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Книга «Граф Монте-Кристо» (El Conde de Montecristo) на испанском языке

Роман «Граф Монте-Кристо» (El Conde de Montecristo) на испанском языке - читать онлайн. Александр Дюма-старший написал за свою жизнь множество книг, некоторые из которых стали очень популярными и позже были переведены на многие самые распространённые языки мира. К таким книгам относится, среди других, и роман «Граф Монте-Кристо».

Некоторые другие книги, которые написал Александр Дюма, а также другие известные писатели, можно читать в разделе «Книги на испанском».

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Теперь переходим к чтению книги «Граф Монте-Кристо» (El Conde de Montecristo) на испанском языке, автор – Александр Дюма. На этой странице выложены первые 2 главы книги, в конце страницы будет ссылка на продолжение романа «Граф Монте-Кристо» (El Conde de Montecristo).

 

El Conde de Montecristo

 

Primera parte

El Castillo de If

 

Capítulo primero

Marsella. La llegada

 

El 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la señal de que se hallaba a la vista el bergantín El Faraón procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como suele hacerse en tales casos, salió inmediatamente en su busca un práctico, que pasó por delante del castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rión y el cabo Mongión. En un instante, y también como de costum­bre, se llenó de curiosos la plataforma del castillo de San Juan, por­que en Marsella se daba gran importancia a la llegada de un buque y sobre todo si le sucedía lo que al Faraón, cuyo casco había salido de los astilleros de la antigua Focia y pertenecía a un naviero de la ciudad.

Mientras tanto, el buque seguía avanzando; habiendo pasado feliz­mente el estrecho producido por alguna erupción volcánica entre las islas de Calasapeigne y de Jaros, dobló la punta de Pomegue hendien­do las olas bajo sus tres gavias, su gran foque y la mesana. Lo hacía con tanta lentitud y tan penosos movimientos, que los curiosos, que por instinto presienten la desgracia, preguntábanse unos a otros qué accidente podía haber sobrevenido al buque. Los más peritos en na­vegación reconocieron al punto que, de haber sucedido alguna des­gracia, no debía de haber sido al buque, puesto que, aun cuando con mucha lentitud, seguía éste avanzando con todas las condiciones de los buques bien gobernados.

En su puesto estaba preparada el ancla, sueltos los cabos del bau­prés, y al lado del piloto, que se disponía a hacer que El Faraón enfilase la estrecha boca del puerto de Marsella, hallábase un jo­ven de fisonomía inteligente que, con mirada muy viva, observaba cada uno de los movimientos del buque y repetía las órde­nes del piloto.

Entre los espectadores que se hallaban reunidos en la explanada de San Juan, había uno que parecía más inquieto que los demás y que, no pudiendo contenerse y esperar a que el buque fondeara, saltó a un bote y ordenó que le llevasen al Faraón, al que alcanzó frente al muelle de la Reserva.

Viendo acercarse al bote y al que lo ocupaba, el marino abandonó su puesto al lado del piloto y se apoyó, sombrero en mano, en el filarete del buque. Era un joven de unos dieciocho a veinte años, de elevada estatura, cuerpo bien proporcionado, hermoso cabello y ojos negros, observándose en toda su persona ese aire de calma y de resolución peculiares a los hombres avezados a luchar con los peligros des­de su infancia.

‑ ¡Ah! ¡Sois vos Edmundo! ¿Qué es lo que ha sucedido? ‑ pre­guntó el del bote. -¿Qué significan esas caras tan tristes que tienen todos los de la tripulación?

‑ Una gran desgracia, para mí al menos, señor Morrel, ‑ respondió Edmundo. -Al llegar a la altura de Civita‑Vecchia, falleció el valien­te capitán Leclerc...

‑ ¿Y el cargamento? ‑ preguntó con ansia el naviero.

‑ Intacto, sin novedad. El capitán Leclerc...

‑ ¿Qué le ha sucedido? - preguntó el naviero, ya más tranquilo. -¿Qué le ocurrió a ese valiente capitán?

‑ Murió.

‑ ¿Cayó al mar?

‑ No, señor; murió de una calentura cerebral, en medio de horri­bles padecimientos.

Volviéndose luego hacia la tripulación:

‑ ¡Hola! - dijo. -Cada uno a su puesto, vamos a anclar.

La tripulación obedeció, lanzándose inmediatamente los ocho o diez marineros que la componían unos a las escotas, otros a las drizas y otros a cargar velas.

Edmundo observó con una mirada indiferente el principio de la maniobra, y viendo a punto de ejecutarse sus órdenes, volvióse hacia su interlocutor.

‑ Pero ¿cómo sucedió esa desgracia? ‑ continuó el naviero.

‑ ¡Oh, Dios mío!, de un modo inesperado. Después de una larga plática con el comandante del puerto, el capitán Leclerc salió de Ná­poles bastante agitado, y no habían transcurrido veinticuatro horas cuando le acometió la fiebre... y a los tres días había fallecido. Le hicimos los funerales de ordenanza, y reposa decorosamente envuelto en una hamaca, con una bala del treinta y seis a los pies y otra a la cabeza, a la altura de la isla de Giglio. La cruz de la Legión de Honor y la espada las conservamos y las traemos a su viuda.

‑ Es muy triste, ciertamente, - prosiguió el joven con melancólica sonrisa, -haber hecho la guerra a los ingleses por espacio de diez años, y morir después en su cama como otro cualquiera.

‑ ¿Y qué vamos a hacerle, señor Edmundo? - replicó el naviero, cada vez más tranquilo; -somos mortales, y es necesario que los viejos cedan su puesto a los jóvenes; a no ser así no habría ascensos, y puesto que me aseguráis que el cargamento...

‑ Se halla en buen estado, señor Morrel. Os aconsejo, pues, que no lo cedáis ni aun con veinticinco mil francos de ganancia.

Acto seguido, y viendo que habían pasado ya la torre Redonda, gritó Edmundo:

‑ Largad las velas de las escotas, el foque y las de mesana.

La orden se ejecutó casi con la misma exactitud que en un buque de guerra.

‑ Amainad y cargad por todas partes.

A esta última orden se plegaron todas las velas, y el barco avanzó de un modo casi imperceptible.

‑ Si queréis subir ahora, señor Morrel, - dijo Dantés dándose cuenta de la impaciencia del armador, -aquí viene vuestro encarga­do, el señor Danglars, que sale de su camarote, y que os informa­rá de todos los detalles que deseéis. Por lo que a mí respecta, he de vigilar las maniobras hasta que quede El Faraón anclado y de luto.

No dejó el naviero que le repitieran la invitación, y asiéndose a un cable que le arrojó Dantés, subió por la escala del costado del buque con una ligereza que honrara a un marinero, mientras que Dantés, volviendo a su puesto, cedió el que ocupaba últimamente a aquel que había anunciado con el nombre de Danglars, y que sa­liendo de su camarote se dirigía adonde estaba el naviero.

El recién llegado era un hombre de veinticinco a veintiséis años, de semblante algo sombrío, humilde con los superiores, insolente con los inferiores; de modo que con esto y con su calidad de sobrecargo, siempre tan mal visto, le aborrecía toda la tripulación, tanto como quería a Dantés.

‑ ¡Y bien!, señor Morrel, ‑ dijo Danglars, -ya sabéis la desgra­cia, ¿no es cierto?

‑ Sí, sí, ¡pobre capitán Leclerc! Era muy bueno y valeroso.

‑ Y buen marino sobre todo, encanecido entre el cielo y el agua, como debe ser el hombre encargado de los intereses de una casa tan respetable como la de Morrel a hijos, ‑ respondió Danglars.

‑ Sin embargo, - repuso el naviero mirando a Dantés, que fondea­ba en este instante, -me parece que no se necesita ser marino viejo, como decís, para ser ducho en el oficio. Y si no, ahí tenéis a nuestro amigo Edmundo, que de tal modo conoce el suyo, que no ha de me­nester lecciones de nadie.

‑ ¡Oh!, sí, ‑ dijo Danglars dirigiéndole una aviesa mirada en la que se reflejaba un odio reconcentrado; -parece que este joven todo lo sabe. Apenas murió el capitán, se apoderó del mando del buque sin consultar a nadie, y aún nos hizo perder día y medio en la isla de Elba en vez de proseguir rumbo a Marsella.

‑ Al tomar el mando del buque, ‑ repuso el naviero, ‑cumplió con su deber; en cuanto a perder día y medio en la isla de Elba, obró mal, si es que no tuvo que reparar alguna avería.

‑ Señor Morrel, el bergantín se hallaba en excelente estado y aque­lla demora fue puro capricho, deseos de bajar a tierra, no lo dudéis.

‑ Dantés, ‑ dijo el naviero encarándose con el joven, -venid acá.

‑ Disculpadme, señor Morrel, ‑ dijo Dantés, -voy en seguida.

Y en seguida ordenó a la tripulación: «Fondo»; a inmediatamente cayó el anda al agua, haciendo rodar la cadena con gran estrépito. Dantés permaneció en su puesto, a pesar de la presencia del piloto, hasta que esta última maniobra hubo concluido.

‑ ¡Bajad el gallardete hasta la mitad del mastelero! ‑ gritó en seguida. -¡Iza el pabellón, cruza las vergas!

‑ ¿Lo veis? ‑ observó Danglars, -ya se cree capitán.

‑ Y de hecho lo es, ‑ contestó el naviero.

‑ Sí, pero sin vuestro consentimiento ni el de vuestro asociado, señor Morrel.

‑ ¡Diantre! ¿Y por qué no le hemos de dejar con ese cargo? ‑ re­puso Morrel. -Es joven, ya lo sé, pero me parece que le sobra expe­riencia para ejercerlo...

Una nube ensombreció la frente de Danglars.

‑ Disculpadme, señor Morrel, ‑ dijo Dantés acercándose, -y pues­to que ya hemos fondeado, aquí me tenéis a vuestras órdenes. Me llamasteis, ¿no es verdad?

Danglars hizo ademán de retirarse.

‑ Quería preguntaros por qué os habéis detenido en la isla de Elba.

‑ Lo ignoro, señor Morrel: fue para cumplir las últimas órde­nes del capitán Leclerc, que me entregó, al morir, un paquete para el mariscal Bertrand.

‑ ¿Pudisteis verlo, Edmundo?

‑ ¿A quién?

‑ Al mariscal.

‑ Sí.

Morrel miró en derredor, y llevando a Dantés aparte:

‑ ¿Cómo está el emperador? ‑ le preguntó con interés.

‑ Según he podido juzgar por mí mismo, muy bien.

‑ ¡Cómo! ¿También habéis visto al emperador?...

‑ Sí, señor; entró en casa del mariscal cuando yo estaba en ella... ‑¿Y le hablasteis?

‑ Al contrario, él me habló a mí, ‑ repuso Dantés sonriéndole.

‑ ¿Y qué fue lo que os dijo?

‑ Hízome mil preguntas acerca del buque, de la época de su salida de Marsella, el rumbo que había seguido y del cargamento que traía. Creo que a haber venido en lastre, y a ser yo su dueño, su intención fuera el comprármelo; pero le dije que no era más que un simple se­gundo, y que el buque pertenecía a la casa Morrel a hijos. «¡Ah ‑dijo entonces‑, la conozco. Los Morrel han sido siempre navieros, y uno de ellos servía en el mismo regimiento que yo, cuando estábamos de guarnición en Valence.»

‑ ¡Es verdad! ‑ exclamó el naviero, loco de contento. -Ese era Policarpo Morrel, mi tío, que es ahora capitán. Dantés, si decís a mi tío que el emperador se ha acordado de él, le veréis llorar como un niño. ¡Pobre viejo! Vamos, vamos, ‑ añadió el naviero dando cariñosas palmadas en el hombro del joven; -habéis hecho bien en seguir las instrucciones del capitán Leclerc deteniéndoos en la isla de Elba, a pesar de que podría comprometeros el que se supiese que habéis entregado un pliego al mariscal y hablado con el emperador.

‑ ¿Y por qué había de comprometerme? ‑ dijo Dantés. -Puedo asegurar que no sabía de qué se trataba; y en cuanto al emperador, no me hizo preguntas de las que hubiera hecho a otro cualquiera. Pero con vuestro permiso, ‑ continuó Dantés: -vienen los aduane­ros, os dejo...

‑ Sí, sí, querido Dantés, cumplid vuestro deber.

El joven se alejó, mientras iba aproximándose Danglars.

‑ Vamos, ‑ preguntó éste, -¿os explicó el motivo por el cual se detuvo en Porto‑Ferrajo?

‑ Sí, señor Danglars.

‑ Vaya, tanto mejor, ‑ respondió éste, -porque no me gusta te­ner un compañero que no cumple con su deber.

‑ Dantés ya ha cumplido con el suyo, ‑ respondió el naviero, -y no hay por qué reprenderle. Cumplió una orden del capitán Leclerc.

‑ A propósito del capitán Leclerc: ¿os ha entregado una carta de su parte?

‑ ¿Quién?

‑ Dantés.

‑ ¿A mí?, no. ¿Le dio alguna carta para mí?

‑ Suponía que además del pliego le hubiese confiado también el capitán una carta.

‑ Pero ¿de qué pliego habláis, Danglars?

‑ Del que Dantés ha dejado al pasar en Porto‑Ferrajo.

‑ Cómo, ¿sabéis que Dantés llevaba un pliego para dejarlo en Porto‑Ferrajo?

Danglars se sonrojó.

‑ Pasaba casualmente por delante de la puerta del capitán, estaba entreabierta, y le vi entregar a Dantés un paquete y una carta.

‑ Nada me dijo aún, ‑ contestó el naviero, -pero si trae esa carta, él me la dará.

Danglars reflexionó un instante.

‑ En ese caso, señor Morrel, os suplico que nada digáis de esto a Dantés; me habré equivocado.

En esto volvió el joven y Danglars se alejó.

‑ Querido Dantés, ¿estáis ya libre? ‑ le preguntó el naviero.

‑ Sí, señor.

‑ La operación no ha sido larga, vamos.

‑ No, he dado a los aduaneros la factura de nuestras mercancías, y los papeles de mar a un oficial del puerto que vino con el práctico.

‑ ¿Conque nada tenéis que hacer aquí?

Dantés cruzó una ojeada en torno.

‑ No, todo está en orden.

‑ Podréis venir a comer con nosotros, ¿verdad?

‑ Dispensadme, señor Morrel, dispensadme, os lo ruego, porque antes quiero ver a mi padre. Sin embargo, no os quedo menos recono­cido por el honor que me hacéis.

‑ Es muy justo, Dantés, es muy justo; ya sé que sois un buen hijo.

‑ ¿Sabéis cómo está mi padre? ‑ preguntó Dantés con interés.

‑ Creo que bien, querido Edmundo, aunque no le he visto.

‑ Continuará encerrado en su mísero cuartucho.

‑ Eso demuestra al menos que nada le ha hecho falta durante vuestra ausencia.

Dantés se sonrió.

‑ Mi padre es demasiado orgulloso, señor Morrel, y aunque hubie­ra carecido de lo más necesario, dudo que pidiera nada a nadie, ex­cepto a Dios.

‑ Bien, entonces después de esa primera visita cuento con vos.

‑ Os repito mis excusas, señor Morrel; pero después de esa pri­mera visita quiero hacer otra no menos interesante a mi corazón.

‑ ¡Ah!, es verdad, Dantés, me olvidaba de que en el barrio de los Catalanes hay una persona que debe esperaros con tanta impaciencia como vuestro padre, la hermosa Mercedes.

Dantés se sonrojó intensamente.

‑ Ya, ya, ‑ repuso el naviero; -por eso no me asombra que haya ido tres veces a pedir información acerca de la vuelta de El Faraón. ¡Cáspita! Edmundo, en verdad que sois hombre que entiende del asunto. Tenéis una querida muy guapa.

‑ No es querida, señor Morrel, ‑ dijo con gravedad el marino; -es mi novia.

‑ Es lo mismo, ‑ contestó el naviero, riéndose.

‑ Para nosotros no, señor Morrel.

‑ Vamos, vamos, mi querido Edmundo, ‑ replicó el señor Mo­rrel, -no quiero deteneros por más tiempo. Habéis desempeñado harto bien mis negocios para que yo os impida que os ocupéis de los vuestros. ¿Necesitáis dinero?

‑ No, señor; conservo todos mis sueldos de viaje.

‑ Sois un muchacho muy ahorrativo, Edmundo.

‑ Y añadid que tengo un padre pobre, señor Morrel.

‑ Sí, ya sé que sois buen hijo. Id a ver a vuestro padre.

El joven dijo, saludando:

‑ Con vuestro permiso.

‑ Pero ¿no tenéis nada que decirme?

‑ No, señor.

‑ El capitán Lederc, ¿no os dio al morir una carta para mí?

‑ ¡Oh!, no; le hubiera sido imposible escribirla; pero esto me recuerda que tendré que pediros licencia por unos días.

‑ ¿Para casaros?

‑ Primeramente, para eso, y luego para ir a París.

‑ Bueno, bueno, por el tiempo que queráis, Dantés. La operación de descargar el buque nos ocupará seis semanas lo menos, de manera que no podrá darse a la vela otra vez hasta dentro de tres meses. Para esa época sí necesito que estéis de vuelta, porque El Faraón ‑conti­nuó el naviero tocando en el hombro al joven marino‑ no podría volver a partir sin su capitán.

‑ ¡Sin su capitán! ‑ exclamó Dantés con los ojos radiantes de ale­gría. -Pensad lo que decís, señor Morrel, porque esas palabras ha­cen nacer las ilusiones más queridas de mi corazón. ¿Pensáis nom­brarme capitán de El Faraón?

‑ Si sólo dependiera de mí, os daría la mano, mi querido Dantés, diciéndoos... «es cosa hecha»; pero tengo un socio, y ya sabéis el refrán italiano: Chi a compagno a padrone. Sin embargo, mucho es que de dos votos tengáis ya uno; en cuanto al otro confiad en mí, que yo haré lo posible por que lo obtengáis también.

‑ ¡Oh, señor Morrel! ‑ exclamó el joven con los ojos inundados en lágrimas y estrechando la mano del naviero‑; señor Morrel, os doy gracias en nombre de mi padre y de Mercedes.

‑ Basta, basta, ‑ dijo Morrel. -Siempre hay Dios en el cielo para la gente honrada; id a verlos y volved después a mi encuentro.

‑ ¿No queréis que os conduzca a tierra?

‑ No, gracias: tengo aún que arreglar mis cuentas con Danglars. ¿Os llevasteis bien con él durante el viaje?

‑ Según el sentido que deis a esa pregunta. Como camarada, no, porque creo que no me desea bien, desde el día en que a consecuen­cia de cierta disputa le propuse que nos detuviésemos los dos solos diez minutos en la isla de Montecristo, proposición que no aceptó. Como agente de vuestros negocios, nada tengo que decir y quedaréis satisfecho.

‑ Si llegáis a ser capitán de El Faraón, ¿os llevaréis bien con Dan­glars?

‑ Capitán o segundo, señor Morrel, ‑ respondió Dantés, -guar­daré siempre las mayores consideraciones a aquellos que posean la confianza de mis principales.

‑ Vamos, vamos, Dantés, veo que sois cabalmente un excelente muchacho. No quiero deteneros más, porque noto que estáis ardien­do de impaciencia.

‑ ¿Me permitís... , entonces?

‑ Sí, ya podéis iros.

‑ ¿Podré usar la lancha que os trajo?

‑ ¡No faltaba más!

‑ Hasta la vista, señor Morrel, y gracias por todo.

‑ Que Dios os guíe.

‑ Hasta la vista, señor Morrel.

‑ Hasta la vista, mi querido Edmundo.

El joven saltó a la lancha, y sentándose en la popa dio orden de abordar a la Cannebière. Dos marineros iban al remo, y la lancha se deslizó con toda la rapidez que es posible en medio de los mil buques que obstruyen la especie de callejón formado por dos filas de barcos desde la entrada del puerto al muelle de Orleáns.

El naviero le siguió con la mirada, sonriéndose hasta que le vio sal­tar a los escalones del muelle y confundirse entre la multitud, que desde las cinco de la mañana hasta las nueve de la noche llena la fa­mosa calle de la Cannebière, de la que tan orgullosos se sienten los modernos focenses, que dicen con la mayor seriedad: «Si París tuvie­se la Cannebière, sería una Marsella en pequeño.»

Al volverse el naviero, vio detrás de sí a Danglars, que aparente­mente esperaba sus órdenes; pero que en realidad vigilaba al joven marino. Sin embargo, esas dos miradas dirigidas al mismo hombre eran muy diferentes.

 

Capítulo segundo

El padre y el hijo

 Y dejando que Danglars diera rienda suelta a su odio inventando alguna calumnia contra su camarada, sigamos a Dantés, que después de haber recorrido la Cannebière en toda su longitud, se dirigió a la calle de Noailles, entró en una casita situada al lado izquierdo de las alamedas de Meillán, subió de prisa los cuatro tramos de una escale­ra oscurísima, y comprimiendo con una mano los latidos de su cora­zón se detuvo delante de una puerta entreabierta que dejaba ver has­ta el fondo de aquella estancia; allí era donde vivía el padre de Dantés.

La noticia de la arribada de El Faraón no había llegado aún hasta el anciano, que encaramado en una silla, se ocupaba en clavar estacas con mano temblorosa para unas capuchinas y enredaderas que tre­paban hasta la ventana.

De pronto sintió que le abrazaban por la espalda, y oyó una voz que exclamaba:

‑ ¡Padre! ..., ¡padre mío!

El anciano, dando un grito, volvió la cabeza; pero al ver a su hijo se dejó caer en sus brazos pálido y tembloroso.

‑ ¿Qué tienes, padre? ‑ exclamó el joven lleno de inquietud. -¿Te encuentras mal?

‑ No, no, querido Edmundo, hijo mío, hijo de mi alma, no; pero no lo esperaba, y la alegría... la alegría de verte así..., tan de repen­te... ¡Dios mío!, me parece que voy a morir...

‑ Cálmate, padre: yo soy, no lo dudes; entré sin prepararte, por­que dicen que la alegría no mata. Ea, sonríe, y no me mires con esos ojos tan asustados. Ya me tienes de vuelta y vamos a ser fe­lices.

‑ ¡Ah!, ¿conque es verdad? ‑ replicó el anciano: -¿conque va­mos a ser muy felices? ¿Conque no me dejarás otra vez? Cuéntamelo todo.

‑ Dios me perdone, ‑ dijo el joven, -si me alegro de una desgra­cia que ha llenado de luto a una familia, pues el mismo Dios sabe que nunca anhelé esta clase de felicidad; pero sucedió, y confieso que no lo lamento. El capitán Leclerc ha muerto, y es probable que, con la protección del señor Morrel, ocupe yo su plaza... ¡Capitán a los vein­te años, con cien luises de sueldo y una parte en las ganancias! ¿No es mucho más de lo que podía esperar yo, un pobre marinero?

‑ Sí, hijo mío, sí, ‑ dijo el anciano, -¡eso es una gran felicidad!

‑ Así pues, quiero, padre, que del primer dinero que gane alqui­les una casa con jardín, para que puedas plantar tus propias enreda­deras y tus capuchinas..., pero ¿qué tienes, padre? parece que lo en­cuentras mal.

‑ No, no, hijo mío, no es nada.

Las fuerzas faltaron al anciano, que cayó hacia atrás.

‑ Vamos, vamos, ‑ dijo el joven, -un vaso de vino lo reanimará. ¿Dónde lo tienes?

‑ No, gracias, no tengo necesidad de nada, ‑ dijo el anciano procu­rando detener a su hijo.

‑ Sí, padre, sí, es necesario; dime dónde está.

Y abrió dos o tres armarios.

‑ No te molestes, ‑ dijo el anciano, -no hay vino en casa.

‑ ¡Cómo! ¿No tienes vino? ‑ exclamó Dantés palideciendo a su vez y mirando alternativamente las mejillas flacas y descarnadas del viejo. -¿Y por qué no tienes? ¿Por ventura lo ha hecho falta dinero, padre mío?

‑ Nada me ha hecho falta, pues ya lo veo, ‑ dijo el anciano.

‑ No obstante, ‑ replicó Dantés limpiándose el sudor que corría por su frente, -yo le dejé doscientos francos... hace tres meses, al partir.

‑ Sí, sí, Edmundo, es verdad. Pero olvidaste cierta deudilla que te­nías con nuestro vecino Caderousse; me lo recordó, diciéndome que si no se la pagaba iría a casa del señor Morrel... y yo, temiendo que esto lo perjudicase, ¿qué debía hacer? Le pagué.

‑ Pero eran ciento cuarenta francos los que yo debía a Caderous­se..., ‑exclamó Dantés. -¿Se los pagaste de los doscientos que yo lo dejé?

El anciano hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

‑ De modo que has vivido tres meses con sesenta francos..., ‑ mur­muró el joven.

‑ Ya sabes que con poco me basta, ‑ dijo su padre.

‑ ¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¡Perdonadme! ‑ exclamó Edmundo arrodillándose ante aquel buen anciano.

‑ ¿Qué haces?

‑ Me desgarraste el corazón.

‑ ¡Bah!, puesto que ya estás aquí ‑dijo el anciano sonriendo‑, todo lo olvido.

‑ Sí, aquí estoy ‑dijo el joven‑, soy rico de porvenir y rico un tanto de dinero. Toma, toma, padre, y envía al instante por cualquier cosa.

Y vació sobre la mesa sus bolsillos, que contenían una docena de monedas de oro, cinco o seis escudos de cinco francos cada uno y va­rias monedas pequeñas.

El viejo Dantés se quedó asombrado.

‑ ¿Para quién es esto? ‑ preguntole.

‑ Para mí, para ti, para nosotros. Toma, compra provisiones, sé feliz; mañana, Dios dirá.

‑ Despacio, despacito, ‑ dijo sonriendo el anciano; -con lo per­miso gastaré, pero con moderación, pues creerían al verme comprar muchas cosas que me he visto obligado a esperar tu vuelta para tener dinero.

‑ Puedes hacer lo que quieras. Pero, ante todo, toma una criada, padre mío. No quiero que lo quedes solo. Traigo café de contra­bando y buen tabaco en un cofrecito; mañana estará aquí. Pero, si­lencio, que viene gente.

‑ Será Caderousse, que sabiendo tu llegada vendrá a felicitarte.

‑ Bueno, siempre labios que dicen lo que el corazón no siente, ‑ murmuró Edmundo; -pero no importa, al fin es un vecino y nos ha hecho un favor.

En efecto, cuando Edmundo decía esta frase en voz baja, se vio aso­mar en la puerta de la escalera la cabeza negra y barbuda de Cade­rousse. Era un hombre de veinticinco a veintiséis años, y llevaba en la mano un trozo de paño, que en su calidad de sastre se disponía a convertir en forro de un traje.

‑ ¡Hola, bien venido, Edmundo! ‑ dijo con un acento marsellés de los más pronunciados, y con una sonrisa que descubría unos dientes blanquísimos.

‑ Tan bueno como de costumbre, vecino Caderousse, y siempre dispuesto a serviros en lo que os plazca, ‑ respondió Dantés disimu­lando su frialdad con aquella oferta servicial.

‑ Gracias, gracias; afortunadamente yo no necesito de nada, sino que por el contrario, los demás son los que necesitan algunas veces de mí (Dantés hizo un movimiento). No digo esto por ti, mucha­cho: te he prestado dinero, pero me lo has devuelto, eso es cosa corriente entre buenos vecinos, y estamos en paz.

‑ Nunca se está en paz con los que nos hacen un favor, ‑ di­jo Dantés, -porque aunque se pague el dinero, se debe la gra­titud.

‑ ¿A qué hablar de eso? Lo pasado, pasado; hablemos de tu feliz llegada, muchacho. Iba hacia el puerto a comprar paño, cuando me encontré con el amigo Danglars. «¿Tú en Marsella?», - le dije. «¿No lo ves?», - me respondió. «¡Pues yo lo creía en Esmirna!» «¡Toma!, si ahora he vuelto de allá.» « ¿Y sabes dónde está Edmundo?» «En casa de su padre, sin duda», - respondió Danglars. Entonces vine presuroso, ‑ continuó Caderousse, -para estrechar la mano a un amigo.

‑ ¡Qué bueno es este Caderousse! ‑ dijo el anciano. -¡Cuánto nos ama!

‑ Ciertamente que os amo y os estimo, porque sois muy honrados, y esta clase de hombres no abunda... Pero a lo que veo vienes rico, muchacho, ‑ añadió el sastre reparando en el montón de oro y plata que Dantés había dejado sobre la mesa.

El joven observó el rayo de codicia que iluminaba los ojos de su ve­cino.

‑ ¡Bah! ‑ dijo con sencillez, -ese dinero no es mío. Manifesté a mi padre temor de que hubiera necesitado algo durante mi ausencia, y para tranquilizarme vació su bolsa aquí. Vamos, padre, ‑ siguió diciendo Dantés, -guarda ese dinero, si es que a su vez no lo necesita el vecino Caderousse, en cuyo caso lo tiene a su disposición.

‑ No, muchacho, ‑ dijo Caderousse, -nada necesito, que a Dios gracias el oficio alimenta al hombre. Guarda tu dinero, y Dios te dé mucho más; eso no impide que yo deje de agradecértelo como si me hubiera aprovechado de él.

‑ Yo lo ofrezco de buena voluntad, ‑ dijo Dantés.

‑ No lo dudo. A otra cosa. ¿Conque eres ya el favorito de Morrel? ¡Picaruelo!

‑ El señor Morrel ha sido siempre muy bondadoso conmigo, ‑ respondió Dantés.

‑ En ese caso, has hecho muy mal en rehusar su invitación.

‑ ¡Cómo! ¿Rehusar su invitación? ‑ exclamó el viejo Dantés. -¿Te ha convidado a comer?

‑ Sí, padre mío, ‑ replicó Edmundo sonriéndose al ver la sorpresa de su padre.

‑ ¿Y por qué has rehusado, hijo? ‑ preguntó el anciano.

‑ Para abrazaros antes, padre mío, ‑ respondió el joven; -¡tenía tantas ganas de veros!

‑ Pero no debiste contrariar a ese buen señor Morrel, ‑ replicó Caderousse, -que el que desea ser capitán, no debe desairar a su naviero.

‑ Ya le expliqué la causa de mi negativa, ‑ replicó Dantés, -y espero que lo haya comprendido.

‑ Para calzarse la capitanía hay que lisonjear un tanto a los pa­trones.

‑ Espero ser capitán sin necesidad de eso, ‑ respondió Dantés.

‑ Tanto mejor para ti y tus antiguos conocidos, sobre todo para alguien que vive allá abajo, detrás de la Ciudadela de San Nicolás.

‑ ¿Mercedes? ‑ dijo el anciano.

‑ Sí, padre mío, ‑ replicó Dantés; -y con vuestro permiso, pues ya que os he visto, y sé que estáis bien y que tendréis todo lo que os haga falta, si no os incomodáis, iré a hacer una visita a los Catalanes.

‑ Ve, hijo mío, ve, ‑ dijo el viejo Dantés, -¡Dios te bendiga en tu mujer, como me ha bendecido en mi hijo!

‑ ¡Su mujer! ‑ dijo Caderousse; -si aún no lo es, padre Dantés; si aún no lo es, según creo.

‑ No; pero según todas las probabilidades ‑respondió Edmundo, no tardará mucho en serlo.

‑ No importa, no importa, ‑ dijo Caderousse, -has hecho bien en apresurarte a venir, muchacho.

‑ ¿Por qué? ‑ preguntole.

‑ Porque Mercedes es una buena moza, y a las buenas mozas nunca les faltan pretendientes, a ésa sobre todo. La persiguen a docenas.

‑ ¿De veras? ‑ dijo Edmundo con una sonrisa que revelaba inquietud, aunque leve.

‑ ¡Oh! ¡Sí! ‑ replicó Caderousse, -y se le presentan también buenos partidos, pero no temas, como vas a ser capitán, no hay miedo de que lo dé calabazas.

‑ Eso quiere decir, ‑ replicó Dantés, con sonrisa que disfrazaba mal su inquietud‑, que si no fuese capitán...

‑ Hem..., ‑ balbució Caderousse.

‑ Vamos, vamos, ‑ dijo el joven, -yo tengo mejor opinión que vos de las mujeres en general, y de Mercedes en particular, y estoy convencido de que, capitán o no, siempre me será fiel.

‑ Tanto mejor, ‑ dijo el sastre, -siempre es bueno tener fe, cuando uno va a casarse; ¡pero no importa!, créeme, muchacho, no pierdas tiempo en irle a anunciar lo llegada y en participarle tus esperanzas.

‑ Allá voy, ‑ dijo Edmundo, y abrazó a su padre, saludó a Caderousse y salió.

Al poco rato, Caderousse se despidió del viejo Dantés, bajó a su vez la escalera y fue a reunirse con Danglars, que le estaba esperando al extremo de la calle de Senac.

‑ Conque, ‑ dijo Danglars, -¿le has visto?

‑ Acabo de separarme de él, ‑ contestó Caderousse.

‑ ¿Y te ha hablado de sus esperanzas de ser capitán?

‑ Ya lo da por seguro.

‑ ¡Paciencia! ‑ dijo Danglars; -va muy de prisa, según creo.

‑ ¡Diantre!, no parece sino que le haya dado palabra formal el señor Morrel.

‑ ¿Estará muy contento?

‑ Está más que contento, está insolente. Ya me ha ofrecido sus servicios, como si fuese un gran señor, y dinero como si fuese un capitalista.

‑ Por supuesto que habrás rehusado, ¿no?

‑ Sí, aunque bastantes motivos tenía para aceptar, puesto que yo fui el que le prestó el primer dinero que tuvo en su vida; pero ahora el señor Dantés no necesitará de nadie, pues va a ser capitán.

‑ Pero aún no lo es, - observó Danglars.

‑ Mejor que no lo fuese, ‑ dijo Caderousse, -porque entonces, ¿quién lo toleraba?

‑ De nosotros depende, ‑ dijo Danglars, -que no llegue a serlo, y hasta que sea menos de lo que es.

‑ ¿Qué dices?

‑ Yo me entiendo. ¿Y sigue amándole la catalana?

‑ Con frenesí; ahora estará en su casa. Pero, o mucho me engaño, o algún disgusto le va a dar ella.

‑ Explícate.

‑ ¿Para qué?

‑ Es mucho más importante de lo que tú lo imaginas.

‑ Tú no le quieres bien, ¿es verdad?

‑ No me gustan los orgullosos.

‑ Entonces dime todo lo que sepas de la catalana.

‑ Nada sé de positivo; pero he visto cosas que me hacen creer, como lo dije, que esperaba al futuro capitán algún disgusto por los alrededores de las Vieilles‑Infirmeries.

‑ ¿Qué has visto? Vamos, di.

‑ Observé que siempre que Mercedes viene por la ciudad, la acompaña un joven catalán, de ojos negros, de piel tostada, moreno, muy ardiente, y a quien llama primo.

‑ ¡Ah! ¿De veras? Y ¿te parece que ese primo le haga la corte?

‑ A lo menos lo supongo. ¿Qué otra cosa puede haber entre un muchacho de veintiún años y una joven de diecisiete?

‑ ¿Y Dantés ha ido a los Catalanes?

‑ Ha salido de su casa antes que yo.

‑ Si fuésemos por el mismo lado, nos detendríamos en la Reserva, en casa del compadre Pánfilo, y bebiendo un vaso de vino, sabríamos algunas noticias...

‑ ¿Y quién nos las dará?

‑ Estaremos al acecho, y cuando pase Dantés adivinaremos en la expresión de su rostro lo que haya pasado.

‑ Vamos allá, ‑ dijo Caderousse, -pero ¿pagas tú?

‑ Pues claro, ‑ respondió Danglars.

Los dos se encaminaron apresuradamente hacia el lugar indicado, donde pidieron una botella y dos vasos. El compadre Pánfilo acababa, según dijo, de ver pasar a Dantés diez minutos antes. Seguros de que se hallaba en los Catalanes, se sentaron bajo el follaje naciente de los plátanos y sicómoros, en cuyas ramas una alegre bandada de pajarillos saludaba con sus gorjeos los primeros días de la primavera.

 

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