cincuenta; cada país, cada ciudad importante había enviado un representante de la prensa; y estos caballeros de la pluma exigían ansiosamente tarjetas de entrada para cada sesión; sí, para cada sesión de la Conferencia. ¿No se había asegurado al mundo que tendría "publicidad completa"? Esta vez no iba a haber reuniones secretas, ni conclaves secretos. Palabra por palabra corría la primera sentencia de los famosos Catorce Puntos: "Convenios de paz abiertos, conseguidos abiertamente, después de los cuales no habrá inteligencias privadas internacionales ele ninguna clase". La peste ele los tratados secretos que había causado más muertes que todas las demás epidemias en conjunto, iba a ser definitivamente abolida por el nuevo serum de la "diplomacia abierta" wilsoniana.

Pero los impetuosos periodistas estaban disgustados por encontrar una reserva insuperable. "¡Oh, sí, todos ustedes serán admitidos a las grandes sesiones!" Las informaciones de estas sesiones públicas (que habrían sido purgadas realmente de antemano de toda posibilidad de tensión manifiesta) serían dadas por completo al mundo. Pero todavía no podía obtenerse más información. Primero tenían que redactarse las reglas del procedimiento. Los quisquillosos periodistas no podían dejar de saber que alguna cosa discordante estaba sucediendo detrás de la escena. No obstante, lo que se les había dicho tenía mucho de verdad. Se estaban fijando las reglas de procedimiento. Relacionado con este asunto fue como el presidente Wilson se dio cuenta, por la primera expresión de los "Cuatro Grandes", de que los aliados habían formado una liga contra él. No querían poner todas las cartas sobre la mesa, y por buenas razones. En las carteras diplomáticas y en los casilleros ministeriales de todas las naciones beligerantes existían tratados secretos que disponían que cada una obtendría una "buena parte" del botín. En realidad, había una buena cantidad de ropa sucia que sería muy indiscreto lavar en público. Por consiguiente, para evitar el descrédito de la Conferenciа en su iniciación, sería esencial discutir estos asuntos y hacer un "lavado" preliminar a huertas ce aradas. Además, existían causas mas profundas de desarmonía que las relacionadas con simples reglas de procedimiento. Cada uno de los dos grupos mantenía, dentro de sí mismo, bastante claridad y bastante armonía respecto a lo que deseaba: los norteamericanos de un lado, y los europeos del otro. La Conferenciа tenía que hacer no una paz, sino dos. Una de ellas era temporal, actual, para poner fin a la guerra con, tra los alemanes, que habían depuesto sus arreas. La otra era problemática, eterna no temporal, debiendo ser una paz destinada a hacer imposible la guerra para siempre jamás. La paz temporal tenía que ser dura y despiadada según el viejo modelo. La paz eterna tenía que ser nueva. comprendiendo el  Covenant (Convenio) wilsoniano de lа Liga de Naciones. Cuál de las dos sería discutida primero.

***

Aquí las dos opiniones entraron en agudo conflicto. Wilson tenía poco interés en la paz temporal. El trazado de las nuevas fronteras, el pago de indemnizaciones o reparaciones de guerra, eran, consideraba él, asuntos que debían ser resueltos por peritos y comisiones en estricto acuerdo con los principios sentados en los Catorce Puntos. Estas eran tareas menores, secundarias, trabajes para especialistas. Lo que los principales estadistas de todas las naciones tenían que hacer era trabajar en la nueva labor de creación, realizar la unión de los países, establecer la paz perpetua. Cada grupo estaba convencido de la extrema urgencia de la paz que deseaba. Los Ajados europeos insistieron, y justamente, en que a nada conduciría mantener a un mundo agotado y desangrado por cuatro años de guerra esperando muchos meses para saber las condiciones de la paz. Esto desencadenaría el caos sobre Europa. Primero deberían ser resueltos los problemas presionantes. Debían trazarse las fronteras y especificarse las reparaciones; los hombres que estaban todavía bajo las armas debían ser devueltos a sus esposas e hijos; las monedas debían ser estabilizadas; el comercio y la industria debían ser puestos en acción una vez más. Después, cuando el mundo se encontrara afirmado, sería posible permitir que la Fata Morganа de los proyectos wilsonianos brillara tranquilamente sobre él. Así como Wilson no estaba realmente interesado en la paz actual, así también Clemenceau, Lloyd George y Sonnino, tácticos diestros y estadistas muy prácticos, estaban poco interesados en los designios de Wilson. En parte por cálculo político y en parte por genuina simpatía a las demandas e ideales humanitarios, habían expresado su aprobación general a la propuesta Liga de Naciones, porque, consciente o inconscientemente, habían sido conmovidos por la fuerza de un principio generoso que procedía de los corazones de sus naciones respectivas, y estaban prontos para discutir su plan, con ciertas mitigaciones y requisitos propios. Pero primero debía arreglarse la paz con Alemania para concluir la guerra; sólo después podría ser discutido el Covenant.

No obstante, el mismo Wilson era suficientemente práctico para saber que la demora repetida puede privar a una demanda de su impulso. Un hombre no llega a presidente de los Estados Unidos por medio de idealismo, y su propia experiencia le había enseñado que los procesos dilatorios en la réplica son un arma mediante la cual puede ser desarmado un provocador impaciente. Por esta razón insistió sin vacilar en que el primer asunto que debía ser considerado era la elaboración del Covenant, que sería incorporado palabra por palabra al tratado de paz con Alemania. De esta exigencia resultó un segundo conflicto inevitable. La opinión de los aliados era que la aceptación de tal método envolvería la exculpabilidad de Alemania, aunque Alemania, con su invasión a Bélgica, había hollado brutalmente la ley internacional, y en Brets-Litovsk, con el martillazo del puño del general Hoffmann, dio un terrible ejemplo de dictadura despiadada. ;Iba Alemania en esta temprana etapa a cosechar la recompensa inmerecida del humanitarianismo venidero? No, que se arreglen primero sus deudas de acuerdo con el viejo método, con dinero en mano. Luego podrá ser introducido el nuevo sistema. Los campos han sido devastados, las ciudades han sido destruídas en fragmentos: que el presidente Wilson haga una inspección. Después comprenderá que los daños tienen que ser reparados. Pero Wilson, "el hombre no práctico", miro deliberadamente más allá de las ruinas, porque sus ojos estaban fijos en el porvenir, y en vez de los edificios derruidos de hoy, solo podían ver los edificios de lo futuro. Únicamente tenía una tarea: "terminar con un viejo orden y establecer uno nuevo". Firmemente, tenazmente, persistió en su demanda, a pesar de las protestas de sus propios consejeros, Lansing y House. Primero el Covenant. El Covenant primero. Para comenzar, arreglar los asuntos de la humanidad en general; luego, tratar de los intereses de los pueblos particulares.

La lucha fue ardua y (esto fue desastroso) consumió gran cantidad de tiempo. Desgraciadamente, Wilson, antes de cruzar el Atlántico, no había dado a su sueño una configuración solida. Su proyecto para el Covenant no era definitivo: era solo una "primera redacción" que tendría que ser discutida en incontables sesiones; tenía que ser modificada, mejorada, reforzada o amortiguada. Además, exigía la cortesía que, habiendo llegado a París, debía visitar tan pronto como fuera posible a las principales ciudades de los otros aliados. Wilson cruzo el Canal, fue a Londres, hablo en Mánchester, regreso al Continente y tomo el tren para Roma. Como durante su ausencia los otros estadistas no dedicaron sus mejores energías a adelantar el Covenant, se perdió más de un mes antes que pudiera celebrarse la primera "sesión plenaria". Mientras tanto, en Hungría, Rumania, Polonia, en los Estados del Báltico y también en la frontera dálmata, tropas regulares y voluntarios se trababan en escaramuzas y ocupaban territorios, al paso que en Viena amenazaba el hambre y en Rusia la situación se hacía más y más alarmante.

***

Aun en esta primera "sesión plenaria", celebrada el 18 de enero de 1919, no se llegó a más que a formular una decisión teórica de que el Covenant iba a ser "una parte integrante del tratado general de paz". Permaneciendo todavía nebuloso, todavía en medio de interminables discusiones, pasaba de mano en mano y era continuamente editado y reeditado. Pasó otro mes, un mes de terrible intranquilidad en Europa que, cada vez más impetuosamente, reclamaba una verdadera paz. Hasta el 14 de febrero de 1919, más de tres meses después del armisticio, no pudo Wilson presentar el Covenant en su forma definitiva que fue unánimemente adoptada.

Una vez más el mundo rebosaba de júbilo. La causa de Wilson había triunfado. En adelante, el camino a la paz no llevaría a través de la guerra y el terror, porque la paz iba a ser asegurada por convenio mutuo y por la fe en el reinado de la ley. El presidente fue objeto de una ovación cuando salió del palacio. Una vez más, y por vez última, contemplo con sonrisa orgullosa, agradecida y feliz a la muchedumbre que se había apiñado para aclamarlo. Detrás de esta muchedumbre, vislumbraba él otras muchedumbres, otros pueblos; detrás de esta generación que había sufrido tan intensamente podían pintarse las generaciones futuras, las generaciones de aquellos que, gracias a la salvación del Covenant, no sufrirían más el flagelo de la guerra, no conocerían más la humillación de las dictaduras. Era el día de la coronación de su vida, y el último de sus días felices. Porque Wilson frustró su propia victoria por triunfar prematuramente y abandonar el campo de batalla sin tardanza. El día siguiente, 15 de febrero, comenzó el viaje de regreso a Norteamérica, donde él obsequiaría a sus electores y compatriotas con la Cartа Magna de paz perpetua antes de volver a Europa para firmar el tratado que concluiría la última guerra.

De nuevo saludaban las baterías cuando el George Washington partía de Brest, pero las multitudes que se reunieron para desearle buen viaje eran menores y menos entusiastas que las que acudieron a darle la bienvenida. En los días en que Wilson se alejaba de Europa había comenzado a relajarse la tensión apasionada, y las esperanzas mesiánicas de las naciones se calmaban. Cuando llegó a Nueva York la recepción fue igualmente fría. No se remontaban los aeroplanos. para saludar al barco que se dirigía a la patria; no hubo aclamaciones tormentosas, y de las oficinas públicas, del Congreso, de su propio partido político, de sus compatriotas, el presidente no recibió más que una bienvenida indiferente. Europa no estaba satisfecha porque Wilson no había ido bastante lejos; Norteamérica porque había ido demasiado lejos. Para Europa, el encadenamiento de los intereses en conflicto en un gran interés de humanidad, apareció realizada inadecuadamente. En Norteamérica, sus adversarios políticos, que estaban ya pensando en la próxima elección presidencial, declararon que, sin autorización, había atado al Nuevo Mundo demasiado estrechamente a una Europa intranquila e inadaptable, obrando así contra la doctrina Monroe, uno de los principios básicos de la política de los Estados Unidos. Se recordó imperativamente a Woodrow Wilson que sus deberes como presidente no eran fundar un futuro reino de sueños, ni promover la prosperidad de naciones extranjeras, sino considerar primariamente las ventajas para los ciudadanos de los Estados Unidos que lo habían elegido para representar su voluntad. Wilson, por lo tanto, aun cuando fatigado por sus negociaciones europeas tuvo ahora que sostener nuevas discusiones con los miembros de su propio partido y con sus adversarios políticos. Le mortificaba, sobre todo, la exigencia de que en la espléndida estructura del Covenant, que él había considerado concluida e inviolable, se introdujera una puerta falsa de escape para su propio país, la peligrosa "disposición para la retirada de los Estados Unidos de la Ligа". Así, pues, mientras él se había imaginado que el edificio de la Ligа de Naciones había sido firmemente erigido para todos los tiempos, resultaba ahora que había que abrir una brecha en el muro una brecha siniestra que conduciría con el tiempo a un colapso general.

A pesar de las limitaciones y correcciones, tanto en Norteamérica como en Europa, pudo Wilson asegurar la aceptación de su Carta Magna ele la humanidad. Pero fue sólo una victoria a medias y cuando partió de nuevo a Europa para hacer la segunda mitad de su obra como uno de los miembros principales de la Conferenciа de lа Paz, no lo acompañaba ya la franqueza y la sublime satisfacción de que disponía originalmente. No pudo contemplar la costa de Europa con el mismo espíritu lleno de esperanzas. Durante estas semanas había envejecido considerablemente; estaba fatigado y disgustado. Su cara demacrada denotaba el esfuerzo hecho; alrededor de su boca se marcaban líneas profundas; en su mejilla izquierda eran visibles contracciones nerviosas ocasionales. Estos eran los heraldos de la tormenta, signos de la enfermedad que avanzaba y que le derribaría pronto. Los médicos que lo acompañaban no perdían ocasión de prevenirle contra esfuerzos excesivos. Pero le esperaba una nueva lucha, tal vez más dura aún. El sabía que es más difícil poner en práctica los principios que formularlos en abstracto. Pero había resuelto que por ninguna causa sacrificaría ni un solo punto de su programa. Todo o nada. Paz perpetua o nada de paz en absoluto.

***

No hubo ovaciones al desembarcar, ni en las calles de París; la prensa se mantenía en fría expectativa; el pueblo parecía dudoso y desconfiado. Una vez más se confirmó el dicho de Goethe de que el entusiasmo no se adapta a un almacenaje prolongado. En vez de machacar el hierro mientras estaba caliente y maleable, Wilson había permitido que se enfriara y endureciera el idealismo europeo. Su ausencia de un solo mes lo había cambiado todo. Simultáneamente, Lloyd George había abandonado la Conferenciа. Clemenceau, herido de un balazo en una tentativa contra su vida, estuvo alejado una quincena y, durante estos momentos desprevenidos, los defensores de intereses privados se aprovecharon para abrirse paso a las salas de las comisiones. Los más enérgicos y más peligrosos eran los militares. Mariscales y generales que por espacio de cuatro años habían estado en los primeros cargos y cuyas decisiones arbitrarias habían sido ley para cientos de miles, no estaban dispuestos en manera alguna a ocupar ahora posiciones secundarias. Un Covenant que los privaría de sus ejércitos, puesto que iba a "abolir la conscripción y todas las demás formas de servicio militar obligatorio", era una amenaza para su misma existencia. La mentecatería de una paz perpetua, esta disparatada embestida contra su profesión debía ser abolida, o al menos desviada. Lo que ellos querían era más armamentos en vez de desarme wilsoníano, nuevas fronteras y garantías materiales en vez del santo y seña de internacionalismo. Un país no podría ser salvaguardado por Catorce Puntos escritos en el aire, sino multiplicando sus defensas y desarenando a sus adversarios. Pisándoles los talones a los militaristas venían los representantes de los grupos industriales; los fabricantes de municiones, interesados también en los armamentos; los corredores, que esperaban sacar dinero de las reparaciones. También estaban alerta los diplomáticos, cada uno de los cuales, amenazado por la espalda por los partidos de oposición, quería asegurar para su respectivo país una mayor extensión de territorio nuevamente anexado. Unos cuantos toques diestros sobre el teclado de la opinión pública dieron por resultado que todos los diarios europeos, hábilmente secundados por los de Norteamérica, vocearon cl mismo tema: "Los fantásticos proyectos de Wilson retardan el arreglo de la paz. Sus utópicos planes —muy idealistas y dinos de alabanza, por supuesto— estorban la consolidación Je' Europa. No malgastemos más tiempo en consideraciones morales y ensueños supermorales. A menos que se firme prontamente la paz, Europa se convertirá en un caos una vez más."

Desgraciadamente, estas quejas estaban justificadas. Wilson, que fijaba su mirada en los siglos venideros, tenía sus propios "standards" de medida que eran diferentes de los de las naciones de la Europа contemporánea. Consideraba él que cuatro o cinco meses era muy poco tiempo para realizar una tarea que había sido un sueño por pules de años. Pero, mientras tanto, voluntarios organizados en la Europa Centrаl por fuerzas ocultas marchaban acá y allá ocupando territorios indefensos, y regiones completas ignoraban a quién pertenecían o iban a pertenecer. Pese a haber transcurrido ya cuatro meses, no habían sido recibidas todavía las delegaciones de Alemania y Austria. Del otro lado de las fronteras, aun vagamente trazadas, crecía la intranquilidad de los pueblos; no faltaban signos de que, en su desesperación, Hungría mañana y Alemania al día siguiente dejarían atrás a los bolcheviques en el camino de la revolución. Que se arreglen los asuntos rápidamente, urgían los diplomáticos. Para aclarar el terreno debemos barrer cuanto pueda ser un obstáculo, sobre todo este infernal Covenant.

Una sola hora en París fue bastante para hacer ver a Wilson que todo loo que había laboriosamente construido en tres meses había sido minado durante su ausencia de un mes y estaba en peligro de desplomarse. El mariscal Foch casi había conseguido arreglar que el Covenant fuera testado del tratado de paz, y, en tal caso, la obra de los primeros tres meses quedaría aniquilada. Pero donde estuvieran en riesgo asuntos decisivos, Wilson se mostraría diamantino y no cedería un ápice. Al día siguiente de su arribo, 15 de marzo, hizo aparecer en la prensa el anuncio oficial de que la resolución del 25 de enero estaba todavía en vigor, y que "el Covenant formaría parte integral del tratado de paz". Esta declaración fue el primer contraataque contra la tentativa de hacer el tratado de paz con Alemania, no sobre la base del nuevo Covenant, sino sobre la de los viejos tratados secretos entre los aliados. El presidente Wilson quedó ahora perfectamente ilustrado del asunto. Supo que las mismas potencias que tan recientemente se declararon dispuestas a respetar el derecho de los pueblos a disponer de sus propios destinos, intentaban realmente sostener exigencias incompatibles con tal derecho. Francia reclamaría la cuenca del Rin y el Sarre; Italia reclamaría Fiume y Dalmacia; Rumania, Polonia y Checoslovaquia querrían también una parte del botín. A menos que el opusiera firme resistencia, la paz sería hecha como las viejas, en la forma condenada por el, a la manera ele Napoleón, Tallevrand y Metternich; no de acuerdo con los principios que él había defendido y que los aliados se habían comprometido a observar.

Transcurrió una quincena de luchas violentas. Wilson se opuso resueltamente a la cesión del Sarre a Francia, presintiendo que esta infracción del principio de la autodeterminación de los pueblos se convertiría en precedente para muchas más; e Italia, convencida de que las propias demandas estaban implícitamente comprendidas en la exigencia de Francia del Sarre, amenazó con abandonar la Conferenciа a menos que Wilson cediera. La prensa francesa comenzó a propalar que en Hungría se había producido un estallido del bolcheviquismo y que pronto, decían los aliados, el veneno se propagaría al Occidente. Wilson encontró oposición hasta en sus propios consejeros, el Coronel House y Robert Lansing. Aunque eran buenos amigos suyos, le instaron urgentemente para que, en vista de las condiciones caóticas que prevalecían en Europa, sacrificara algunos de sus propósitos idealistas a fin de que se firmara la otra paz tan pronto como fuera posible. En realidad, Wilson se encontraba solo contra un frente unánimemente hostil. Desde Norteamérica, lo atacaba por la espalda la opinión pública alentada por sus rivales y adversarios políticos, y muy a menudo pensó Wilson que había llegado al extremo de la maniota. Confesó a un amigo que, probablemente, no podría continuar manteniéndose frente a todos los demás y que estaba resuelto a abandonar la Conferenciа si no se aceptaba su punto de vista.

Mientras luchaba de este modo contra tales fuertes contrariedades, fue atacado interiormente por un enemigo. El 5 de abril, cuando la batalla entre las crudas realidades y su todavía inalcanzado ideal se acercaba a su clima, le fue imposible mantenerse de pie más tiempo y —un hombre de sesenta y tres años— tuvo que quedarse en cama, atacado de gripe. Las embestidas del mundo exterior eran aún más formidables que las de su sangre afiebrada, y no le dieron descanso. Llegaron nuevas catastróficas. El 5 ele abril los comunistas asumieron el poder en Baviera, estableciendo una República Soviética en Munich. Probablemente, en cualquier momento, Austria, castigada por el hambre y a mitad de camino entre la Baviera bolchevique y la Hungríа bolchevique, seguiría el mismo camino, y cada hora de resistencia adicional podría hacer a este aislado luchador Wilson responsable de la propagación de la revolución roja. Los adversarios del inválido no lo dejaban en paz en su lecho de enfermo. En la habitación inmediata, Clemenceau, Lloyd George y el Coronel Mouse discutían los asuntos, estando todos de acuerdo en que debía llegarse al fin a cualquier costa. La costa tendría que ser pagada por Wilson con sus demandas y sus ideales. Su pretensión de una paz perpetua tendría que ser abandonada, puesto que era un obstáculo a la necesidad más apremiante: la de un urgente arreglo de la paz material, militar, "real".

***

Pero Wilson, agotado, enfermo, irritado por el clamor de la prensa que lo culpaba de bloquear el camino ele la paz; abandonado por sus propios consejeros y apremiado por los representantes de los demás gobiernos, no cedió aún. Se sentía obligado a mantener su palabra empeñada; pensaba que no habría hecho todo lo que estaba a su alcance en favor de la paz que los otros anhelaban tanto, si no la ajustaba en forma duradera, no militar; si no continuaba haciendo cuanto le fuera posible en favor de la "federación del mundo", que era la única cosa que podría establecer realmente la paz perpetua de Europa. Apenas pudo abandonar el lecho dio un paso decisivo. El 7 de abril envió un cablegrama al Departamento de Marina de Washington: "¿Cuál es la fecha más pronta posible en que el vapor de los Estados Unidos George Washington puede partir para Brest y cuál es la fecha más pronta probable de su llegada a Brest? El Presidente desea que se aceleren los movimientos de este buque". El mismo día fue informado el mundo de que el Presidente Wilson había pedido por cable el vapor en que iba a partir.

La noticia cayo como un rayo y su significado fue instantáneamente comprendido. En todo el globo se supo que el Presidente Wilson estaba decidido a oponerse a todo arreglo de paz que infringiera en el más mínimo grado los principios del Covenant, y que había decidido abandonar la Conferenciа antes que ceder. Había sonado una hora fatal, hora que por décadas, tal vez por siglos, fijaría los destinos de Europa, del mundo en general. Si Wilson se retiraba de la mesa de la Conferenciа, el viejo orden social sufriría un colapso, comenzaría el caos, pero tal vez sería el caos del que nace una nueva estrella. Europa observaba impaciente. ¿Cargarían los demás miembros de la Conferenciа con semejante responsabilidad? ¿La tomaría sobre sí Wilson?

Era una hora funesta. En aquel momento, Wilson estaba todavía firmemente decidido. No transigiría; no cedería; no debía ser "una paz dura", sino "una paz justa". Los franceses no obtendrían el Sarre; los italianos no tendrían a Fiume; Turquía no sería repartida; no deberían hacerse "trueques de pueblos". El derecho debería prevalecer sobre la fuerza, el ideal sobre lo real, el futuro sobre el presente. Fiat justitia, pereat muuidus. Esta corta hora sería la más grande, la más perfectamente humana, la más heroica en la vida de Wilson. Si siquiera hubiese tenido el valor de mantenerse firme, su nombre se habría inmortalizado entre los verdaderos amantes de la humanidad y habría realizado una proeza sin ejemplo. Pero la hora fue seguida por una semana, y durante esta semana se vio asaltado por todos lados. La prensa francesa, la británica y la italiana lo atacaron duramente —a él, el pacificador— por destruir la paz con su obstinación teórico-teológica, y por sacrificar el mundo real a una utopía privada. Aun Alemania, que lo había considerado como la fuente principal de ayuda, pero que se había alarmado por el estallido del bolcheviquismo en Baviera, se volvió ahora contra él. Así lo hicieron sus compatriotas. El Coronel House y Lansing lo conjuraron para que cediera. Hasta su secretario privado, Tumulty, que pocos días antes le había cablegrafiado alentándolo: "Únicamente un golpe atrevido del Presidente salvará a la Europа y quizás al mundo", ahora, cuando Wilson estaba dando el "golpe atrevido", se sintió muy perturbado y envió este nuevo despacho: "Retirada muy imprudente y cargada de muy peligrosas responsabilidades aquí y en el exterior... El Presidente deberá cargar la responsabilidad de una ruptura de la Conferenciа sobre quienes apropiadamente corresponde... Una retirada en este momento sería una deserción".

Acosado, casi desesperado, y quebrantada su confianza por la universalidad del disentimiento, Wilson miro a su alrededor. Nadie se encontraba a su lado, cuantos se hallaban en el salón de la Conferenciа estaban contra él, aun los miembros de su propio séquito; y los invisibles millones sobre millones de voces, que, a la distancia, le imploraban que se mantuviera firme y sosteniendo sus propios principios, no llegaron a sus oídos. Jamás se dio cuenta de que, si hubiera procedido como amenazo hacerlo y se hubiera retirado de la Conferenciа, su nombre se habría inmortalizado; pero esto únicamente si hubiera estado resuelto a legar su idea al futuro como un postulado que debería ser perpetuamente renovado. No vislumbró lo que la energía creadora habría obtenido de su rotundo "No" a las fuerzas de la codicia, del odio y de la sinrazón. Todo lo que pudo percibir fue que se hallaba solo y que estaba demasiado débil para cargar sobre sus hombros la responsabilidad. El desastroso resultado final fue que el Presidente Wilson comenzó a disminuir la tenacidad de su resistencia, mientras que el Coronel House construyó un puente por el cual pudiera hacer transacciones. El regateo acerca de las fronteras insumió una semana. Por último, el 5 de abril de 1919 —día aciago en la historia—, con cl corazón oprimido y la conciencia intranquila, Wilson accedió a las considerablemente disminuidas exigencias militares de Clemenceau. El Sarre no había de ser permanentemente francés, sino ocupado sólo durante quince años. El hombre que hasta ahora se había mostrado intransigente, había hecho la primera concesión y, en consecuencia, como si un mago hubiera agitado su varita, el tono de la prensa parisiense era del todo distinto a la siguiente mañana. Los diarios que el día antes lo injuriaban como perturbador de la paz, como un hombre que está arruinando al mundo, le enaltecieron como el más sabio de los estadistas vivientes. Pero esta alabanza le hirió como un reproche. En el fondo de su alma, sabía Wilson que, aunque tal vez había salvado la paz, la paz temporal, se había perdido o desechado la paz permanente con espíritu de reconciliación, la única paz que podría salvar al mundo. La locura había dominado al buen sentido, la pasión había prevalecido sobre la razón. El hombre había sido obligado a retroceder a un pasado de infortunios. El, que había sido el líder y portaestandarte en el avance hacia un ideal que excedería a la época, había perdido la suprema batalla, en la que necesitó, ante todo, conquistar su propia debilidad.

En esta hora funesta, ¿obró Wilson con acierto o equivocadamente? ¿Quién podrá decirlo? En todo caso, en una hora transcendental e irrevocable, adoptó una decisión cuyo fruto sobrevivirá décadas y siglos, que nosotros y nuestros descendientes tendremos que pagar con nuestra sangre, nuestra desesperación, nuestra impotencia y nuestra destrucción. Desde este día, el poder de Wilson, que no había conocido rival moralmente, quedó roto, y su prestigio y su energía, anulados. El que hace una concesión no puede ya detenerse. Una transacción conduce inevitablemente a nuevas transacciones. El deshonor crea deshonor, la fuerza engendra fuerza. La paz que Wilson había vislumbrado como íntegra y perdurable, permanece fragmentaria, transitoria e incompleta, porque no fue modelada con el sentido de lo futuro, no fue moldeada con espíritu de humanidad, no fue construída con los materiales de la razón pura. Una oportunidad única, quizás la más fatal de la historia, fue lastimosamente desperdiciada, como el mundo, cuyos dioses habían sido derribados, lo verificó pronto con la amargura del disgusto y la confusión. Cuando Wilson regresó a los Estados Unidos, el que había sido aclamado como el salvador del mundo no fue considerado ya por nadie como un redentor. No era más que un inválido viejo y cansado, sentenciado a una muerte próxima. A su llegada no fue recibido con manifestaciones de júbilo ni con despliegue de banderas. Cuando cl buque se alejaba de la costa de Europa, desvió el la cara porque no podía mirar al desgraciado continente que por miles de años había anhelado la paz y la unidad y jamás las había encontrado. Una vez más se desvaneció en la niebla de la lejanía el eterno sueño de un inundo humanizado.

 

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