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Книга «Джейн Эйр» (Jane Eyre) на испанском языке – читать онлайн

Роман «Джейн Эйр» (Jane Eyre) на испанском языке – читать онлайн. Шарлотта Бронте написала свою самую известную книгу более 170 лет назад, и роман до сих пор не потерял своей популярности. Более того, он был переведён на многие самые распространённые языки мира, и стал своего рода мировой классикой.

Весь список книг разных жанров и разных известных авторов можно найти в разделе «Книги на испанском».

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Теперь переходим к чтению романа Шарлотты Бронте «Джейн Эйр» (Jane Eyre) на испанском языке. На этой странице выложены первые 3 главы книги, а в конце страницы будет ссылка на продолжение «Джейн Эйр».

 

Jane Eyre

 

I.

 Aquel día no fue posible salir de paseo. Por la mañana jugamos durante una hora entre los matorrales, pero después de comer (Mrs. Reed comía temprano cuando no había gente de fuera), el frío viento invernal trajo consigo unas nubes tan sombrías y una lluvia tan recia, que toda posibilidad de salir se disipó.

Yo me alegré. No me gustaban los paseos largos, sobre todo en aquellas tardes invernales. Regresábamos de ellos al anochecer, y yo volvía siempre con los dedos agarrota­dos, con el corazón entristecido por los regaños de Bessie, la niñera, y humillada por la consciencia de mi inferioridad física respecto a Eliza, John y Georgiana Reed.

Los tres, Eliza, John y Georgiana, se agruparon en el salón en torno a su madre, reclinada en el sofá, al lado del fuego. Rodeada de sus hijos (que en aquel instante no disputaban ni alborotaban), mi tía parecía sentirse perfec­tamente feliz. A mí me dispensó de la obligación de unirme al grupo, diciendo que se veía en la necesidad de mantener­me a distancia hasta que Bessie le dijera, y ella lo compro­bara, que yo me esforzaba en adquirir mejores modales, en ser una niña obediente. Mientras yo no fuese más sociable, más despejada, menos huraña y más agradable en todos los sentidos, Mrs. Reed se creía obligada a excluirme de los privilegios reservados a los niños obedientes y buenos.

- ¿Y qué ha dicho Bessie de mí? - interrogué al oír aquellas palabras.

- No me gustan las niñas preguntonas, Jane. Una niña no debe hablar a los mayores de esa manera. Sién­tate en cualquier parte y, mientras no se te ocurran me­jores cosas que decir, estate callada.

Me deslicé hacia el comedorcito de desayunar anexo al salón y en el cual había una estantería con libros. Cogí uno que tenía bonitas estampas. Me encaramé al alféizar de una ventana, me senté en él cruzando las piernas como un turco y, después de correr las rojas cortinas que protegían el hueco, quedé aislada por completo en aquel retiro.

Las cortinas escarlatas limitaban a mi derecha mi campo visual, pero a la izquierda, los cristales, aunque me defendían de los rigores de la inclemente tarde de noviembre, no me impedían contemplarla. Mientras volvía las hojas del libro, me paraba de cuando en cuan­do para ojear el paisaje invernal. A lo lejos todo se fun­día en un horizonte plomizo de nubes y nieblas. De cer­ca se divisaban los prados húmedos y los arbustos agita­dos por el viento, y sobre toda la perspectiva caía, sin cesar, una lluvia desoladora.

Continué hojeando mi libro. Era una obra de Bewick, History of British Brids, consagrada en gran parte a las costumbres de los pájaros y cuyas páginas de texto me interesaban poco, en general. No obstante, había unas cuantas de introducción que, a pesar de ser muy niña aún, me atraían lo suficiente para no considerarlas ári­das del todo. Eran las que trataban de los lugares donde suelen anidar las aves marinas: «las solitarias rocas y promontorios donde no habitan más que estos seres», es decir, las costas de Noruega salpicadas de islas, desde su extremidad meridional hasta el Cabo Norte.

Do el mar del Septentrión, revuelto, baña la orilla gris de la isla melancólica de la lejana Tule, y el Atlántico azota en ruda tempestad las Hébridas...

Me sugestionaba mucho el imaginar las heladas ribe­ras de Laponia, Siberia, Spitzberg, Nueva Zembla, Islandia, Groenlandia y «la inmensa desolación de la Zona Ártica, esa extensa y remota región desierta que es como el almacén de la nieve y el hielo, con sus inter­minables campos blancos, con sus montañas heladas en torno al polo, donde la temperatura alcanza su más ex­tremado rigor».

Yo me formaba una idea muy personal de aquellos países, una idea fantástica, como todas las nociones aprendidas a medias que flotan en el cerebro de los ni­ños, pero intensamente impresionante. Las frases de la introducción se relacionaban con las estampas del libro y prestaban máximo relieve a los dibujos: una isla azotada por las olas y por la espuma del mar, una embarcación estallándose contra los arrecifes de una costa peñasco­sa, una luna fría y fantasmal iluminando, entre nubes sombrías, un naufragio...

No acierto a definir el sentimiento que me inspiraba una lámina que representaba un cementerio solitario, con sus lápidas y sus inscripciones, su puerta, sus dos árboles, su cielo bajo y, en él, media luna que, elevándo­se a lo lejos, alumbraba la noche naciente.

En otra estampa dos buques que aparecían sobre un mar en calma se me figuraban fantasmas marinos. Pa­saba algunos dibujos por alto: por ejemplo, aquel en que una figura cornuda y siniestra, sentada sobre una roca, contemplaba una multitud rodeando una horca que se perfilaba en lontananza.

Cada lámina de por sí me relataba una historia: una historia generalmente oscura para mi inteligencia y mis sentimientos no del todo desarrollados aún, pero siem­pre interesante, tan interesante como los cuentos que Bessie nos contaba algunas tardes de invierno, cuando estaba de buen humor. En esas ocasiones llevaba a nuestro cuarto la mesa de planchar y, mientras repasaba los lazos de encaje y los gorros de dormir de Mrs. Reed, nos relataba narraciones de amor y de aventuras tomadas de antiguas fábulas y romances y, en ocasiones (se­gún más adelante descubrí), de las páginas de Pamela and Henry, Earl of Moreland.

Con el libro en las rodillas me sentía feliz a mi modo. Sólo temía ser interrumpida, y la interrupción llegó, en efecto. La puerta del comedorcito acababa de abrirse.

- ¡Eh, tú, doña Estropajo! - gritó la voz de John Reed.

Al ver que el cuarto estaba, en apariencia, vacío, se interrumpió.

- ¡Lizzy, Georgy! - gritó. -Jane no está aquí. ¡Debe de haber salido, con lo que llueve! ¡Qué bestia es! De­cídselo a mamá.

«Menos mal que he corrido las cortinas», - pensaba yo. Y deseaba con todo fervor que no descubriera mi es­condite. John Reed no lo hubiera encontrado probable­mente, ya que su sagacidad no era mucha, pero Eliza, que asomó en aquel momento la cabeza por la puerta, dijo:

- Está en el antepecho de la ventana, Jack. Estoy se­gura de ello.

Me apresuré a salir, temiendo que si no Jack me saca­se a rastras.

- ¿Qué quieres? - pregunté con temor.

- Debes decir: «¿Qué quiere usted, señorito Reed?» - repuso. -Quiero que vengas aquí.

Y sentándose en una butaca, me ordenó con un ade­mán que me acercara.

John Reed era un mozalbete de catorce años, es decir, contaba cuatro más que yo. Estaba muy desarrollado y fuerte para su edad, su piel era fea y áspera, su cara ancha, sus facciones toscas y sus extremidades muy grandes. Comía hasta atracarse, lo que le producía bilis y le hacía tener los ojos abotargados y las mejillas hin­chadas. Debía haber estado ya en el colegio, pero su mamá le retenía en casa durante un mes o dos, «en aten­ción a su delicada salud». Mr. Miles, el maestro, opinaba que John se hallaría mejor si no le enviasen de casa tan­tos bollos y confituras, pero la madre era de otro criterio y creía que la falta de salud de su hijo se debía a que estudiaba en exceso.

John no tenía mucho cariño a su madre ni a sus her­manas y sentía hacia mí una marcada antipatía. Me reñía y me castigaba no una o dos veces a la semana o al día, sino siempre y continuamente. Cada vez que se acercaba a mí, todos mis nervios se ponían en tensión y un escalo­frío me recorría los huesos. El terror que me inspiraba me hacía perder la cabeza. Era inútil apelar a nadie: la servidumbre no deseaba mal quistarse con el hijo de la señora, y ésta era sorda y ciega respecto al asunto. Al parecer, no veía nunca a John pegarme ni insultarme en su presencia, pese a que lo efectuaba más de una vez, si bien me maltrataba más frecuentemente a espaldas de su madre.

Obediente, como de costumbre, a las órdenes de John, me acerqué a su butaca. Durante tres minutos es­tuvo insultándome con todas las energías de su lengua. Yo esperaba que me pegase de un momento a otro, y sin duda en mi rostro se leía la aversión que me inspiraba, porque, de súbito, me descargó un golpe violento. Me tambaleé, procuré recobrar el equilibrio y me aparté uno o dos pasos de su butaca.

- Eso es para que aprendas a contestar a mamá, y a esconderte entre las cortinas, y a mirarme como me aca­bas de mirar.

Estaba tan acostumbrada a las brutalidades de John Reed, que ni siquiera se me ocurría replicar a sus inju­rias y sólo me preocupaba de los golpes que solían se­guirlas.

- ¿Qué hacías detrás de la cortina? - preguntó.

- Leer.

- A ver el libro.

Lo cogí de la ventana y se lo entregué.

- Tú no tienes por qué andar con nuestros libros. Eres inferior a nosotros: lo dice mamá. Tú no tienes di­nero, tu padre no te ha dejado nada y no tienes derecho a vivir con hijos de personas distinguidas como nosotros, ni a comer como nosotros, ni a vestir como nosotros a costa de mamá. Yo te enseñaré a coger mis libros. Porque son míos, para que te enteres, y la casa, y todo lo que hay en ella me pertenece, o me pertene­cerá dentro de pocos años. Sepárate un poco y quédate en pie en la puerta, pero no lejos de las ventanas y del espejo.

Le obedecí, sin comprender de momento sus propósi­tos. Reparé en ellos cuando le vi asir el libro para tirár­melo, y quise separarme, pero ya era tarde. El libro me dio en la cabeza, la cabeza tropezó contra la puerta, el golpe me produjo una herida y la herida comenzó a sangrar. El dolor fue tan vivo que mi terror, que había llegado a su extremo límite, dio lugar a otros sen­timientos.

- ¡Malvado! - le dije. -Eres peor que un asesino, que un negrero, que un emperador romano...

Yo había leído History of Rome, de Goldsmith, y ha­bía formado una opinión personal respecto a Nerón, Ca­lígula y demás césares. E incluso había en mi interior establecido paralelismos que hasta aquel momento guardaba ocultos, pero que entonces no conseguí re­primir.

- ¡Cómo! - exclamó John. -Eliza, Georgiana, ¿ha­béis oído lo que me ha dicho? Voy a contárselo a mamá. Pero antes...

Se precipitó hacia mí, me cogió por el cabello y por la espalda y me zarandeó bárbaramente. Yo le considera­ba un tirano, un criminal. Una o dos gotas de sangre se deslizaron desde mi cabeza hasta mi cuello. Sentí un do­lor agudo. Aquellas impresiones se sobrepusieron a mi miedo y repelí a mi agresor enérgicamente. No sé bien lo que hice, pero le oí decir a gritos:

- ¡Condenada! ¡Perra!

No tardó en recibir ayuda. Eliza y Georgiana habían corrido hacia su madre y ésta aparecía ya en escena, se­guida de Bessie y de Abbot, la criada.

Nos separaron y oí exclamar:

- ¡Hay que ver! ¡Con qué furia pegaba esa niña al señorito John!

- ¡Con cuánta rabia!

La Mrs. ordenó:

- Llévensela al cuarto rojo y enciérrenla en él. Varias manos me sujetaron y me arrastraron hacia las escaleras.

 

II.

 Resistí por todos los medios. Ello era una cosa insólita y contribuyó a aumentar la mala opinión que de mí tenían Bessie y Miss Abbot. Yo estaba excitadísima, fuera de mí. Comprendía, además, las consecuencias que iba a aparejar mi rebeldía y, como un esclavo insurrecto, es­taba firmemente decidida, en mi desesperación, a llegar a todos los extremos.

- Cuidado con los brazos, Miss Abbot: la pequeña araña como una gata.

- ¡Qué vergüenza! - decía la criada. -¡Qué ver­güenza, señorita Eyre! ¡Pegar al hijo de su bienhechora, a su señorito!

- ¿Mi señorito? ¿Acaso soy una criada?

- Menos que una criada, porque ni siquiera se gana el pan que come. Ea, siéntese aquí y reflexione a solas so­bre su mal comportamiento.

Me habían conducido al cuarto indicado por Mrs. Reed y me hicieron sentarme. Mi primer impulso fue ponerme en pie, pero las manos de las dos mujeres me lo impidieron.

- Si no se está usted quieta, habrá que atarla, - dijo Bessie. -Déjeme sus ligas, Abbot. No puedo quitarme las mías, porque tengo que sujetarla.

Abbot procedió a despojar sus gruesas piernas de sus ligas. Aquellos preparativos y la afrenta que había de seguirlos disminuyeron algo mi excitación.

- No necesitan atarme, - dije. -No me moveré.

Y, como garantía de que cumpliría mi promesa, me senté voluntariamente.

- Más le valdrá, - dijo Bessie.

Cuando estuvo segura de que yo no me rebelaría más, me soltó, y las dos, cruzándose de brazos, me contem­plaron como si dudaran de que yo estuviera en mi sano juicio.

- Nunca había hecho una cosa así, - dijo Bessie, vol­viéndose a la criada.

- Pero en el fondo su modo de ser es ese, - replicó la otra. -Siempre se lo estoy diciendo a la señora, y ella concuerda conmigo. Es una niña de malos instintos. Nunca he visto cosa semejante.

Bessie no contestó, pero se dirigió a mí y me dijo: -Debe usted comprender, señorita, que está bajo la dependencia de Mrs. Reed, que es quien la mantiene. Si la echara de casa, tendría usted que ir al hospicio.

No contesté a estas palabras. No eran nuevas para mí: las estaba oyendo desde que tenía uso de razón. Y sona­ban en mis oídos como un estribillo, muy desagradable sí, pero sólo comprensible a medias. Miss Abbot agregó:

- Y aunque la señora tenga la bondad de tratarla a usted como si fuera igual que sus hijos, debe usted qui­tarse de la cabeza la idea de que es igual al señorito y a las señoritas. Ellos tienen mucho dinero y usted no tiene nada. Así que su obligación es ser humilde y procurar hacerse agradable a sus bienhechores.

- Se lo decimos por su bien, - añadió Bessie con más suavidad. -Si procura usted ser buena y amable, quizá pueda vivir siempre aquí, pero si es usted mal educada y violenta, la señora la echará de casa.

-Además, - acrecentó Miss Abbot, -Dios la casti­gará. Ande, Bessie, vámonos. Rece usted, señorita Eyre, y arrepiéntase de su mala acción, porque, si no, puede venir algún coco por la chimenea y llevársela.

Se fueron y cerraron la puerta.

El cuarto rojo no solía usarse nunca, a menos que en Gateshead Hall hubiese una extraordinaria afluencia de invitados. Era, sin embargo, uno de los mayores y más majestuosos aposentos de la casa. Había en él un lecho de caoba, de macizas columnas con cortinas de damasco rojo, situado en el centro de la habitación, como un ta­bernáculo. La habitación tenía dos ventanas grandes con las cortinas perpetuamente corridas. La alfombra era roja y la mesita situada junto al lecho estaba cubierta con un paño carmesí. Las paredes se hallaban tapizadas en rosa. El armario, el tocador y las sillas eran de caoba barnizada en oscuro. Junto al lecho había un sillón lleno de cojines, casi tan ancho como alto, que me parecía un trono.

El cuarto era frío, porque casi nunca se encendía la chimenea en él; silencioso, porque estaba lejos de las cocinas y del cuarto de los niños; solemne, porque me constaba que se usaba pocas veces y porque... La criada sólo entraba allí los sábados para quitar el polvo del es­pejo y de los muebles. De tarde en tarde, Mrs. Reed visitaba también la habitación para revisar, en un depar­tamento secreto del armario, las joyas que guardaba en unión de un retrato de su difunto marido...

La clave de que el cuarto rojo fuera imponente residía en esas últimas palabras. Mr. Reed había muerto nueve años atrás precisamente en aquella habitación, en ella había permanecido de cuerpo presente, y todo fue dejado allí en la misma forma en que se encontraba al fallecer su tío.

El asiento en que Bessie y la áspera Abbot me habían hecho instalarme era una otomana baja, próxima a la chi­menea de mármol. Ante mí se erguía el lecho; a mi dere­cha quedaba el armario, grande y sombrío, con negros re­flejos en sus paredes; y a la izquierda, las ventanas cerra­das, entre las cuales había un gran espejo que duplicaba la visión de la vacía majestad del lecho y del aposento.

Yo no estaba absolutamente segura de si las dos muje­res habían cerrado la puerta al marcharse. Me atreví a levantarme para comprobarlo. ¡Ay, sí!, la encontré ce­rrada herméticamente.

Pasé ante el espejo otra vez. Involuntariamente mis ojos fascinados dirigieron una mirada al cristal. Todo parecía en el espejo más frío y más sombrío de lo que era en realidad, y la extraña figurita que, en el rostro lívido y los ojos brillantes de miedo, aparecía en el cris­tal se me figuraba un espíritu, uno de aquellos seres, entre hadas y duendes, que en las historias de Bessie se aparecían a los viajeros solitarios. Volví a mi asiento.

Comenzaba a acosarme a la superstición. Pero no me dominaba del todo: aún quedaban en mi alma rastros de la energía que me infundiera mi rebeldía reciente. En mi cabeza se agitaban las violencias de John Reed, la orgu­llosa indiferencia de sus hermanas, la aversión de su madre y la parcialidad de la servidumbre, como los sedi­mentos depositados dentro de un pozo salen a la superfi­cie al agitarse sus aguas. ¿Por qué abría de sufrir siem­pre, de ser siempre golpeada, siempre acusada, siempre considerada culpable? ¿Por qué no agradaba nunca a nadie, ni jamás merecía atención alguna? Eliza, testaru­da y egoísta, era respetada. A Georgiana, díscola, capri­chosa e insolente, todo se le perdonaba. Su belleza, sus mejillas rosadas y sus dorados rizos encantaban a cuan­tos la veían y le daban derecho a que se pasasen por alto todas sus faltas. John no era jamás reprendido, ni mu­cho menos castigado, aunque retorciese el cuello a los pichones, matase las crías de los pavos reales, maltratase a los perros, cogiese las uvas de las parras y arrancase los retoños de las plantas más delicadas del invernadero. Llamaba vieja a su madre, se burlaba de su piel morena -tan parecida a la de él-, no hacía caso alguno de ella, estropeaba a veces sus vestidos de seda y, con todo, era «su niño querido». Yo no hacía nada malo, procuraba cumplir todos mis deberes y, sin embargo, se me consi­deraba fastidiosa y traviesa y se me reñía siempre, de la mañana a la tarde y de la tarde a la mañana.

Mi cabeza sangraba aún del golpe que me asestara John, sin que nadie le hubiera reprendido a él por eso y, en cambio, mi reacción contra aquella violencia merecía la reprobación general.

«Es muy injusto», - decía mi razón, estimulada por una precoz, aunque transitoria energía. Y en mi interior se forjaba la resolución de librarme de aquella situación de tiranía intolerable, o bien huyendo de la casa o, si eso no era posible, negándome a comer y a beber para concluir, muriendo, con tanta tortura.

Durante aquella inolvidable tarde la consternación reinaba en mi alma, un caos mental en mi cerebro y una rebeldía violenta en mi corazón. Mis pensamientos y mis sentimientos se debatían en torno a una pregunta que no lograba contestar: «¿Por qué he de sufrir así? ¿Por qué me tratan de este modo?»

No lo comprendí claramente hasta pasados muchos años. Yo discordaba con el ambiente de Gateshead Hall, yo no era como ninguno de los de allí, yo no tenía nada de común con Mrs. Reed, ni con sus hijos, ni con sus servidores. Me querían tan poco como yo a ellos. No sentían propensión alguna a simpatizar con un ser que ni en temperamento ni en inclinaciones se les asemejaba, con un ser que no les era útil ni agradable en nada. Si yo, al menos, hubiera sido una niña juguetona, guapa, ale­gre y atrayente, mi tía me hubiera soportado mejor, sus hijos me hubieran tratado con más cordialidad y las cria­das no hubieran descargado siempre sobre mí todos sus malos humores.

La luz del día comenzaba a disiparse en el cuarto rojo. Eran más de las cuatro y la tarde se convertía, rápida, en crepúsculo. Yo oía aullar el viento y batir la lluvia en las ventanas. Mi cuerpo estaba ya tan frío como una pie­dra y, no obstante, cada vez sentía un frío mayor. Todo mi valor de antes se esfumaba. Mi acostumbrada humi­llación, las dudas que albergaba sobre mi propio valor, la habitual depresión de mi ánimo, recuperaban su imperio de siempre a medida que mi cólera decaía. Todos decían que yo era muy mala, y acaso lo fuese... ¿No acababa de ocurrírseme la idea de dejarme morir? Eso era un pecado y, además, ¿me sentía en efecto dispuesta a la muerte? ¿Acaso las tumbas situadas bajo el pavimento de la iglesia de Gateshead eran un lugar atracti­vo? Allí me habían dicho que fue enterrado Mr. Reed. Este recuerdo hizo aumentar mi temor.

No me acordaba de él. Sólo sabía que mi tío, hermano de mi madre, me había recogido en su casa al quedarme huérfana y que, antes de morir, hizo prometer a su mu­jer que me trataría como a sus propios hijos. Sin duda, Mrs. Reed creía haber cumplido su promesa -y hasta quizá quepa decir que la cumplía tanto como se lo per­mitía su modo de ser-, pero en realidad, ¿cómo había de interesarse por una persona a la que no le unía parentesco alguno y que, muerto su marido, era una intrusa en su casa?

Comenzó a surgir en mi mente una extraña idea. Yo no dudaba de que, si mi tío hubiera vivido, me habría tratado bien. Y en aquellos momentos, mientras miraba al lecho y las paredes sombrías, y también, de vez en cuando, al espejo que daba a todas las cosas un aspecto fantástico, empecé a rememorar ocasiones en las que oyera hablar de muertos salidos de sus tumbas para ven­gar la desobediencia a sus últimas voluntades. Pensé que bien pudiera suceder que el espíritu de mi tío, indignado por los padecimientos que se infligían a la hija de su her­mana, surgiese, ya de la tumba de la iglesia, ya del mun­do desconocido en que moraba, y se presentase en aque­lla habitación para consolarme. Yo sospechaba que tal posibilidad, muy confortadora en teoría, debía ser terri­ble en la realidad. Traté de tranquilizarme, aparté el ca­bello que me caía sobre los ojos, levanté la cabeza y tra­té de sondear las tinieblas de la habitación.

En aquel instante, una extraña claridad se reflejó en la pared. ¿Será, - me pregunté, -un rayo de luna que se desliza entre las cortinas de las ventanas? Pero la luz de la luna no se mueve, y aquella luz cambiaba de lugar. Por un momento se reflejó en el techo y luego osciló sobre mi cabeza.

Ahora, a través del tiempo transcurrido, conjeturo que tal luz provendría de alguna linterna que, para orientarse en la oscuridad, llevase alguien que cruzaba el campo, pero entonces, predispuesta mi mente a todos los horrores, en tensión todos mis nervios, pensé que aquella claridad era quizá el preludio de una aparición del otro mundo. El corazón me latía apresuradamente, las sienes me ardían, mis oídos percibieron un extraño sonido, como el apresurado batir de unas alas invisibles, y me pareció que algo terrible y desconocido se me aproximaba. Me sentí sofocada, oprimida; no podía más... Corrí a la puerta y la golpeé con desesperación. Sonaron pasos en el corredor, la llave giró en la cerradu­ra y entraron en la habitación Abbot y Bessie.

- ¿Se ha puesto usted mala, señorita? - preguntó Bessie.

- ¡Qué modo de gritar! ¡Creí que iba a dejarme sor­da! - exclamó Miss Abbot.

- Sáquenme de aquí. Déjenme ir a mi cuarto, - grité. -Pero ¿qué le ha pasado? ¿Ha visto alguna cosa rara? - preguntó Bessie.

- He visto una luz y me ha parecido que se me acer­caba un fantasma, - dije, cogiendo la mano de Bessie. -Ha gritado a propósito, - opinó Abbot. -Si la hu­biese ocurrido algo, podía disculparse ese modo de gri­tar, pero lo ha hecho para que viniéramos. Conozco sus mañas.

- ¿Qué pasa? - preguntó otra voz.

Mi tía apareció en el pasillo, haciendo mucho ruido con las faldas sobre el pavimento. Se dirigió a Bessie y a Miss Abbot.

- Creo haber ordenado, - dijo, -que se dejase a Jane Eyre encerrada en el cuarto rojo hasta que yo viniese a buscarla.

- Es que Miss Jane dio un grito terrible, señora, - repuso Bessie.

- No importa, - contestó mi tía. -Suelta la mano de Bessie, niña. No te figures que por esos procedimientos lograrás que te saquemos de aquí. Odio las farsas, sobre todo en los niños. Mi deber es educarte bien. Te quedarás encerrada una hora más y cuando salgas será a con­dición de que has de ser obediente en lo sucesivo.

- ¡Ay, por Dios, tía! ¡Perdóneme! ¡Tenga compasión de mí! ¡Yo no puedo soportar esto! ¡Castígueme de otro modo! ¡Me moriría si viera... !

- ¡A callar! No puedo con esas patrañas tuyas. Probablemente mi tía creía sinceramente que yo es­taba fingiendo para que me soltasen y me consideraba como un complejo de malas inclinaciones y doblez precoz.

Bessie y Abbot se retiraron y Mrs. Reed, cansada de mis protestas y de mis súplicas, me volvió bruscamente la espalda, cerró la puerta y se fue sin más comentarios. Sentí alejarse sus pasos por el corredor. Y debí de sufrir un desmayo, porque no me acuerdo de más.

 

III.

 Lo primero de lo que me acuerdo después de aquello es de una especie de pesadilla en el curso de la cual veía ante mí una extraña y terrible claridad roja, atravesada por barras negras. Parecía oír voces confusas, semejan­tes al aullido del viento o al ruido de la caída del agua de una cascada. El terror confundía mis impresiones. Lue­go noté que alguien me cogía, me incorporaba de un modo mucho más suave que hasta entonces lo hiciera nadie conmigo y me sostenía en aquella posición, con la cabeza apoyada, no sé si en una almohada o en un brazo.

Cinco minutos después, las nubes de la pesadilla se disiparon y me di cuenta de que estaba en mi propio lecho y que la luz roja era el fuego de la chimenea del cuarto de niños. Era de noche. Una bujía ardía en la mesilla. Bessie estaba a los pies de la cama con una vasi­ja en la mano, y un señor, sentado a la cabecera, se incli­naba hacia mí.

Sentí una inexplicable sensación de alivio, de protec­ción y de seguridad al ver que aquel caballero era un extraño a la casa. Separé mi mirada de Bessie (cuya pre­sencia me era menos desagradable que me lo hubiera sido, por ejemplo, la de Miss Abbot) y la fijé en el rostro del caballero. Le reconocí: era Mr. Lloyd, un boticario a quien mi tía solía llamar cuando alguien de la servidum­bre estaba enfermo. Para ella y para sus niños avisaba al médico siempre.

- ¿Qué? ¿Sabes quién soy? - me preguntó Mr. Lloyd. Pronuncié su nombre y le tendí la mano. Él la estre­chó, sonriendo, y dijo:

- Vaya, vaya: todo va bien...

Luego encargó a Bessie que no me molestasen duran­te la noche y dio algunas otras instrucciones complemen­tarias. Dijo después que volvería al día siguiente y se fue, con gran sentimiento mío. Mientras estuvo sentado junto a mí, yo sentía la impresión de que tenía un amigo a mi lado, pero cuando salió y la puerta se cerró tras él, un gran abatimiento invadió mi corazón. Dijérase que la habitación se había quedado a oscuras.

- ¿No tiene ganas de dormir, Miss Jane? - preguntó Bessie con inusitada dulzura.

Apenas me atreví a contestarle, temiendo que sus si­guientes palabras fuesen tan violentas como las habi­tuales.

- Probaré a dormir, - dije únicamente. -¿Quiere usted comer o beber algo?

- No, Bessie; muchas gracias.

- Entonces voy a acostarme, porque son más de las doce. Si necesita algo durante la noche, llámeme. Aquella extraordinaria amabilidad me animó a pre­guntarle:

- ¿Qué pasa, Bessie? ¿Estoy enferma?

- Se desmayó usted en el cuarto rojo. Pero esté segu­ra de que pronto se pondrá buena.

Y se fue a la habitación de la doncella, que estaba contigua. Le oí decirle:

- Venga a dormir conmigo en el cuarto de los niños.

Sarah no quisiera por nada del mundo estar sola esta noche con esa pobre pequeña. Temo que se muera. ¡Dios sabe lo que habrá visto en el cuarto rojo! La se­ñora esta vez ha sido demasiado severa.

Sarah la acompañó. Ambas se acostaron y durante media hora estuvieron cuchicheando, antes de dormirse. Yo únicamente pude entender retazos aislados de su conversación, por los que sólo saqué en limpio la esencia del objeto de la charla.

- Vio una aparición vestida de blanco... -...Y detrás de ella, un enorme perro negro... -...Tres golpes en la puerta de la habitación... -...Una luz en el cementerio de la iglesia...

Y otras cosas por el estilo. Se durmieron, al fin. El fuego y la bujía se apagaron. Pasé toda la noche en un temeroso insomnio. Mis ojos, mis oídos y mi cerebro estaban invadidos de un miedo terrible, de un miedo como sólo los niños pueden sentir.

Con todo, ninguna enfermedad grave siguió a aquel incidente del cuarto rojo. El suceso me produjo única­mente un trauma nervioso, que aún hoy repercute en mi cerebro. Sí, Mrs. Reed: a usted le debo bastantes sufri­mientos mentales... Pero la perdono, porque sé que ignoraba usted lo que hacía y que, cuando me sometía a aquella tortura, pensaba corregir mis malas inclina­ciones.

Al día siguiente ya me levanté y estuve sentada junto al fuego de nuestro cuarto, envuelta en un mantón. Físi­camente me sentía débil y quebrantada, pero mi mayor sufrimiento era un inmenso abatimiento moral, un aba­timiento que me hacía prorrumpir en silencioso llanto. Intentaba enjugar mis lágrimas, pero inmediatamente otras inundaban mis mejillas. Sin embargo, tenía moti­vos para sentirme feliz: Mrs. Reed había salido con sus niños en coche. Abbot estaba en otro cuarto y Bessie, según se movía de aquí para allá arreglando la habita­ción, me dirigía de vez en cuando alguna frase amable. Tal cosa constituía para mí un paraíso de paz, acostumbrada como me hallaba a vivir entre continuas repri­mendas y frases desagradables. Pero mis nervios se ha­llaban en un estado tal, que ni siquiera aquella calma podía apaciguarla.

Bessie se fue a la cocina y volvió trayéndome una tarta en un plato de china de brillantes colores, en el que ha­bía pintada un ave del paraíso enguirnaldada de pétalos y capullos de rosa. Aquel plato despertaba siempre mi más entusiasta admiración y, repetidas veces, había so­licitado la dicha de poderlo tener en la mano para exa­minarlo, pero tal privilegio me fue denegado siempre hasta entonces. Y he aquí que ahora aquella preciosidad se hallaba sobre mis rodillas y que se me invitaba cor­dialmente a comer el delicado pastel que contenía. Mas aquel favor llegaba, como otros muchos ardientemente deseados en la vida, demasiado tarde. No tenía ganas de comer la tarta y las flores y los plumajes del pájaro me parecían aquel día extrañamente deslucidos. Bessie me preguntó si quería algún libro y esta palabra obró sobre mí como un enérgico estimulante. Le pedí que me traje­se de la biblioteca los Viajes de Gulliver. Yo los leía siempre con deleite renovado y me parecían mucho más interesantes que los cuentos de hadas. Habiendo busca­do en vano los enanos de los cuentos entre las campánu­las de los campos, bajo las setas y entre las hiedras que decoraban los rincones de los muros antiguos, había lle­gado hacía tiempo en mi interior a la conclusión de que aquella minúscula población había emigrado de Inglaterra, refugiándose en algún lejano país. Y como Lilliput y Brobdingnag eran, en mi opinión, partes tangibles de la superficie terrestre, no dudaba de que, algún día, cuan­do fuera mayor podría, haciendo un largo viaje, ver con mis ojos las casitas de los liliputienses, sus arbolitos, sus minúsculas vacas y ovejas y sus diminutos pájaros; y también los maizales del país de los gigantes, altos como bosques, los perros y gatos grandes como monstruos, y los hombres y mujeres del tamaño de los toros. No obs­tante, ahora tenía en mis manos aquel libro, tan querido para mí, y mientras pasaba sus páginas y contemplaba sus maravillosos grabados, todo lo que hasta entonces me causaba siempre tan infinito placer, me resultaba hoy turbador y temeroso. Los gigantes eran descarnados espectros, los enanos malévolos duendes y Gulliver un desolado vagabundo perdido en aquellas espantables y peligrosas regiones. Cerré el libro y lo coloqué sobre la mesa, al lado de la tarta intacta.

Bessie había terminado de arreglar el cuarto y, abriendo un cajoncito, lleno de espléndidos retales de tela y satén, se disponía a hacer un gorrito más para la muñeca de Georgiana. Mientras lo confeccionaba, co­menzó a cantar:

- En aquellos lejanos días... ¡Oh, cuánto tiempo atrás!...

Le había oído a menudo cantar lo mismo y me agrada­ba mucho. Bessie tenía -o me lo parecía- una voz muy dulce, pero entonces yo creía notar en su acento una tristeza indescriptible. A veces, absorta en su traba­jo, cantaba el estribillo muy bajo, muy lento:

- ¡Cuántooooo tiempooooo atrááááás!

Y la melodía sonaba con la dolorosa cadencia de un himno funeral. Luego pasó a cantar otra balada y ésta era ya francamente melancólica:

Mis pies están cansados y mis miembros rendidos. ¡Qué áspero es el camino, qué empinada la cuesta! Pronto las tristes sombras de una noche sin Luna cubrirán el camino del pobre niño huérfano.

¡Oh! ¿Por qué me han mandado tan lejos y tan solo, entre los campos negros y entre las grises rocas?

Los hombres son muy duros: solamente los ángeles velan los tristes pasos del pobre niño huérfano.

Y he aquí que sopla, suave, la brisa de la noche; ya en el cielo no hay nubes y las estrellas brillan, porque Dios, bondadoso, ha querido ofrecer protección y esperanza al pobre niño huérfano.

Acaso caeré cruzando el puente roto, o me hundiré en las ciénagas siguiendo un fuego fatuo. Pero entonces el buen Padre de las alturas, recibirá el alma del pobre niño huérfano.

Y aun cuando en este mundo no haya nadie que me ame y no tenga ni padres ni hogar a que acogerme, no ha de faltar, al fin, en el cielo, un hogar ni el cariño de Dios al pobre niño huérfano. Bessie, cuando acabó de cantar, me dijo: -Miss Jane: no llore...

Era como si hubiese dicho al fuego: «No quemes». Pero ¿cómo podía ella adivinar mi sufrimiento?

Mr. Lloyd acudió durante la mañana. -Ya levantada, ¿eh? ¿Qué tal está? Bessie contestó que ya me hallaba bien.

- Hay que tener mucho cuidado con ella. Ven aquí, Jane... ¿Te llamas Jane, verdad?

- Sí, señor: Jane Eyre.

- Bueno, dime: ¿por qué llorabas? ¿Te ocurre algo?

- No, señor.

- Quizá llore porque la señora no le ha llevado en coche con ella, - sugirió Bessie.

- Seguramente no. Es demasiado mayor para llorar por tales minucias.

Yo protesté de aquella injusta imputación, diciendo: -Nunca he llorado por esas cosas. No me gusta salir en coche. Lloro porque soy muy desgraciada.

- ¡Oh, señorita! - exclamó Bessie.

El buen boticario pareció quedar perplejo. Yo estaba en pie ante él mientras me contemplaba con sus peque­ños ojos grises, no muy brillantes pero sí perspicaces y agudos. Su rostro era anguloso, aunque bien conforma­do. Me miró detenidamente y me preguntó:

- ¿Qué sucedió ayer?

- Se cayó, - se apresuró a decir Bessie.

- ¿Cómo que se cayó? ¡Cualquiera diría que es un bebé que no sabe andar! No puede ser. Esta niña tiene lo menos ocho o nueve años.

- Es que me pegaron, - dije, dispuesta a dar una ex­plicación del suceso que no ofendiera mi orgullo de niña mayor. -Pero no me puse mala por eso, - añadí.

Mr. Lloyd tomó un polvo de rapé de su tabaque­ra. Cuando lo estaba guardando en el bolsillo de su cha­leco, sonó la campana que llamaba a comer a la servi­dumbre.

- Váyase a comer, - dijo a Bessie al oír la campana. -Yo, entre tanto, leeré algo a Jane hasta que vuelva usted.

Bessie hubiese preferido quedarse, pero no tuvo más remedio que salir, porque la puntualidad en las comidas se observaba con extraordinaria rigidez en Gateshead Hall.

- ¿Qué es lo que te pasó ayer? - preguntó Mr. Lloyd cuando Bessie hubo salido.

- Me encerraron en un cuarto donde había un fantas­ma y me tuvieron allí hasta después de oscurecer.

El boticario sonrió, pero a la vez frunció el entrecejo. -¡Qué niña eres! ¡Un fantasma! ¿Tienes miedo a los fantasmas?

- Sí, sí; era el fantasma de Mr. Reed, que murió en aquel cuarto. Ni Bessie ni nadie se atreve a ir a él por la noche, ¡y a mí me dejaron allí sola y sin luz! Es una maldad muy grande y nunca la perdonaré.

- ¡Qué bobada! ¿Y es por eso por lo que te sientes tan desgraciada? ¿Tendrías miedo allí ahora, que es de día?

- No, pero por la noche sí. Además, soy desgraciada, muy desgraciada, por otras cosas.

- ¿Qué cosas? Dímelas.

Yo hubiera deseado de todo corazón explicárselas. Y, sin embargo, me resultaba difícil contestarle con clari­dad. Los niños sienten, pero no saben analizar sus senti­mientos, y si logran analizarlos en parte, no saben expresarlos con palabras. Temerosa, sin embargo, de perder aquella primera y única oportunidad que se me ofrecía de aliviar mis penas narrándolas a alguien di, después de una pausa, una respuesta tan verdadera como pude, aunque poco explícita en realidad:

- Soy desgraciada porque no tengo padre, ni madre, ni hermanos, ni hermanas.

- Pero tienes una tía bondadosa y unos primitos... Yo callé un momento. Luego insistí:

- Pero John me pega y mi tía me encierra en el cuarto rojo.

Mr. Lloyd sacó otra vez su caja de rapé.

- ¿No te parece que esta casa es muy hermosa? - dijo. -¿No te agrada vivir en un sitio tan bonito?

- Pero la casa no es mía, y Abbot dice que tengo me­nos derecho de estar aquí que una criada.

- ¡Bah! No es posible que no te encuentres a gusto... -Si tuviera donde ir, me iría muy contenta, pero no podré hacerlo hasta que sea una mujer.

- Acaso puedas, ¿quién sabe? ¿No tienes otros pa­rientes además de Mrs. Reed?

- Creo que no, señor.

- ¿Tampoco por parte de tu padre?

- No lo sé. He preguntado a la tía y me ha respondido que tal vez tenga algún pariente pobre y humilde, pero que no sabe nada de ellos.

- Si lo tuvieras, ¿te gustaría irte con él?

Reflexioné. La pobreza desagrada mucho a las perso­nas mayores y, con más motivo, a los niños. Ellos no tienen idea de lo que sea una vida de honrada y laborio­sa pobreza y ésta la relacionan siempre con los andrajos, la comida escasa la lumbre apagada, los modales grose­ros y los vicios censurables. La pobreza entonces era, para mí, sinónimo de degradación.

No, no me gustaría vivir con pobres fue mi respuesta. -¿Aunque fuesen amables contigo?

Yo no comprendía cómo unas personas humildes po­dían ser amables. Además, hubiera tenido que acostum­brarme a hablar como ellos, adquirir sus modales, con­vertirme en una de aquellas mujeres pobres que yo veía cuidando de los niños y lavando la ropa a la puerta de las casas de Gateshead. No me sentí lo bastante heroica para adquirir mi libertad a tal precio.

Así, pues, dije:

- No; tampoco me gustaría ir con personas pobres, aunque fueran amables conmigo.

- ¿Tan miserables piensas que son esos parientes tu­yos? ¿A qué se dedican? ¿Son trabajadores?

- No lo sé. La tía dice que, si tengo algunos, deben ser unos pordioseros. Y a mí no me gustaría ser una mendiga.

- ¿No te gustaría ir a la escuela?

Volví a reflexionar. Apenas sabía lo que era una es­cuela. Bessie solía hablar de ella como de un sitio donde las muchachas se sentaban juntas en bancos y donde había que ser muy correctos y puntuales. John Reed odiaba el colegio y renegaba de su maestro, pero las in­clinaciones de John Reed no tenían por qué servirme de modelo, y si bien lo que Bessie contaba acerca de la disciplina escolar (basándose en los informes suministra­dos por las hijas de la familia donde estuviera colocada antes de venir a Gateshead) era aterrador en cierto sen­tido, otros datos proporcionados por ella y obtenidos de aquellas mismas jóvenes, me parecían considerablemen­te atractivos. Bessie solía hablar de cuadritos de paisajes y flores que aquellas jóvenes aprendían a hacer en el colegio, de canciones que cantaban y música que toca­ban, de libros franceses que traducían... Todo aquello me inclinaba a emularlas. Además, estar en la escuela significaba cambiar de vida; hacer un largo viaje, salir de Gateshead... Cosas todas que resultaban en gran mane­ra atrayentes.

- Me gustaría ir a la escuela -fue, pues, la contesta­ción que di como resumen de mis pensamientos.

- Bueno, bueno. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir? - dijo Mr. Lloyd. Y agregó, al salir, como hablando consigo mismo: -La niña necesita cambio de aire y de ambiente. Sus nervios no se hallan en buen estado.

Bessie volvía del comedor y, al mismo tiempo, senti­mos el rodar de un carruaje sobre la arena del camino.

- ¿Es su señora? - preguntó el boticario. -Quisiera hablar con ella antes de irme.

Bessie le invitó a pasar al comedorcito. En la entrevis­ta que Mr. Lloyd tuvo con mi tía supongo, por el desa­rrollo ulterior de los sucesos, que él recomendó que me enviasen a un colegio y que la resolución fue bien acogi­da por ella. Así lo deduje de una conversación que una noche mantuvo Abbot con Bessie en nuestro cuarto cuando yo estaba ya acostada y, según ellas creían, dor­mida.

- La señora quedará encantada de librarse de una niña tan traviesa y de tan malos instintos, que no hace más que maquinar maldades, - decía Abbot quien, al parecer, debía de tenerme por un Guy Fawkes en ciernes.

Aquella misma noche, en el curso de la charla de las dos mujeres, me enteré por primera vez de que mi pa­dre había sido un humilde pastor; de que mi madre se casó con él contra la voluntad de sus padres, quienes consideraban al mío como muy inferior a ellos; de que mi abuelo, enfurecido, se negó a ayudar a mi madre ni con un chelín; de que mi padre había contraído el tifus visitando a los enfermos pobres de una ciudad fabril donde estaba situado su curato; y de que se lo contagió a mi madre, muriendo los dos con el intervalo de un mes.

Bessie, oyendo aquel relato, suspiró y dijo:

- La pobrecita Jane es digna de compasión, ¿verdad Abbot?

- Si fuese una niña agradable y bonita -repuso Abbot-, sería digna de lástima, pero un renacuajo como ella no inspira compasión a nadie.

- No mucha, es verdad..., -convino Bessie. -Si fue­ra tan linda como Georgiana, las cosas sucederían de otro modo.

- ¡Oh, yo adoro a Georgiana! - dijo la vehemente Abbot. -¡Qué bonita está con sus largos rizos y sus ojos azules y con esos colores tan hermosos que tiene! Pare­cen pintados... ¡Ay, Bessie; me apetecería comer liebre!

- También a mí. Pero con un poco de cebolla frita. Venga, vamos a ver lo que hay.

Y salieron.

 

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